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Alcancé a agregar dos o tres proverbios y oí por fin el timbre de llamada para la última parte de La Danza Macabra , de Strindberg. Ignoro qué ocurrió con exactitud mientras hablaba o cuál era la expresión del doctor Roque Cantilo. Y en cuanto a esto, mejor que lo ignore. Tampoco sé qué hizo Santiago ni por qué vos tardaste tanto en hablar por teléfono. Me acuerdo mejor de tus ojos, afantasmándose entre el humo, y de cómo, más tarde, Verónica no apartó su brazo cuando, en un movimiento casual, su brazo quedó junto al mío en la oscuridad. Verónica, que ahora, con los codos apoyados sobre la mesa y el rostro entre las palmas de las manos, como dentro de un tulipán abierto en dos, y mirándome desde un fiordo noruego, está preguntando de qué conversábamos, con tanta animación.

– De bueyes perdidos -dijo Cantilo.

Apagón. Luz sobre el Capitán, ojeroso, canoso y ajado. Se ve que también ahí arriba el tiempo pasa de cualquier manera. El Capitán hace una cantidad de cosas, como ser: tirar una caja de cigarros por la ventana, sacar del armario tres botellas y también tirarlas por la ventana, son de whisky, se ve que está loco. Va hacia el piano, le pega unos cuantos puñetazos al teclado. Tira una llave por la ventana. Saca de la chiffoniére un gran paquete de cartas atadas con una cinta azul. No las tira por la ventana, las quema en la estufa.

– Mañana, pedile a Cantilo que te muestre los soldaditos -murmura Santiago a mi lado, en la oscuridad.

– Qué soldaditos.

¡Húsares, blandengues, granaderos…

– Vos decile que te los muestre.

El Capitán, en la costa bávara, sigue rompiendo todo. Si alguien no interviene, este hombre va a hacer un estrago.

Por fin, te veo llegar. Antes de que te sientes, me pongo de pie.

– Vamonos, Strindberg me da miedo -te digo.

Dijiste que sí.

Cervecería Wittenberg. Rechonchos toneleros germánicos, en las paredes, bebían alegremente cerveza, tumbados bajo las pipas de los barriles. Ves llorar la Biblia, dice la voz sobrenatural de Rivero. De profundis clamavi. Ves llorar la Biblia junto a un calefón, clama el tango, desde lo profundo del abismo.

VI

El sonido de la caja registradora, la llegada de Santiago, un canillita que pasó casi cantando los cubanos no retiran los misiles ultimátum de los Estados Unidos buques soviéticos avanzan hacia la zona de conflicto naves argentinas apoyan el bloqueo y que fue como un entremetimiento de la realidad, brutal y súbito, exigiendo de Esteban Espósito un certificado de legalidad, un salvoconducto, aquel acto o aquel gesto como un papel firmado y estampillado y puesto en regla, aquello, lo que fuese, que justificara este minuto mío en esta mesa del café frente al hotel donde tus manos se han posado casual y por primera vez familiarmente sobre mis manos, mientras afuera la inminencia de la lluvia, la sombra de Mariano, la amenaza de la guerra, el fantasma sin cara de alguien llamado Patricio, la ciudad repentinamente ensanchada hasta abarcar la circunferencia del mundo y en uno de los rincones de esa megalópolis a punto de estallar, otra ciudad, llamada Buenos Aires, con un desesperado o un loco, Filiberto Toriano argentino de cuarenta y ocho años capturado en un bar de la calle San José llevando un paquete con una bomba de fabricación casera atado debajo de la camisa. El detenido, de filiación peronista, declaró que su intención era detonarla en el Departamento de Policía y suicidarse. Santiago, sentado junto a nosotros, recortó con mucho cuidado la noticia y la guardó en un bolsillo. Quién es Patricio, alcancé a preguntar. "El padre de Mariano", habías dicho evasiva y secamente, y agregaste que ahora sí debías volver a tu casa pero antes de que te fueras todavía sucedió algo, una especie de juego o de viajé imposible, conmigo y con el jujeño, un viaje a una isla, un disparate o un sueño que de todos modos no pudo suceder porque no hubo tiempo ni de que lo imagináramos. Más tarde Santiago cruzó al hotel; alguien lo llamaba de Jujuy. Un momento después vos también te has ido y estoy solo. Camino por la vereda de Santo Domingo, veo un remolino de papeles y hojas secas, recojo en el aire la página de un diario. Ley Marcial en Venezuela. Avión norteamericano viola espacio aéreo soviético. 50 Aniversario de la fundación de Río Cuarto. Dos naves flechter argentinas, el Espora y el Rosales, navegan hacia Cuba. Los chinos preparan masivo ataque contra Assan en la India. Cine Novedades: La cabalgata del circo. Dólar 136,50 para la compra. Leo riendo un recuadro, lo recorto lo mejor que puedo y tiro el diario a una alcantarilla, pienso que esta noticia sí debería verla el jujeño. En ese trayecto, otra vez la Cueva de la Sibila y, a su lado, la librería y papelería Fausto. Libros usados y religiosos. Entré. Salí con este cuaderno. Llegué a la casa de Verónica y, desde hace años, estoy allí, detenido en el descanso de la escalera de caoba. La escalera es larga, describe una pequeña curva y va a perderse allá abajo, en la opalescente penumbra del vestíbulo. De un lado, la gran ventana que da al patio de las Catalinas; del otro, el retrato de Laureano Zamudio. El abuelo me contempla socarrón: espera pacientemente su turno. Sabe, desde una madrugada despavorida de hace ciento cincuenta años, que ése que está ahí ha venido también a contar su historia. Él lo sabe, yo en la escalera todavía no lo sé. Yo acumulo rostros, nombres de lugares, la voz de un canillita, palabras que fueron decisivas y palabras oídas al pasar, inscripciones, una lámina de San Jorge que no veré hasta la noche, el fulgor de una moneda.(¿cara?, ¿ceca?) en la mano de la Sirenita, el puente de piedra, un remolino de papeles y hojas secas en mi camino a la casa de Verónica, sin ningún orden de importancia ni jerarquía. Con la avaricia de un coleccionista loco. Las pequeñas cosas y las grandes, no por grandes o por pequeñas, sino porque no hubo más que ésas y todo consistirá en que algún día yo las nombre y escriba con ellas una fábula, una historia a la que hoy el recuerdo impone este desorden, o que me impone a mí su caos. Porque esta salvación depende de eso: de que yo evoque cada cosa y la escriba, como voy escribiendo cada una de las palabras que son Santiago, como escribiré cada una de las que serán Verónica, Lalo o Bastían. Lalo. Es extraño llevar tantas páginas escritas sin haberlo nombrado ni una sola vez. Lo vi esa tarde al llegar a la casa de Verónica. Lalo Ocampo. Cuarenta y seis años. Alto, curtido por el sol, pelo que había dejado de ser rubio para empezar a encanecer, lo que acentuaba su aspecto aristocrático. Cazador de caza mayor. Lo he visto esa mañana, o anoche, durante algunos minutos, y vuelvo a verlo ahora, hablando del suicidio de Hemingway y de rifles de repetición con la señorita Etelvina y sus muchachas. Entre ellas, Inés. Mirada alarmante, pensé.

Concilio Vaticano II

LA REALIDAD DEL INFIERNO

SE CONFIRMO POR MAYORÍA

LA VOTACIÓN FUE UNÁNIME

Borges escribió algo parecido a eso, Villiers también. Pero su mirada igual es alarmante. Inés tenía un pequeño libro en la mano. Todos junto a la mesita de campaña del fraile Aldao. Verónica me presentó al cazador. Lalo, dijo simplemente. No tomes en serio ni la mitad de lo que dice. Él me pidió disculpas por sentirse mal ante los seres profundos y patéticos que usaba Verónica. Soy nacionalmente frívolo, dijo, y explicó que todos los argentinos éramos frívolos. Frívolos como mariposas. Éramos unas locas. Lo cual, para Lalo, explicaba que nos muriésemos por tener pasado. Como las locas. Tener historia nacional y personal, cualquiera, pero venir de lejos, de la Independencia o si es posible de la Conquista.

No importa que tu abuelo fuera analfabeto y chanchero en España, o que uno de los míos, el fraile dueño de esta mesita, haya sido un arquetipo de Lombroso, vos conseguite un apellido y en vez de farmacia decí botica y te entierran envuelto en la bandera. Te aclaro que no me río del pasado, me río del presente. Aquellos bestias no querían descender de nadie, querían ser, descender es lo mismo que bajar. Yo no tengo gran simpatía por Bartolomé Mitre, aunque tuvo un lindo tapage noctuine con mi tía abuela, pero ¡qué diferencia con ahora! Vos te imaginas a un general de éstos traduciendo La Divina Comedia , qué digo traduciendo, te los imaginas leyéndola, qué digo leyéndola. ¿Te imaginas algo cuando pensás en un general? Encienden un pucho en el puesto número uno de Campo de Mayo, ven el resplandor y gritan: Guerra, arriba el escuadrón, atentado peronista. Perón, en el fondo, nos había hecho un favor. Nos hizo sentir históricos. La Segunda Tiranía, caramba. No habremos tenido doce Césares pero tuvimos dos tiranos. Hitler casi borró a Europa del mapa pero era uno solo. Ya no seremos el granero del mundo pero nos dimos el gusto de bombardear nuestra propia Plaza de Mayo. Para Lalo, éramos al mundo como los rosarinos a los porteños, éramos los rosarinos del mundo. Después dijo que lo perdonáramos pero que no asistiría al cierre del interesante acto académico en la Universidad. Medía un metro ochenta y cinco y era un hermoso ejemplar de animal macho. Cualidad, para Lalo, que no existía al estado puro, sin el aporte de lo femenino. E hizo el gesto insólito y amaneradísimo de cazar una mariposa en la frente de Inés tomándole las alas con la punta de los dedos. No iría a la Universidad, repitió, porque estaba hasta los bolorcios de esta manía que nos había dado ahora de querer ser argentinos y tener Weltanschauung e indagar el ser nacional. Pero decime un poco, le preguntó a Verónica, en qué se parece tu salvaje aborigen de Jujuy, pongo por caso, al agrónomo de tu santo marido. Y yo creí sorprender una mirada equívoca de Verónica o acaso sólo recordé una mirada similar de la noche anterior y el gesto duro e impenetrable de Santiago. O el joven literato de ningún apellido, dijo señalándome, al tío Patricio o al repelente Bastían o al resto de la colección de la que te dije.

– No rimamos, m'hija. En el Yukón he visto mexicanos, y en Borneo peruanos. He visto alemanes e ingleses en Zanzíbar y en Ordo. Pero argentinos, en ninguna parte, ni acá.