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XII

La concepción iluminista del mundo, el sueño laico de la Razón, la ilusión del progreso, el mundo europeo moderno, en fin, se derrumbaba, y entre nosotros aparecía una generación de divertidos pensadores, escritores mundanos y duelistas de opereta, alcancé a escuchar. La voz apagada, sarcástica e hipnótica de Bastián. La oí desde la galería. Verónica y yo habíamos llegado a la universidad del obispo Trejo una hora tarde, o cincuenta años antes, ya que Bastián parecía hablar de la Argentina de principios de siglo. Lo primero que vi al trasponer la puerta del Aula Magna fue la nuca del profesor Urba. No vi a su lado al padre Cherubini, si es que el padre Cherubini existía realmente. Nadie reparó en nuestra llegada. El astrólogo, sin embargo, como si hubiese estado esperándome, giró la cabeza directamente hacia mí, como un búho, y volvió a achicar los ojitos con el mismo gesto de aquella mañana. Todo fue tan rápido que cuando creí que estaba a punto de descubrir algo extraordinario él ya se había vuelto hacia la voz de Bastián, quien, de anteojos y leyendo un texto de Lugones, ilustraba algo que acababa de decir sobre la fastuosa vanidad de los argentinos. Autosuficiencia pueril, dijo ahora, mirándome, de la cual es un buen ejemplo el tono jactancioso, pedante, autocomplaciente, de libros como Mis memorias. Y leyó un párrafo de Mansilla. Yo pensé que era la pura verdad. Sólo que iba a servirle, como todas las verdades que usaba aquella gente, la gente como Bastían, para engañar a los demás y engañarse a sí mismo. Lo malo, pensé, es que la gente como Bastián es la gente como yo, y miré a mi alrededor, buscándote. La sala apestaba a inteligencia. Adjuntos de literatura, poetas inéditos, barbudos, futuros suicidas, críticos del porvenir, chicas. Sobre todo chicas. Innumerable cantidad de jovencitas estudiantes de Humanidades, idénticas a Juliette Greco, a Ivich Serguin en versión sudamericana, con pulóveres notables y pelo lacio, con aspecto inequívoco de psicoanalizarse en grupo. Conmovedoras con sus libros sobre la falda: su anhelo de contraer un alma por osmosis uterina. Salvo el cantito, aquello parecía Buenos Aires. Cipayos, escuché. Era fatal. Después, todos iremos al Coto o al Florida y hablaremos de los calzones de las muchachas y, si Dios quiere, saltaremos de la mesa redonda a la cama redonda y gritaremos viva la revolución nacional. Y veo que estoy enojándome sin razón alguna. Comenzaba a sentir los efectos del cansancio, o algún otro efecto todavía sin causa precisa y, peligrosamente, estaba entrando en ésa zona de resentimiento e irritación desde donde, para qué negarlo, suelo proyectar sobre el mundo entero mi propia estupidez y mi propia maldad. Malo y estúpido, me sentí mejor: me sentí lúcido y bueno. Entonces te vi. Y vi junto a vos al mismo muchacho sombrío que unas horas antes se había cruzado con nosotros en el Calicanto. ¡Snoopy! Inclinado sobre tu hombro te hablaba al oído, vos mirabas hacia adelante y asentías. Verónica también los vio. "Vení", me dijo, tomándome de la mano: señalaba dos asientos libres que seguramente vos misma nos habías reservado junto al tuyo. Y aquello me pareció de pronto tan cínico que, cuando nos viste y sonreíste, me olvidé por completo del lugar en donde estaba. Olvidé hasta el sitio del que venía. No me importó ni mucho ni poco llegar de la mano de una mujer con la que literalmente acabábamos de levantarnos de la cama, ni me importó lo que mi conducta podía hacer pensar. Parado en mitad del pasillo, te llamé. Verónica abandonó mi mano como si ese contacto nunca hubiera existido, y sonrió de la misma manera en que aparece el arco iris. Dos o tres señoras se dieron vuelta. Pretenciosos tilingos, decía Bastían, aficionados a la filosofía y a la Legión de Honor, entre los que desentona como un grito, por su autenticidad, la palabra bárbara de Arlt. Y ahora va a hablar de él mismo, pensé. Vos me estabas mirando con leve asombro, lo cual acentuó del todo mi malestar, pero, al mismo tiempo, me produjo una maligna alegría. Hacerte una escena en ese lugar y delante de Verónica me resultaba inmensamente agradable. No sólo me ponía a cubierto de tus sospechas, sino que además me vengaba de ellas, de Verónica, aunque no supiera de qué me estaba vengando ni qué quería decir ponerme, a cubierto de tus sospechas. De cualquier modo mis celos eran reales y violentos. Volví a llamarte y te levantaste.

– Hola -dijiste sonriendo, en voz muy baja-. Creí que te habían raptado.

Hablabas con perfecta y desaprensiva ingenuidad. Señalando hacia la cátedra, en la que ahora vi a Santiago, agregaste que me esperaban allá.

– Quién es ese chico -mi voz fue como un disparo. Me miraste con gesto de no comprender. Verónica ya no sonreía; aquello la desconcertó, y hasta es probable que la haya atemorizado. -Quién es -repetí.

– Pero, esto es absurdo.

– Con ese tipo nos cruzamos hoy en la calle -murmuré.

– Salgamos, por favor -dijiste.

Verónica, a quien el desconcierto le duró apenas un instante, recuperó de inmediato su aplomo y, plácida e imperturbable, fue a sentarse junto al muchacho. Salimos al patio. Veo un aljibe. Veo la estatua del obispo Trejo y, allá atrás, las torres gemelas de la Compañía de Jesús. Oigo la voz de Bastían: insertaba a su generación en la tradición de Cambaceres y Martel. Acá empiezan las mentiras, pensé.

– Quién es. Y no me digas como hoy "no, nadie". Quiero saber qué significa ese muchacho para vos, por qué esta mañana te miró como te miró y te saludó como te saludó, por qué te reís en voz alta en las confiterías cuando él está cerca, y por qué, ahora, me lo encuentro sentado acá.

Me miraste con frialdad, casi despectivamente.

– No pienso contestarte. Esto no tiene sentido.

– Sí que lo tiene, y te suplico que no te aproveches de la situación. Sabes perfectamente que debo entrar. Contéstame.

– Pero, ¿que te pasa?

Qué me pasaba, en efecto. Esa sí que era una buena pregunta. ¿Qué me pasaba? Visto a la distancia no es fácil de explicar. Pero a esta hora de la tarde, en este patio centenario, yo sé perfectamente qué me pasa. Me pasa que hay en Córdoba demasiadas cosas ambiguas y contradictorias, que no comprendo. No están sólo en Verónica, en vos, en Bastían o en Santiago, están en la ciudad, como si la ciudad entera con sus templos, sus clubes de putas, sus calles empedradas, sus frágiles construcciones de vidrio y aluminio junto a esas piedras y a esos árboles seculares, fuera el símbolo de algo secreto y peligroso que me ha tocado descifrar a mí.

Me di vuelta para entrar en el aula. Ahora estaba realmente enfurecido.

– Escúchame, Esteban, por favor. Me detuve.

– Sí.

– Por qué estás haciendo esto. La mirada matriarcal y antiquísima. Murmuré violentamente:

– Me cago en Dios, está muy claro, ¿no? Quiero saber quién es ese cretino.

Con su pluma de ganso detenida entre el cielo y la tierra, fray Fernando de Trejo y Sanabria me miraba con inquietud.

– No necesitas ser vulgar -dijiste.

– Soy vulgar -exclamé. Una diversión salvaje y contradictoria, la misma cosa destructiva que sentí en la escalera, una especie de alegría feroz me arrasaba la cabeza. -Pero sí, si eso es justamente lo que me pasa. Soy vulgar. Me crié en un pueblo donde la gente, cuando se indigna, vomita horrendas injurias, se revuelca en el pasto, se desnuda gritando y se tira de cabeza al río. ¿O te parece que tengo algo en común con esos maricones de ahí adentro y esas viejas virreinales? -Levanté la voz. -Viejas menopáusicas. Que salen de sus tumbas a excitarse con la palabra cultura. Viejas chotas. Soy vulgar. Córdoba es demasiado para mí. Demasiado católica e hispánica, demasiado intensa. Y demasiado ambigua. Y hasta demasiado hermosa. No sólo soy vulgar: también soy loco. Las universidades de más de trescientos años, y lo demasiado hermoso, me afectan la cabeza.

Agregué alguna otra cosa más y te pregunté si estabas conforme. También se lo pregunté a la estatua del Obispo, quien, por alguna razón, ahora parecía de acuerdo conmigo.

– Está bien -murmuraste.

Yo amenazaba meterme nuevamente en el aula.

– Vení.

Me acerqué. Me habías tomado las dos manos con un movimiento sosegado que me gustaría saber describir. Hay gestos en los que apenas interviene el cuerpo. Nacen en otro lugar, en un centro que no está en nosotros.

– Está bien -repetías-. Está bien.

En ese momento hiciste algo perfecto y casi imposible. Cerraste los ojos con cansancio y, a pesar de tu altura, apoyaste la frente en mi hombro. Tal vez no fue en ese momento, sino en el puente; pero yo lo viví a esa hora de la tarde, en esta galería del patio mayor de la vieja universidad. Me sentí tan brutalmente conmovido que fue como si me licuaran el cráneo. Estamos solos en la galería. En otros corredores, lejos, pasan estudiantes silenciosos. Hay enredaderas en las columnas.

– Él no tiene nada que ver. Te lo juro.

Te creí.

No sé si te creí, pero tu voz tenía acento de fatiga, eso fue. No te creí: me dispuse a creer, más tarde. Creer lo que ese tono anunciaba que me confesarías, porque hablaste como si ocultaras algo que ibas quizá a revelarme pero que ya no te complicaba, y eso era lo que quería decir tu cansancio. Te besé. No recuerdo las sensaciones de mi cuerpo sino tu lenta sorpresa y, como si una puerta se abriera de golpe, la violencia de tu avidez, el furor repentino pero brevísimo de tu boca, y después tus ojos constelados de estrellas negras mirándome con desafío.

– Mejor entremos -dije.

No te movías; sólo me mirabas de ese modo. Sentí que debía hacer y decir algo apaciguador. Puse mi bota sobre el puente de tu nariz, con suavidad, y dije una estupidez.

– Soy bastante alto -dije-. Si un hombre puede besar a una mujer en la nariz, sin saltar, es bastante alto. Sin cambiar de expresión, dijiste:

– Sobre todo si la mujer se ha sacado los zapatos. Te agachaste a recoger tus sandalias. Tuve la sospecha de que ibas a entrar en el aula llevándolas en la mano.