El mozo parecía llevar algunos meses mirándome.
– Un whisky -dije-. Sin hielo.
Ya que era cuestión de rememorar la infancia había que hacerlo bien. El pato Dónala. Más páginas, más color: 20 centavos. Mi expectativa nocturna, cada lunes. Saber que al día siguiente caminaría por Terrero hasta Gaona, con deliberada lentitud, siendo eterno una cuadra y media. Vería por fin el carteclass="underline" lópez y livolsi libros. López diría: "A ver los veinte". Acá están. Él me da la revista, y yo, con majestuosa suficiencia, dueño de la eternidad, digo que no. No, ésa no, observe que está doblada, la otra, o mejor una de las de abajo.
– Lo leía en un banco de la Plaza Irlanda. Otras tres cuadras, sin mirarlo.
Hacías trabajosamente, con la mano izquierda, dibujos en una servilleta de papel. Unas flores, Malvinas, leí al revés.
– Plaza Irlanda -dijiste-. Eso es Buenos Aires. Plaza Irlanda, pensé. Eso es hoy.
– Sí -dije.
– Anoche hablabas de un pueblo.
– Es probable. Confundo mis infancias, tuve por lo menos tres. Una la pasé en un internado salesiano, cuando mi madre.
– Tu madre qué.
– A esa mujer ya la vi dos veces -dije.
Junto al muro de la Cañada pasaba, con su alcancía y su gorrito, una vieja señorita del Ejército de Salvación a la que nunca había visto en mi vida, no todavía. Dije que debía ser un símbolo, Ejército de Salvación nada menos, agregué que se parecía un poco a la Cavarozzi y te reíste. Plaza Irlanda, pensé, y encendí un cigarrillo y me quedé pensando. Marienbad. ¿Hace un año?, ¿en ¡viarienbad? Entonces sí que vi a alguien conocido. Panzón e inmenso, con un pañuelo a cuadros colgándole del bolsillo de la sotana, allá enfrente iba el padre Custodio Cherubini. Se inclinó al pasar, me sonrió, y metiendo el pulgar entre el dedo índice y el dedo mayor hizo el gesto que los italianos llaman figa.
Vos otra vez ahí. Abstraída en el dibujo de tus flores torcidas.
– Qué -dijiste.
– Las Malvinas. Que ahora me contabas lo de las Malvinas.
Había que hacer un gran esfuerzo para que las cosas, no sólo los objetos sino la gente, y hasta el pasado, se quedaran quietos en un lugar. Un mundo como telones de papel transparente, un telón detrás del otro y yo de este lado, detrás del último. Se veían, bastante nítidos, el mundo real y sus criaturas. Pero a veces una forma anacrónica se traslucía allá atrás, yuxtapuesta a otras, un árbol de otra realidad o la sombra de un pájaro o una cara. El árbol adquiere entonces el color de esa cortina, ahí, se lo ve opaco y ondulado en los pliegues del paño, un árbol púrpura o un pájaro de río que vuela detrás del inmóvil torero pintado en la pared del café. Hasta que en cualquier momento, al cerrar por descuido los ojos, al abrir por descuido una puerta, de cabeza al otro lado. Se corre, incluso, el peligro de pasar de largo y caer junto a otro árbol, que está todavía más atrás y sobre el que vuelan otros pájaros; se corre el peligro de ir hasta el final y reconocer por fin esa cara. Caramba con la realidad, pensé. Sin contar con que si uno se atreviera a dar vuelta la cabeza cuando está allá, ¿entonces qué? Ha de ver esto, estas figuritas. Sólo que al revés, como un negativo. Lo que aquí estaba a la derecha lo ha de ver a la izquierda.
Con disimulo te quité el lápiz, pegué con él un golpecito sobre la mesa y volví a dártelo, en la mano derecha.
Vos habías dicho que no.
– Lo de las Malvinas no. Pero puedo contarte la historia de la torta de manzanas. Fue horrible.
No me interesaban las historias con tortas de manzanas. Me interesaban las Malvinas.
– Puedo contarte lo del pan con manteca. Nos dejaban comer budín inglés con el té si, antes, nos comíamos tres rebanadas de pan con manteca.
– Tampoco me interesa. Además no veo lo dramático.
– Que cuando terminábamos el pan ya no teníamos ganas de comer budín.
– En La Quiaca se han visto cosas peores.
– Te cuento lo del pelo… -Hiciste una pausa. -Podrías haberte ahorrado el comentario.
– Perdón -dije-. Aunque no entiendo por qué tengo que pedir perdón yo… Las rebanadas de pan te las comías vos -me oí decir-. Contame lo del pelo.
– Para qué. Ahora todo se volvió estúpido.
– Me da igual. Lo invento y es peor. Te cortaron el pelo. Tuvieron que raparte porque te contagiaste piojos en una visita de beneficencia a un contingente de chicos pobres que venía de La Quiaca. Y las Malvinas eran un escondite. Un desván. Lámparas rotas, un fonógrafo a manija, baúles y un trabuco naranjero de tu abuelo. En las Malvinas te encontrabas con un chico pobre de La Quiaca y le regalabas pan con manteca. El budín te lo comías vos.
– No. Las Malvinas eran un lugar secreto del parque, en la casa vieja. Pero no importa lo que eran, sino lo que pasó.
– Y qué pasó.
– Me enamoré de un piojo que venía de La Quiaca.
– ¿Y él?
– También se enamoró. Se enamoró tanto que se quedó sin pelo.
IX
La casa de Verónica, en la ciudad. Tres plantas. Muebles coloniales, paredes blanquísimas. Madonas bizantinas y batallas de Cándido López en las paredes. Un Miró casi demasiado auténtico. Whisky escocés. Gulley Jimson tiene razón, lo bueno de la gente verdaderamente rica es el trato igualitario y la atmósfera cristiana. Comparten todo porque tienen de todo y no se molestan si uno les quema la alfombra. Son bien pasadas las tres de la tarde. Pienso en Jimson porque me he puesto a hojear las carpetas de dibujos y acuarelas de Verónica. No están mal, tampoco están bien. No están nada. En algún lugar de la casa, el padre Cherubini, a grandes gritos y entre grandes carcajadas, discute en varios idiomas y en alguna lengua muerta con el profesor Urba sobre la naturaleza luminosa del Empíreo. O eso creo. La señorita Cavarozzi y un pequeño grupo de muchachas rodean a Lalo, que está contando la historia del abuelo Laureano. Inés me mira, o por lo menos mira algo que está en mi dirección. Tiene un libro en la mano. Sus ojos como dos estrellas fijas, pienso con la colaboración de Poe. Santiago y Verónica hablan en el jardín, se ve que hablan en voz muy baja. Verónica ha puesto su mano sobre el brazo del jujeño; el jujeño retira con suavidad el brazo y repite que no con la cabeza. Por favor, pareció haber dicho ella y él vuelve a negarse. Por tercera vez. Me gustaría saber a qué. "Cazzo di Dio!", prorrumpe el padre Custodio, "merde alors, te digo que esplendía, era proprio la plenitudine luminosa del refolgimiento!" Soltó un puñetazo que hizo retumbar la mesa y se sonó la nariz como un trueno. Tengo la sensación de que sólo yo percibo que hablan. El doctor Urba dice no recordar que esplendiera y sonríe, con las cortas piernas cruzadas hacia adelante y las manos apoyadas beatíficamente sobre la barriga. "Mentís, sotreta! Esplendía. Ego vide todo clarito y cara a cara, no per speculum et in asnigmate, cum toda esta gentuza…, et tú, Urbanito, vos mesmo non l'ai guárdalo en su Original brightness, como dixiti il bardo cegatone? Entonces en qué quedamos. Esplendía." Original brightness!, pregunta riendo el profesor Urba, y dice que, en ciertas esferas, eso se llamaría un acto fallido. "Lo qué?", pregunta el padre Cherubini. El profesor Urba dice que el verso habla del Otro, y dice:
"Mein Gott!", murmura asustado el padre Custodio, "me cago en Milton".
– Hola -dice Verónica, repentinamente a mi lado. Yo tengo entre las manos un desnudo de mujer ostensiblemente parecido a Verónica. Levanto la cabeza y encuentro sus ojos, los acantilados. -Te gusta -pregunta.
Hago un esfuerzo por adivinar algo equívoco en su voz; cuando por fin lo encuentro, resulta que sí, que me gusta. Ella, no el dibujo. La mirada de Inés, al fin de cuentas, va a resultar razonable.
– ¿Y Santiago?
– No sé -dice Verónica-. Estará en el hotel. ¿Por?
– Me pareció verlo con vos hace un momento, en el jardín.
– ¿No habrás tomado mucho? -dice Verónica-. a menos que veas el pasado. Hace años que Santiago no pisa esta casa. No pongas esa cara de loco -dice de inmediato-. Claro que estuvimos en el jardín. ¿Cómo nos viste?
– Por esa ventana. -Me doy vuelta y señalo una pared donde, al menos ahora, no hay ninguna ventana. Pienso que acaso es cierto, he bebido un poco de más. O dormido un poco de menos. -O a lo mejor veo a través de las paredes -digo-. O estaba en otro lugar de la casa.
– Hace años hubo una ventana ahí -dice Verónica-. ¿Cómo sabías?
– Cómo sabía qué.
– Vos tomaste demasiado -dice Verónica.
"Caro magister, patere quam ipse faciste legem", está diciendo, o tengo yo la impresión que está diciendo el padre Cherubini, se pone de pie y agrega que pa' sufrir han nacido los varones. "Ti vedo in festichola?"
– Vade in pace! -vocifera luego hacia todo el mundo, saludándonos o bendiciéndonos con la mano en alto. Desde la puerta me mira: -Ett rókmoln stráckes óver stads-konturen som bilden av en svart ofantlig hand. Attenti piatti.
Y se va.
– Dijo algo, o me pareció -le pregunto a Verónica.
– No entiendo mucho el sueco -dice Verónica.
– Entonces dijo algo.
– Sí -dice Verónica-, dijo attenti piatti. Y antes dijo que va a llover.
– Yo también los dejo -dice de pronto el diminuto profesor Urba a mi costado-. Verónica, beso tu mano y tu calcañar. Y usted, cuídeseme, hijito. Yo les traduzco lo que dijo. Dijo que una humareda o nubarrón de la gran puta se extiende sobre la ciudad como una negra y enorme mano.
Y también se va.
– ¿No son angelicales? -dice Verónica.
– Servime un poco de whisky -digo yo-. De qué discutían.
– ¿Ellos? No sé, siempre discuten.
– No hablo de ellos. Hablo de vos y Santiago.
– Santiago y yo no discutíamos. Por qué te interesa tanto Santiago.
– No sé si me interesa. ¿Y tu marido? -pregunto casi sin darme cuenta, mientras veo que los grupos se disgregan y que ya casi no queda nadie en la casa.
– En algún campo. No vuelve hasta mañana.
– Qué interesante. Este dibujo. Lástima los caballos, no armonizan bien con esos dos que se dan con todo atrás del sicómoro. ¿Qué están haciendo?
– A vos qué te parece.
– ¿Puedo decir culo? -pregunto yo.