– Llegaste tarde -dije-. Eso se llama Mozart y Salieri, y lo escribió Puschkin.
Santiago, que estaba apoyado en la pared, se puso a caminar tranquilamente. Lo seguí. Me pasó un brazo por el hombro y murmuró:
– Te das cuenta. Eso, justamente, es lo que yo digo. Luego volvió a hablar de los árboles.
V
– Pero por supuesto, doctor. Total y definitivamente de acuerdo. Yo también creo, es más, afirmo, y hasta me atrevería a desafiar a que alguien me desmintiera, que este país es un cachivache.
– No, joven, no -dijo Cantilo-. Yo quise decir todo lo contrario.
– Yo también, doctor, y ése es el origen de uno de nuestros peores malentendidos. Me refiero a los argentinos, no a usted y a mí, se entiende. Pensándolo bien, qué tiene que ver el país. ¿Qué es el país? Nada, un abstracto. Este país y cualquier país es su gente. Usted, ese gordo, la señorita Cavarozzi. Hasta yo mismo soy el país. ¿Adonde quiero llegar? Permítame. -Yo estaba dispuesto a hablar del peronismo con aquel hombre antes de que acabara el entreacto o aunque debieran suspender el drama de Strindberg. Pero tal vez ha llegado el momento de ser justo. Si hubiera sabido, esa primera noche, dos o tres de las cosas que hoy sé, a este libro le faltarían unas cuantas páginas. Una de las cosas que sé es que Cantilo no es como yo lo estoy viendo; y me adelanto a escribirlo por miedo de olvidar sus soldaditos. Cantilo tallaba soldaditos de madera. Húsares, patricios, paisanos montoneros del alto de un pulgar, legionarios. A esto le llamaba con un poco de vergüenza su hobby, y era en realidad una conmovedora forma de la locura que era también un arte. Tenía un tallercito casi secreto en el Cerro de las Rosas y ahí, sábados y domingos, se entregaba como un demiurgo un poco mamarracho a aserrar y pulir e iluminar guerreros de una perdida epopeya nacional microcósmica. Este agrónomo de grandes calzoncillos que por alguna razón muy superior a mi entendimiento también era odontólogo, y por alguna otra razón, que descubrí o creí descubrir al día siguiente, aceptaba que su mujer se acostara con tipos como yo, merece un poco de respeto. Eso es lo que quiero decir, y a su modo ya me lo había adelantado Santiago. -No sea tan ansioso, doctor, si no me deja redondear el concepto va a dar la impresión de que habla usted solo. Y el conocimiento es más amigo del silencio que de la palabra, como dicen los árabes. Tiempo al tiempo. No se siente la utilidad de las nalgas hasta que nos nace un forúnculo. La boca del sabio está en su corazón. Hoy mismo, por ejemplo, en el tren que me traía a Córdoba, vea lo que me pasa. Me encuentro en el coche salón con un señor, uno de esos caballeros, fíjese, asépticos. Pulcros. Que más bien parecen una farmacia. -El jujeño se ahogó con el vino. Vos y Verónica, lejos, allá en la oscuridad de la barra. Y oyendo toser a Santiago pensé: Un amigo, uno de esos remotos amigos de adolescencia con los que bastaba una mirada, un gesto subrepticio de complicidad, sin que hubiera que explicar nada. Ahí está lo que falta en esta mesa. -¿Me sigue? Bueno, que el hombre hablaba, como nosotros, del país. De este país. Y, por supuesto, a los diez minutos se la agarró ¿con… qué? Exacto, doctor. Con el peronismo. Sólo en un país como éste, ¿no es cierto?, podría darse un fenómeno de circo como el peronismo. Él no era el país. Mongo Aurelio era el país.
La señorita Cavarozzi, en otro mundo desde el final del acto, aún no se había repuesto de la virilidad de Kurt, quien, en cuanto Alicia se sacó la blusa, se precipitó como una bestia sobre ella, le mordió la garganta, y luego de arrojar a la primera actriz y a la señorita Etelvina en cualquier parte, salió violentamente por el lateral izquierdo.
El doctor Cantilo dijo:
– No me negará, joven, que el peronismo…
– Qué le voy a negar, doctor. Si fue lo mismo que argumenté yo. No me va a negar que el peronismo, considerado como fenómeno histórico, fue el producto espiritual de una profunda necesidad argentina. Ya sé lo que va a decir, le dije, se lo leo en la cara. No se ganó Zamora en una hora. Que Perón haya sido un dictador y hasta un payaso, está bien, es decir está mal. Lo oiré es lo que no está de ningún modo. Cómo qué otro. Lo otro es la negrada, los lirios del campo, los cabecitas negras, los que se nos vinieron el 17 de octubre con el bombo. El pueblo, la murga, llámelos como quiera. Lo otro es lo que ni el propio Perón se imaginaba, y en eso estamos de acuerdo, no sólo no se los imaginaba sino que si no los para le expropian hasta el tordillo. Que la policía y las torturas y la picana, todo lo que quiera, le dije. Que la quema de las iglesias y la Alianza Libertadora, no me aparto; pero Josefa Bertolotti, que no le había puesto un par de zapatillas a sus hijos hasta que se las regaló Eva Perón, y no me salga con la demagogia y la mala fe política, le dije, doctor, porque entonces Josefa Bartolotti se pone a gritar viva la demagogia, o basta de demagogia, y se hace comunista, ella qué como tiene que ver con las torturas y la picana. Seamos mayéuticos. Hemos quedado o no hemos quedado en que un país es la gente. No es una pregunta, así que no hace falta contestarla. Hemos quedado. Josefa Bartolotti, por lo tanto, también es este país. Muy bien. También hemos quedado en que esta ejemplar matrona de vasta prole no tiene nada que ver con los aspectos negativos del fenómeno analizado, pero que ella misma, en cambio, calzada por primera vez de dignidad y zapatillas, es per se un fenómeno positivo. La parte cachivache y a raer de la faz de la Tierra ¿cuál sería entonces? Pero sí, doctor. Justamente lo que yo le dije a mi ocasional contertulio del coche comedor. La parte a raer somos nosotros, los tilingos, los de la picana, los incendiarios, los fabricantes de cepillos. Quién tiene la culpa de la desgracia del peronismo, Josefa Bartolotti, que sólo buscaba calzarse de autoestima y, como dicen los bereberes, encontrar su propio centro para irradiar desde allí la llama de su amor fati, o nosotros, usted y yo, que nos pasamos doce años rezando para que Perón nos metiera presos, cosa de tener después algo que contar.
– Ah, no -dijo el doctor Cantilo-. Yo estuve realmente detenido.
– Mis propias palabras, doctor. Yo estuve detenido, señor mío. No hablo por resentimiento o frustración. Detenido es poco. Porque mi inerte cerebro no avanzaba para distinguir Perón de peronismo. ¿Le soy franco? En cierto modo estuve detenido hasta hace diez minutos. La conciencia es dialógica. Uno no sabe qué piensa de lo real hasta que salta de lo monológico a lo conversado. ¿Qué me iba a decir? No importa. La cuestión hay que plantearla así, le dije. San Martín, que yo sepa, nunca estuvo mayormente preso. Y no me va a comparar a Perón con animales como Fernando Séptimo. Por eso, doctor, yo opino como usted. Hay que dejarse de payasadas y de creer que porque Perón nos metió presos, San Martín, que andaba suelto; viene a ser una especie de acomodado. Ya lo sé, ya lo sé: "Nos levantábamos avergonzados cada mañana", como me dijo mi profesor de Botánica una tarde, en el jardín des Plantes. Durante doce años, nos levantábamos avergonzados cada mañana. Y creo que no mentía. Yo más bien me levanto tarde, pero sé qué es eso. Sueño cada cosa. No como San Agustín, que nunca se hizo responsable de sus sueños. Así que comprendo la vergüenza de mi viejo maestro, máxime cuando todo lo que sé de las monocotiledóneas lo aprendí de él, por eso no me animé a preguntarle "Qué has hecho de tu vida", como aquellos personajes patéticos y tremebundos de su amigo Roberto. Sí, doctor, no me diga nada. Ya sé que mi hombre estaba chocho e hice bien en callarme, pero lo malo es que en este país todo el mundo chochea. Y esto sí se lo dije, no a mi mentor sino al caballero del coche salón, pedazo de cínico, le dije, no ve que todos ustedes están chochos, los reblandeció equivocarse con el peronismo, creer en la revolución libertadora, votar a Frondizi, no saber qué hacer si Fidel Castro se declara comunista, sin contar que acá, después de los treinta años, se comienza a chochear por método, por miedo a perder el alma o a que nos vengan almorranas si nos asalta una gran pasión o una gran idea. Nada de grandeza. La grandeza no existe o de lo contrario yo soy enano. Y por eso nos levantábamos avergonzados cada mañana. Pero dígame un poco, doctor, le dije, cómo se levantaban antes, ¿felices?, ¿alelados?, ¿entumidos? ¿No sentían un poco de asco, cada mañana? ¿Y cómo se fueron a dormir la noche de Uriburu? ¿Y ahora? Y la semana que viene. Qué vamos a hacer todos, dentro de quince años, por la mañana, cuando nos despierten al compás de la marcha Capibarí y al afeitarnos nos encontremos con eso enjabonado, la jeta, pegada en el espejo, blanca como los sepulcros aquellos de que hablaba mi catecismo. Muy cierto lo que está pensando, doctor, tiene toda la razón del mundo, soy algo joven e inexperto para hablar con serenidad de estas cosas. La tetera mejora con los años, proverbio japonés. Pero quién dijo que en este país hace falta serenidad, y además, ¿yo qué tengo que ver con Perón?, si cuando subió al poder yo estaba pupilo en un internado salesiano y cuando lo bajaron me encontré arriba de un caballo tirando tiros para cualquier parte y a la única que casi le acierto es a Josefa Bertolotti, hágame el favor, le dije -dije.