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– Bueno -dijiste-. Pastafrola. -El mozo me echó una rápida mirada de complicidad y asombro, como si pensara "¿qué me dice?" o "quién iba a imaginarse una cosa semejante". Era un mozo sensible y chapado a la antigua. Fue hacia el mostrador y vino como si le doliera el corazón. -¿Con quién hablabas? -preguntaste y yo no comprendí-. A quién llamabas por teléfono.

– No es tan fácil de explicar.

Sonreíste y dijiste que intentara. Después tomaste los paquetitos de azúcar de mi plato y, cuidadosamente, comenzaste a desenvolverlos. Parecías absorbida por aquella operación. Satisfecha, echaste uno de los terrones en mi taza. Yo dije que mi intención había sido llamar a tu casa pero que ya tenía el teléfono en la mano cuando recordé que no sabía tu número (movimiento afirmativo de cabeza), lo cual me puso en una situación incómoda ante el señor de la caja registradora (gesto de no entender el problema) porque soy de esas personas enfermizamente tímidas (mirada neutra) que no lo parecen. Nadie pide prestado un teléfono, levanta el tubo y vuelve a colgar sin marcar ningún número. Vos dirías que mucha gente lo hace (afirmación), ya que uno tiene todo el derecho del mundo de arrepentirse, pero justamente mi problema es que no soy como mucha gente (mirada neutra) de modo que cuando tengo un teléfono en la mano y alguien me mira, o hasta si nadie me mira, siento el impulso irrefrenable de hacer algo con él (¿por ejemplo?), metérselo en el culo a la señora de esa mesa que no se pierde palabra de lo que digo (tos en la otra mesa) de modo que llamé al único número de Córdoba que recordaba, el de mi hotel, y pregunté por mí, calculando que me dirían que no estaba y todo volvería a la normalidad.

– El problema es que sí estaba -dije.

La señora de la otra mesa pagó y se fue. Vos, sin mirarme, sostenías en la punta de los dedos uno de los terrones de azúcar.

– En el hotel. Estabas en el hotel. Y… ¿de qué hablaron?

– No hablamos. Me atendió Santiago. Cuando dijo "hola", te vi.

Dejaste caer el terrón en mi tara y abriste el segundo paquete.

– Santiago y vos tienen la voz muy parecida. Es cierto.

Yo no podía apartar mis ojos del movimiento hipnótico de tus manos, ocupadas, pensé, no tentó en ir poniendo el azúcar en mi taza como en repetir una ceremonia, pero no una ceremonia tuya sino mía. Y esto tampoco era fácil de explicar, suponiendo que necesitara explicárselo a alguien. Puede resumirse diciendo que los tipos que se comen las uñas tienen grandes dificultades para abrir paquetitos de azúcar. Si están solos, los abren con los dientes. Si no, ocurre lo que estaba sucediendo entre tus manos y mi taza. Como entretejer algo, la trama de un tejido impalpable.

– Vos te vas a enojar mucho -dijiste de pronto, sin interrumpir el hilado de esa red-. Pero yo creo saber lo que te pasa. -Como confesión era inesperada y hasta intimidante. Estabas a punto de hablar demasiado seriamente de cosas que requieren años de convivencia. En las novelas de Tolstoi estas conversaciones ocurren entre Nicolás Rostov y la condesa María en herméticas habitaciones nupciales. Y en la realidad también, cuando la mujer ya nos ha visto demasiadas veces sacar pecho delante del espejo o hacer flexiones en calzoncillos. No son necesariamente irreparables, y hasta forman parte de la felicidad humana. Sólo que ningún hombre está preparado para oírlas. -Vos buscas algo que no vas a encontrar nunca. Es como si no vivieras. Miras, buscas por todas partes, y te olvidas de vivir. Te ves vivir.

– Estás hablando en serio -dije. Terrón, mirada.

– Estoy hablando en serio. Te ves, te ves continuamente, y eso es lo que te impide estar de veras en el lugar que estás. Te dije que te ibas a enojar, y los cigarrillos están ahí.

– No busco cigarrillos. Necesito una pastilla para el corazón. Ya está. En veinte segundos te explico todo, pero antes a ver si entendí bien. Según vos, cómo decirlo sin parecer enojado, según vos a mí me importa un soberano carajo del mundo real, busco algo que no sé qué es, husmeo el aire y voy de acá para allá como si fuera un perro loco, sólo que todo esto ocurre más bien dentro de mí mismo, o sea que soy como un chico autista que tuviera Parkinson, y además me desdoblo. Ah, no, no me digas que no, ahora empecé a hablar y sigo hasta aclararte tus propias ideas sobre mí, porque sabes una cosa: es cierto, pero y vos cómo lo supiste. Cómo hace todo el mundo para saber siempre lo que me pasa y yo nunca lo sé hasta diez años después.

– Por eso, porque te ves vivir, no te das lugar a sentir las cosas como son. Digo lugar, no digo tiempo. -Entonces me sobresalté realmente, porque si vos acababas de decir eso tenías mucha más razón de la que creías. No era en absoluto posible que este diálogo fuera posible, nada de esto podía suceder. -Estás acá -dijiste-, estás hablando o simulando escucharme, pero vos, vos mismo no estás conmigo, andas vaya a saber por dónde, mirándonos hablar. Y lo sé, Esteban, porque estar con vos es como no existir del todo. Ni yo me siento real.

Y en el momento en que dejabas caer el último terrón en mi taza supe que si yo tenía algo que decir, debía hacerlo ahora, porque todo el tiempo que me quedaba para hablar iba a terminarse apenas dejaras de hacer lo que habías comenzado a hacer en este preciso instante, de modo que en cuanto tomaste la cucharita y comenzaste a revolver lentamente mi café me zambullí de cabeza en el minúsculo maestróm negro y dije que sí, que no tenías ni la más remota idea de la verdad que estabas diciendo, pero que sí; sólo que por casa cómo andábamos ¡mirada de sorpresa o dicho de otro modo, ¿vos habías estado viviendo realmente el acto de ir poniendo terrones de azúcar en mi taza, estabas de veras revolviendo mi café? Pero no debía interrumpirte, debías seguir haciéndolo, de lo contrario corríamos el riesgo de desvanecernos en el aire, en serio te lo estoy diciendo, y sobre todo y ahora espero que ir seas vos la que se enoje, cómo podías hacerme creer que estabas conmigo con tanta intensidad, pasión, entrega naturalidad, inocencia vital o como se llame tu modo de estar conmigo si al mismo tiempo podías percibir que yo estaba buscando algo (mirada de no entender), no digo buscando en la vida, digo en los bolsillos, muy bien, y que eso era exactamente lo que me pasaba a mí sólo que multiplicado por cien mil, por un millón, cosa que de ninguna manera me parecía una virtud o un privilegio sino una desdicha, una tara, y puesto que habíamos llegado a este punto de la condición esencial de Esteban Espósito, pero no por mi voluntad quede bien claro, debía confesarte que yo había buscado como nadie una sola cosa en mi vida, la felicidad, hasta que una mañana o una noche me desperté en el infierno o en una cama ajena enfermo de una curiosa pestilencia que se llama tristitia aunque le caben casi infinitos nombres y que desde ese día no pude volver a estar nunca ligado a mi propia vida, ni a la de nadie, y comencé a ser una especie de espectador de los otros y aun de los que amé y sobre todo de mí, sobre todo de mí, como si tuviera en la cabeza un fantástico ojo de mosca (gesto de leve repulsión) y al mismo tiempo viviera dentro de un ojo poliédrico, y entonces te ves, por supuesto que te ves, pero porque no podes dejar de verte, te ves riendo, amando, hablando por teléfono a tu hotel, y el único momento en que no te ves (dejaste de revolver el café y me miraste) es cuando te sentás a escribir diez rengloncitos de mierda sobre lo que imaginas que has visto, revolvé otro poquito por favor, y ahí es cuando te empiezan a ver los otros, los que dictaminan si tus diez rengloncitos sirven para limpiarse el culo o qué. Y esto se llama cantar Che gélida manina en búlgaro.

Apoyaste la cucharita sobre el plato. Cuando todo estuvo en orden, arrimaste hacia mí la taza como quien ha iniciado algo importantísimo y ahora alienta al otro a que lo termine victoriosamente.

– Se te enfría -dijiste.

Me reí. Me reí de tal manera que casi me caigo de la silla.

– Vos me entendés -dije.

Dijiste que sí, mientras yo cantaba para adentro una cosa que sonaba más o menos como aspeti siñorina le diré con due parole qui son e que facho e come vivo. Qui son. ¿Qui son? Sonó un poeta. ¿Que cosa facho? Scribo. ¿E come vivo? Vivo.

– Las dos y media -dijo una voz, a mi espalda.

III

Las dos y media. ¿Las dos y media de la tarde? Según esto me has estado esperando en este café casi dos horas. Me doy vuelta y le pregunto al señor de la otra mesa qué hora dijo. El hombre, sorprendido, también se da vuelta y durante unos segundos que parecen durar muchísimo nos quedamos así, retorcidos e incómodos, casi tocándonos. Una cara solemne y vegetal. Como una mandioca que fuera al mismo tiempo profesor de urbanística. Me parece haberlo visto la noche anterior, en el Paraninfo, enmarcado en una de las paredes. No sé a quién puede haberle dicho la hora, porque con él no hay nadie. Tal vez es un hombre preocupado y habla solo; tal vez la voz vino de alguna otra parte.

– La hora -le digo.

– Ah, sí. Cómo no -dice. Busca en el chaleco su reloj de doble tapa, heredado de fray Mamerto Esquiú, lo abre, se pone los anteojos de leer. -Catorce y veinticuatro, exactamente.

– Muy amable, licenciado. Gracias.

– El gusto ha sido mío -pasmosamente dice el hombre. Tal vez tiene un sentido del humor prodigioso; tal vez es un melancólico que se ríe secretamente del mundo. Tal vez he estado dialogando sin saberlo con un ser solitario y extraño que merecía todo mi respeto De nuevo frente a mí tus ojos. La palabra es convencional pero irremplazable: relámpago. Tan fugaz que casi se me escapa. Hace un segundo significó algo.

– Qué pasa -pregunto.

– Ahora nada.

– No, no digo ahora. Hace un momento.

– Pensaba -dijiste. Acercaste tu cuerpo hacia mí por encima de la mesa. Muchacha en la cama, acurrucándose Me invadió de pronto una invencible ternura y me dejé arrastrar por ella, qué podía perder. Un caballero angelical con cara de mandioca, tal vez algo loco, había realizado un mínimo milagro. Hay en vos, pensé, zonas claras e infantiles que me desconciertan y que acaso temo mucho más que a las otras. Y en las otras para qué pensar. Y vos dijiste: -Cosas oscuras, no sé. Tenés pozos de resentimiento y hasta de maldad. No hagas caras, es cierto. Y a veces, como hace un momento, cuando hiciste esa morisqueta, es como si salieras de un lugar tormentoso a otro de transparencia. No te rías.

– No me río.

El señor de la mesa de atrás se ha levantado. Debió correr su mesa hacia adelante para no molestarme pidiendo que yo corriera mi silla. Tan sigiloso y gentil que apenas alcanzo a verlo salir del café. Pienso algo absurdo y, por alguna razón, casi intolerable. La primera persona de la ciudad que desaparece para siempre de mi vida.

IV

Caras, lugares, palabras. Hay, incluso, palabras que fueron pronunciadas no sé cuándo, y que no encuentran sitio, como si hubiesen sucedido en el plazo brevísimo de un sueño que, al ser contado, maravilla por su extensión; recuerdo la palabra frialdad y una voz que dice: "Qué poco significan ciertas palabras, ésa por ejemplo, o egoísmo. Quién sabe dónde terminan la frialdad y el egoísmo y empieza lo único verdadero que tenemos, chango. Vivir. Pero a qué le llaman, qué es vivir para estos atorrantes", dijo Santiago y no se refería a nadie en especial, ni siquiera daba la impresión de estar hablando conmigo. Detrás de él había un largo paredón de piedra contra el que parecía borrarse el gris de su traje, y asomaban unos árboles. Antiguos, había dicho antes, como el miedo. "Estamos solos sobre el corazón de la tierra atravesados por un rayo de sol, y de pronto anochece", lo dijo y yo me asombré: era difícil imaginar al jujeño leyendo a Quasimodo. "Vivir. Hoy lo nombraste a Balzac: ¿vos te crees que se pueden escribir semejantes novelas si el gordo hubiera hecho alguna vez lo que éstos llaman vivir? Dos mil personajes, madre mía… Pero me gusta la vida, ahí está la cosa. La vida de ellos, sí, más que la de Balzac. Quiero tomar vino en bota y cojer tirado en el pasto, estoy podrido de libros y de emparedarme en una pieza a la luz de una lamparita eléctrica en pleno día o en plena tarde, mientras afuera un sol redondo grandote como chupetín de mil pesos. Ahí tenés una metáfora." Se rió. "Y la mujer y los hijos", dijo con seriedad, "en la pieza de al lado, tratando de no pisar fuerte para no meter bulla porque el poeta está de parto. Papá escribe… Vean qué lindo. Sin embargo, era lindo… Me miras con cara de risa; soy contradictorio. Y cómo querés que sea. Porque oíme, ¿de qué mierda sirve la vida?… Suponete un tipo que nace a contramano, algo así como un albañil con las ideas de un arquitecto gótico, que quiere hacer la Portada de la Gloria de Santiago de Compostela, pero con un fratacho y medio kilo de cal, que viene y te dice: y vos te crees que vale la pena tu famosa vida, tus verdes yuyos y tu linda chinita, tus vides como manzanas y todo el cielo arriba y toda la gente abajo y toda la risa de dos changos gordos como el niño Jesús, y uno en camino, si no podes levantar el San Lorenzo, como quería Leonardo, y ponerlo sobre otro pedestal, o escribir los dos mil personajes de Balzac… Te regalo un tema, Espósito: un pobre infeliz que, cuando se sentía modesto, lo menos que pensaba era cantar la guerra de Troya y se enganchó en el ejército de Agamenón y anduvo a los hachazos y violó a una teucra. Y se tomó todo el vino de la ciudad, cantando y asolando. Pero escribir, no pudo. O pior, fíjate. Un día se topó con un linyera ciego que, por un vaso de tintillo, agarraba el laúd y se acompañaba en la Ilíada. Me reí.