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"Cantan, te digo", y se reía. Cómo que cantan, pregunté, contagiado yo también por su risa: ¿los animales cantan? "No, las máquinas. Toda la máquina: es como si la máquina entera cantase." Y yo dije: Toca música, querés decir; hay un disco que toca música, adentro. Todo era tan absurdo que a los dos se nos sacudía el cuerpo de tanto reírnos y Santiago tenía la vena de la frente como si fuera a estallarle, aunque cuando hablé me miró de un modo extraño, sin dejar de reír, pero con un gesto casi patético y tan poco adecuado a la situación que aun hoy sólo encuentro esa palabra (extraño) para describirlo. Dijo: "Bueno, supongo que sí, que ésa ha de ser la explicación, chango". Y se me atragantó un sorbo de mate y casi lo dejo escapar por la nariz, mientras el jujeño soltaba una carcajada limpísima, idéntica a la de esa mañana repitiendo que sí, que ésa y no otra era la sensata explicación de todo. Esto fue al mediodía, Graciela: antes que él contara la muerte de su padre y me mostrase la fotografía de bordes ondulados, antes que yo, al tocar los anillos, recordara haber roto un año antes mi compromiso matrimonial con una muchacha de nombre Beatriz y recordara otras muchas cosas vinculadas a Esteban Espósito. No tantas, es cierto, como para entender qué hacían esos anillos en este saco, ni por qué me obligaban a pensar en la Plaza Irlanda, pero suficientes como para despreocuparme del jujeño y de sus palabras, y (aunque lo hubiera presentido) también de todo lo que me obsesiona, que no he visto, pero que no puedo dejar de ver ahora, desde el ojo.

El balanceo del brazo, por ejemplo. El brazo, con la pistola, una Ballester Molina reglamentaria, balanceándose colgada de la mano derecha. El dedo índice y el dedo del corazón calzados dentro del arco del guardamonte, sobre el disparador, como si el jujeño hubiera gatillado rabiosamente, con los dos dedos. Porque lo primero que veo desde el sitio que dije es la mano, afilada y morena, y su movimiento pendular; detrás, la pierna derecha rodeando con firmeza la pata de la silla. Para que el cuerpo ofrezca resistencia y aguante el sacudón. La otra pierna hacia adelante, más descansada y blanda. Cómo hizo el ojo para caer al costado del cuerpo, y no hacia el frente (lo que me hubiera impedido ver la cabeza del jujeño, a causa de la mesa) lo ignoro, pero el hecho es que el señor Ripul, cuando abrió la puerta esa madrugada, lo primero que vio fue el ojo. Gritaba que estuvo a punto de pisarlo. Esto me han dicho, al menos, aunque también me han dicho que, mucho tiempo más tarde, el hotelero, al abrir esta puerta, aún juraba sentir "como si lo estuviera mirando", pero no desde el suelo, sino desde encima de la mesa. Ignoro por qué prefiero la primera versión, pese a que me obliga a imaginar el ojo saltando hacia adelante, como un tapón de sidra, chocando con algún objeto y rodando, por fin, hacia el sitio desde el que puedo ver la mano, la pierna, y con un gran esfuerzo, arriba, doblada sobre el brazo izquierdo, ocultando piadosamente lo más horrible de ese estrago (el vacío, sobre el pómulo) la cabeza del jujeño, partida en la forma que ya he dicho.

Un sacapuntas, sobre la mesa. Es dorado y tiene la forma de una diminuta copa de trofeo; la palabra victory aparece calada en la base. No me cuesta mucho imaginar que también a Santiago le gustaban estas chucherías. Sobre la pared, clavado con una chinche en el borde de una repisa, un detalle de El Jardín de las Delicias, recortado de una revista barata. También me acuerdo de nuestro último diálogo, a través de su puerta. Eran las diez de la noche y yo salía para el Cerro de las Rosas.

El jujeño estaba cebando mate.

– Llegate, entra -me dijo-. Bébete otras jodidas yerbas.

– No puedo -contesté-. Me esperan en el Cerro. Lo alcancé a ver, a través de la puerta entornada, mirando la noche por la ventana.

– Lloverán bigornias -murmuró; después levantó la voz-. Van a llover bigornias de punta.

II

Un galope o un desmoronamiento. Y el estallido de la palabra expósito como un mazazo admonitorio aplicado contra una campana neumática sumergida a incalculable profundidad y soportando, conmigo de pasajero, la presión fantástica de millones de atmósferas. Me devolvió a la superficie de las cosas, a Córdoba, a vos, como si me arrancara desde el fondo de un mar. Quedé sentado en la cama. Alguien o algo acababa de abandonar el cuarto y yo tenía la espalda empapada. No había dormido; sin embargo, cuando oí el tumulto y escuché mi nombre fue como despertar. Salté de la cama pensando: Tengo que verla. El saco, sobre la silla, volvía a ser un objeto inofensivo y familiar, o acaso lo del saco fue a la mañana. Y el origen del escándalo, afuera, se redujo a unos ruidos de fratachos, a unas picas, a una sonora máquina de mezclar cemento. Moraleja, pensé. ¿Cuál? Lo pensé un momento después, en la vereda, cuando el albañil me dijo que su cigarrillo era negro. No hay como ver un obrero, en ciertas circunstancias. Tan saludable que me pareció panfletario. Con gorra y todo. Debe descender de vascos: colorado, sonriente y enorme como un bebé de dos pisos; da la impresión de haber hecho una revolución social para él solo. En una mano traía un cigarrillo, en la otra, un balde de mezcla. Iba por la realidad con su balde de mezcla como un nene con la budinerita de la hermana. Yo le había pedido fuego. Tenía mi encendedor en el bolsillo, pero yo le pedí fuego, no pude evitarlo, supongo que se trataba de algo parecido a mi frase sobre la metafísica y la hepatitis, esa mañana con Santiago. Pero estaba visto que hoy me había metido en el mundo por una puerta equivocada, porque él, antes de poner en contacto su cigarrillo con el mío, creyó necesario advertirme simplemente: "Es negro". Crucé la calle con mi propio cigarrillo negro apagado, vi un bar, fui derecho al mostrador y pedí el teléfono. Yo tenía que hablar inmediatamente con vos. Cuando levanté el auricular me di cuenta de que no sabía a qué número llamarte. El barman me miraba. ¿Y ahora? Algo había que hacer con ese teléfono. No todo estaba perdido: yo conocía, por lo menos, el número de mi hotel. Marqué y oí del otro lado un susurro algodonoso. El señor Ripul. Como si un gusano de seda se comunicara conmigo a través de las paredes de su capullo.

– En ese hotel pernocta un escritor. Espósito. Un escritor muy importante. Dígale que lo llama la madre. Rápido, por favor.

– Un momentito -dijo Ripul.

Esperé. Ya había redactado mentalmente un mensaje complicadísimo, destinado a mí mismo, cuando oí que levantaban el auricular, y oí, habiéndome desde allá, mi propia voz.

– Hable -dijo mi voz.

Colgué.

Entonces te vi. Sentada en la penumbra del café ante un vaso que no era daikiri ni calvados ni pernod, vestida totalmente de negro, a mediodía, con el largo pelo sobre la cara, pero sentada ante un gran vaso de leche, rodeada de ningún misterio, en una mesa desde la que se podía vigilar la puerta de entrada a mi hotel, terminando de comer algo que en el mejor de los casos podía ser torta de manzanas y, en el peor, una porción de pizza. En silencio me senté a tu lado.

– No te vi llegar al hotel. -dijiste. Como si la escena frente a El Vesubio nunca hubiera ocurrido. -Casi me voy.

Terminaste de beber tu vaso mientras me mirabas. Cuando bajaras ese vaso te iba a quedar una orla blanca alrededor de los labios. Fue exactamente lo que ocurrió. Ahora se limpia la boca con el dorso de la mano, pensé. Y aún hoy no sé qué era lo más inquietante en vos, si este tipo de comportamiento o aquellas otras zonas de ambigüedad que dejaban transparentar ciertas palabras, ciertas alusiones a un mundo que me era totalmente ajeno. El mundo de Verónica o de Bastián, el mundo amenazante y hostil del Cerro de las Rosas, el mundo de Mariano o el tío Patricio, suponiendo que a Patricio ya lo hubieras nombrado. Sin dejar de mirarme, te limpiaste la boca con el dorso de la mano. Tu boca era grande y sensual, desnuda de pintura. Y la palabra desnuda significa precisamente lo que sentí. Volver a verte era como estar mirándote siempre por primera vez. Como si te pintaras los ojos por la misma razón que mostrabas tu boca tal como era o escondías la cara bajo tu pelo. Lo que yo ignoraba era esa razón, a menos que ciertas cosas carecieran de razón, o significaran todo lo contrario de lo que parecían. Yo había comprobado infinidad de veces que la belleza de la mujer es su escudo. Esas formas o combinaciones de formas que llamamos belleza, las que despiertan el instinto sexual del varón, son las mismas que lo cohiben o paralizan, de ahí que las mujeres hayan venido paseándose más o menos desnudas desde el principio de la creación, o más o menos vestidas, lo que es peor, sin que uno tenga una idea clara del secreto de esa impunidad. Y estaba a punto de encontrar una relación muy compleja entre la inhibición sexual que produce cierto tipo de mujer bella y el origen del placer que provoca la contemplación estética, cuando me di cuenta de que era necesario decir algo.

– Qué comías -pregunté.

– Pastafrola. Dos. Y vas a tener que pagármelas porque no tengo con qué. Ya estaba un poco desesperada. Tuve que pedir la otra para ganar tiempo.

– Y qué pensabas hacer si no me veías.

– No sé. Alguien iba a pasar. De todos modos estás acá, ¿no?

Llamé al mozo y le pedí un café doble. Me miraste. No tuve más remedio que preguntarte si querías algo.