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– Yo me las pondría -dije.

– Quedarías muy lindo.

No cambiabas de expresión. Volví a oír la voz do Bastían.

– Está bien. -Ahora lo dije yo. -Está bien.

Te calzaste las sandalias y entramos.

Una generación innoble, había dicho Bastían y ahora lo repetía. Somos una generación innoble, rota. ¿Qué nos dejaron? Basura y retórica. Nos engañaron con Perón y fue como si nos violaran. El chico no nos vio hasta que estuvimos junto a él; Verónica, increíblemente atenta a la voz de Bastían, tampoco. La señorita Etelvina, desde la cátedra, me llamó con la mano; Santiago me miraba. Él también quiere que vaya, pensé: está solo. Pero a mí qué me importaba la soledad de Santiago. Hice una seña negativa y me llevé dos dedos a la frente como quien dice que le duele la cabeza, revienten, murmuré, mátense entre ustedes. El chico, al verme, se había levantado; te dijo algo que no entendí. "Sí, en la quinta", respondiste con voz mecánica. Él pasó a mi lado con los ojos bajos. Me senté en su lugar. "Venís risueño", murmuró Verónica. En la mesa, la voz cambió; pero el sentido de las palabras era el mismo. Y Santiago allá. Lo van a hacer pedazos en cuanto abra la boca, son una Cofradía. El que hablaba era uno de esos homúnculos blanduchos y verdosos, perteneciente a la subespecie de los tipejos; parecía la caricatura o el Arquetipo del ratón de biblioteca. Arquetipejo. Una laucha sapiens de grandiosos anteojos. Familia: enanus revolucionarius; fingen ser marxistas para inspirar pavor a la tía Eglantina. Cuando el pueblo argentino llevó a Perón al poder, oí, teníamos diez años; cuando la oligarquía lo derrocó… Y levanté la cabeza: aquellas eran mis propias palabras de la noche anterior cuando hablé del peronismo con Cantilo, o no eran exactamente las mismas palabras: la intención era idéntica. Sólo que en mi versión yo era inocente y en la de este tipo no se salvaba nadie. Y mucho menos yo. Desde hacía cien años en la Argentina no había más que cómplices, sólo que nosotros, dijo, ni siquiera teníamos la excusa de la irresponsabilidad. Nuestra generación, ya lo había señalado Bastían, había nacido estigmatizada por la desesperanza entre los escombros del mundo moderno y estigmatizada, además, por la marca de Caín de nuestra propia historia, pero era lúcida de ese estigma, y algo debíamos hacer con lo que hicieron de nosotros. En la Argentina sólo quedaban tres caminos: la revolución, el exilio o el suicidio. Aplausos a rabiar. Epa, pensé. Un señor intervino desde el público para señalar que el tema de la mesa redonda estaba siendo desvirtuado, que él no había venido para oír hablar de política. Entonces vayase, le gritó desde la cátedra el ratón, con una voz cuyo volumen y autoridad no correspondían a su aspecto físico. El señor, digno y finisecular, se levantó y se fue. Aplausos.

– Quién es el enano del vozarrón -le pregunté a Verónica.

– Un gran tipo. Callate.

– De qué generación habla, qué edad tiene.

Verónica me miró como si yo fuera uno de esos muebles indefinidos a los que no se sabe dónde colocar.

– Y a vos qué te parece -preguntó. Vos dijiste:

– La edad de Nacho. Más o menos tu edad.

– Quién es Nacho, perdón.

– Ignacio. Bastián.

Como revelación era doblemente molesta. Para vos, Bastián y yo, y en cuanto me descuidara, Santiago y yo, teníamos más o menos la misma edad, lo que me volvía casi matusalénico. La otra parte de la revelación era que según eso todos estábamos naufragando en la misma Nave de los Locos. La historia particular de Esteban Espósito, mi historia, estos instantes rarísimos y preciosos, mi vida, dejaban de ser un asunto personal, yo venía de cualquier parte e iba a cualquier parte junto con una multitud sobre la cual, si el ratón no estaba equivocado, ya actuaba además la amenaza del futuro. ¿Con ellos o contra ellos? ¿La historia escrita en letras mayúsculas o suicidarse? Pero precisamente, ahijadito… Me volví rápidamente hacia mi izquierda y alcancé a captar en la fila de atrás la mirada redonda y amarilla del doctor Urba, el párpado de uno de sus ojos, cerrándose hacia arriba, con un guiño cómplice de búho. Estas cosas no suceden en la realidad, así que no me inquieto. Precisamente, pierrot, la melancólica música del pasado de cada cual y del país entero, anche del mundo, la dulce Beatriz que nos regalaba corbatas con caballitos de mar emblemáticos; la Plaza Irlanda y su monumento lapidario; la cabeza del abuelo Laureano Zamudio rodando por esos suelos y alcanzando a ver desde allí abajo, durante un segundo, su propio cuerpo descabezado tirando a ciegas unos hachazos, todo eso y lo que se avecina, la potencia organizadora del futuro, ya están acá, son este parpadeo entre dos fatalidades; ¿o no te das cuenta de que el mundo se derrumba y estamos creando un nuevo tipo de sobreviviente y que esa mutación se opera en cada uno de ustedes?, de ahí que cada cual la sienta como puede, como una bisagra de la historia o como metamorfosis, metafísica, metaéxtasis o metáfora… "Salute!", dijo el padre Cherubini llegando en ese preciso momento, "te refriastes, Lucero?". Hola, padre, dijo el profesor Urba. "Cosa fablan et argumentan in cathedra?" De la crisis de la modernidad y su influencia sobre el mulataje, dijo el astrólogo. "Vexilia regís prodeunt ínferni!", dijo el padre Cherubini, "andiamo al Vesubio a discutir il Pater Noster?".

En la mesa volvió a oírse la voz opaca e irónica de Bastían. Santiago lo interrumpió. Verónica, a mi lado, parecía a punto de decirme algo; al oír al jujeño, sin embargo, se quedó súbitamente callada. La vi buscar un cigarrillo.

– Perdónenme -dijo Santiago-, pero todo eso de la violación, el suicidio, la historia, ¿incluye a los jujeños?

– No incluye a nadie -dijo Bastían-. Describe una circunstancia, común a ciertos argentinos. Salvo a los muy excepcionales. ¿Vos te sentís muy excepcional?

Santiago miró sobre su hombro, como si buscara a alguien detrás. Después volvió a mirar a Bastían.

– ¿A mí me decís?

En un sector del aula hubo risas. Las chicas habían dejado de tomar apuntes. Es astuto, pensé, es un zorro lleno de cicatrices y cansancio. Alguien, desde el centro de la sala, le contestó en voz alta:

– Sí, a usted le habla.

Verónica encendió su cigarrillo con los ojos bajos y los dedos ligeramente temblorosos. Yo me levanto y voy hasta esa mesa, pensé. Cruz no consiente que se mate así a un valiente. No me moví. El jujeño miró con inexpresividad hacia la sala, después a Bastián, y sonrió conciliador.

– Yo hago versos -dijo, con tono contenido y muy calmo.

– Entonces deje hablar a los que tienen algo que decir -dijeron a mi espalda. La voz de una chica.

Me di vuelta a tiempo para ver que el astrólogo y el padre Custodio salían del brazo. No pude localizar a la chica.

Santiago alzó con suavidad las manos y se encogió de hombros. Un gesto casi transparente.

– Que hable, pues.

Cuando Bastián volvió a hablar me pareció notar algo extraño. Como si hablara a pesar de sí mismo, o como si ya no tuviese ganas de hacerlo. No quería discutir con Santiago. No públicamente. No quiere, sentí, tener razón a costa del jujeño. Estamos hartos de un país lleno de prohombres agonizantes y de jóvenes excepcionales de buena conciencia. Algún día, dijo, íbamos a recordar estos años como la única oportunidad que tuvimos de estar vivos. ¿O no se daban cuenta de que esta misma Aula Magna era un signo, el indicio de algo inquietante? El buen señor que hace un momento se levantó escandalizado, ése lo sabía. Sintió profanado este recinto centenario. ¿Quién se lo profanaba? Esos pulóveres y esas barbas, la palabra historia y la palabra homosexualidad y la palabra mierda (aplausos), profanación o amenaza que perciben no sólo nuestros prohombres agonizantes sino también ciertos rebeldes impolutos, en la cara mal afeitada de un hombre que se deja crecer la barba o el pelo porque se le antoja (aplausos), porque se atreve a asumir el comportamiento que le dictan sus ganas y su libertad. No se equivoquen al aplaudir, yo no digo mierda para que ustedes, sentados ahí, se sientan menos burgueses (bueno, pensé, este hijo de puta es bastante inesperado), ni quiero ganarme la simpatía de nadie; lo que yo quiero es señalar lo que hay detrás de todo esto. Y siguió hablando en ese mismo tono, apagado e hipnótico, mientras yo pensaba que seguramente tenía razón, pero que mi problema era otro. Me hubiera gustado saber cuál. Como aquel personaje que tenía dolor de muelas mientras contemplaba cómo crucificaban a Cristo. Sólo que ése sabía, por lo menos, que le dolían las muelas. Bastián y Santiago tenían algo en común, un secreto parecido o un parentesco secreto, que los hermanaba entre ellos y los separaba de todos los demás. Ese gesto de Santiago, hace un momento, cuando comenzó a hablar Bastían. O el de los dos, a la mañana, cuando el Poeta Místico le atribuyó a Dios la versificación de sus sonetos. Un gesto hastiado o burlón, el mío, ahora, al sorprenderme pensando que quizá este hastío y este cinismo fácil, esta risa que nos dábamos a nosotros mismos fuese un dato, una pista para rastrear aquella cosa escurridiza -lo argentino-, esa quimérica esencia que hacía divertir a Lalo o delirar al Poeta Místico o asquearse a Bastían, pero que todos andábamos buscando desde hacía ciento cincuenta años. Qué disparate, pensé, y oí la voz de la señorita Cavarozzi que pedía un poco de orden y le cedía la palabra a alguien del público, quien, por lo visto, también parecía notar que una generación como la nuestra era un síntoma inequívoco de enfermedad y decadencia nacional, y exigió respeto por las niñas y damas allí presentes, lo que ocasionó un pequeño tumulto y dio lugar a que algunas de las niñas, hinchando sus nubiles carrillos como los angelitos cólicos de los mapas antiguos, emitieran un discreto pedorreo. Sí, tal vez Bastián tenía razón. Tal vez todo aquello era el símbolo o la envoltura de algo, o yo estaba inventando las causalidades y los símbolos, ¿un argentino? ¿Desde cuándo me importaba lo argentino? a ver si resultaba nomás que Córdoba era el ombligo ontológico de la patria y yo había ido a parar a ella como una limadura de hierro atraída por un imán. Pero aun suponiendo que Santiago y Bastián, y también el architipejo y las desmelenadas chicas resoplantes tuvieran algo en común, en qué se parecían a ese viejo cascajo anacrónico que ahora hablaba de la grandeza de la Patria, o al Poeta Místico, esa caricatura de un antiguo radical dedicado a hacer sonetos a la Virgen, y qué hacíamos con el honorable doctor Cantilo, especialista en pasturas intensivas y en soldaditos de madera. O quizá ahí estaba justamente la clave. Porque esa mañana, en la Ciudad Universitaria, yo había pensado Grandes Monos, y ahora sentía que ellos, el viejo cascajo, el doctor Cantilo, todos los innumerables fósiles de esa especie, eran al fin de cuentas nuestros Grandes Monos, hijos de los remotos gorilas que se hacían saltar la cabeza a hachazos en las montoneras del abuelo Laureano, vencedor de Artigas, vencedor de Lamadrid, parecido a Ramírez y corriendo una carrera con Dios hace ciento cuarenta años junto a una mujer que pudo llamarse Delfina pero que era rubia y se llamó Aasta. Me volví hacia Verónica: Tenés que contarme bien lo de tu abuelo Laureano, dije, como quien hace un apunte en un cuaderno. Verónica no me prestó atención y yo me di cuenta de que mi pensamiento iba dando saltos de canguro a impulso de las palabras que resonaban en aquella sala, ya que, allá adelante, alguien hablaba de la herencia de las montoneras y de Facundo Quiroga, tan orondo, yendo en coche al muere. ¿Quién comanda esta partida? Y el otro arrimó caballo y dijo yo, y ahí nomás le descerrajó un trabucazo entre las cejas. Qué bárbaros éramos. Hubo una época en que hasta la palabra bárbaros quería decir algo, se pusiera uno del lado de adentro del coche o del de afuera. Tengo que romperme bien rota el alma con ese tipo, con Bastían, ¡¡ene mucha razón Santiago, deduje súbitamente. Ellos, Bastían y Santiago, son algo así como el eslabón perdido. Un estado intermedio entre Cantilo o los cascajos y quienes vendrán después de mí. Quién sabe, a lo mejor el país ya está maduro para dar una pareja adámica de argentinos. Lo malo es pensar, como ahora, qué tengo que ver yo con todo esto. O tal vez ser argentino sea justamente esta soledad. Como ir a contramano en una escalera mecánica mirando la cara de los otros. Una cualidad negativa: no ser algo. Ni europeo ni americano. Cuántos vamos a quedar todavía en el camino para que se dé el primer antepasado. Lo curioso de nuestra condición: no tener historia o tener una historia de tres por cinco y, sin embargo, sentir que todo lo realmente nuestro pertenece al pasado. Y al mismo tiempo no encontrar el pasaje hacia el origen. Como decía Lalo, los alemanes descienden de los germanos, los franceses de los galos, hasta los gallegos tienen linaje, hasta los mexicanos, celtíberos o aztecas, únicamente los argentinos descienden de los barcos. América había venido mal parida, decía Lalo, qué se puede esperar de un anormal que se embarcó con unos delincuentes rumbo a la isla de Cipango y se encontró con esto, y encima se llamaba Cristóforo Colombo. ¿Me miraron bien?, preguntaba Lalo. Mido un metro ochenta y cinco, soy rubio y de ojos grises, qué corno tengo que ver con el negro Falucho o con Santos Vega y no lo digo por tilinguería sino por desesperación, ser argentino es como ser hijo de nadie y, como opinaba un hombre sabio, ser hijo de nadie es ser un hijo de puta. Desesperación, desesperanza ¿no serían precisamente ésas las palabras clave para descifrar el sentido de lo que otros llamaban la tristeza argentina? Porque descender de los barcos no era sólo una broma, era una alegoría del destierro. Aquellos españoles y, más tarde, todos aquellos europeos rotosos y desesperados que habían abandonado una aldea de España o un pueblito de Sicilia y subieron a esos barcos, aquellos sirios, armenios, judíos, libaneses, aquellos alemanes que viajaron hasta la Rusia de Catalina y de allá vinieron a dar a esta tierra de desolación sin recordar ya cuál era su origen, habían traído con ellos la melancolía de lo perdido para siempre, la nostalgia del lugar al que no se regresa. ¿De quiénes éramos hijos? De aquellos iniciales delincuentes españoles y de estos otros rotosos que llegaron después, que descendieron de sus barcos y nos dieron por alma la memoria de su tristeza. Había entonces, pese a todo, un espíritu argentino, una memoria colectiva así como hay una memoria personal; tal vez es eso lo que da forma a lo que llamamos historia. Y entonces tenían razón Bastían y hasta el architipejo cuando hablaban de darle un sentido nuevo a la historia, de empezar a ser; de hacer algo con lo que se había hecho de nosotros. Y, sin embargo, en el fondo de toda esta necesidad de existir, qué manera de odiarnos unos a otros, cuánto rencor y resentimiento. Sectas, clanes, cofradías, tribus, castas. No había más que echar una ojeada a esa misma Aula Magna para sentirlo. La inteligencia del país, estaba diciendo ahora la Cavarozzi, lo mejor de la inteligencia argentina y de una nueva y pujante generación cuyas obras ya hablan por sí mismas (¿qué obras?, ¿a quién hablan?, ¿por qué estoy perdiendo el tiempo con estos disparates?). Cada uno una república personal, en guerra con todos los otros. Qué manera de malquerernos y despreciarnos, sobre todo despreciarnos, yo a Bastían y a Cantilo y al architipejo, Bastían a mí, Santiago a todos. Ahora sé que Santiago a todos.