Y esto, por fin, es el puente..
XVII
Me mirabas, divertida.
– ¿Yo? Juana.
– ¿Juana la mujer de Tarzán? -pregunté.
– Pero no -dijiste-. Juana de Arco.
XVIII
Esto, por lo tanto, es el puente, el viejo puente de piedra. Era la primera vez que lo veía, y sin embargo lo supe con naturalidad. Nadie me había hablado antes de él, ni, hasta ese mismo momento, había imaginado que en algún suburbio de la ciudad existiese un puente de piedra, pero verlo entre los árboles me pareció natural, una fatalidad o una predestinación. El futuro ya estaba construido desde entonces con su recuerdo: una ruina contra el crepúsculo y tu silueta larga, Graciela, tus brazos lentos y tu pelo apenas moviéndose en la dorada ceniza de esa hora como si te alejaras de mí caminando bajo el agua. Estás de espaldas. Me he detenido y te he dejado caminar para poder mirarte: para acordarme algún día de tu cuerpo en este sitio. Porque un recuerdo se prefigura, se construye con cuidado, se trabaja como un tapiz minucioso hecho de un material muy liviana y transitorio. Y la trama de este puente es tu espalda y tu pelo de ahogada, el sonido de tu voz entre el rumor del agua y los sonidos de la tarde, el color de aquel humo, esta sensación de frío en la palma de mi mano apoyada en la piedra. Un tapiz que tiene la fugacidad de la arena y que se deforma y se borra al primer contacto. "Porque los recuerdos son de la misma materia que los sueños", estás diciendo allá adelante, como si contestaras a mis pensamientos. "Pero de un color más claro." También puede ser que estés más o menos loca dije yo. Te diste vuelta y te acercaste sacudiendo a uñó y otro lado la cabeza hasta que tu pelo me golpeó la cara El viento trajo una ráfaga de música; un fox-trot. Me pregunté si vos también lo oirías. Y pensé que eso tan difícil de describir que es el recuerdo se parece a la música, no sólo a ciertas melodías melancólicas y sencillas que nos evocan historias o lugares reales y hasta inexistentes (no sólo a El boulevard de la Desilusión, pensé), sino a la naturaleza misma de la música, a esa condición inaprensible y fluyente de la música que la condena a ir desapareciendo a medida que transcurre, de modo que aquello que llamamos música siempre es algo que aún no ha ocurrido o que ya dejó de escucharse para toda la eternidad. Un disco rayado hasta lo imposible: la melodía devastada de El boulevard de la Desilusión, una noche, en Buenos Aires. Música que entonces me recordó bailes de un pueblo, y ahora, en la tarde que agonizaba sobre el puente, los árboles de la calle Neuquén y nuestras sombras, la de ella y la mía, Graciela, no la tuya, y más allá los focos de la Plaza Irlanda. "Desde hoy esa música es nuestra música, y esta calle y estos árboles son nuestro primer recuerdo." Dos muchachos besándose y corriendo de la mano hacia la plaza. "Y esos dos somos nosotros", dijo ella después. La mole cegadora de un sobrerrelieve de mármol se alzó de la tierra como si fuera una lápida.
Antes de que me lo preguntaras dije que no me pasaba nada. Vi un camioncito con un altoparlante en el techo.
– Por qué no se encuentran -habías dicho-. Por qué no se juntan y se van a vivir a una isla, los seres como ellos. -Y yo advertí demasiado tarde que hablabas de algo que hubiera sido interesante escuchar. Un nombre que sonaba como Mariano quedó diseminado en el aire, y, mucho antes, la palabra destrucción. -Hacen que uno se sienta, no sé, culpable. Parece que estuvieran reclamando del mundo cosas extraordinarias. -Te apoyaste en el parapeto, mirando el agua. -Vos has visto, por ejemplo, cómo te mira Inés.
Dije que no.
En el límite de las casas, del otro lado del puente, un camioncito lejano y fragoroso anunciaba la cartelera de los cines y un baile o un remate. También anunciaba otra cosa, algo inminente que iba a ocurrir, sin mí, en un Buenos Aires tan remoto como si perteneciera a otro mundo o a otra vida. El altoparlante gritó una fecha. Eso es hoy, pensé. Volvió a oírse la música y sentí que en alguna parte del atardecer se desataba una marejada violenta, algo para lo cual la palabra tristeza no alcanza pero que era justamente eso, una tristeza pura y absoluta, sin aleación de ninguna otra cosa, sin dolor, sin culpa, sin arrepentimiento, sin nada que no fuera una tristeza de muerte. Entonces se trataba de esto, pensé. Estoy en Córdoba y debería estar allá. O algo peor, estoy en Córdoba como podría estar allá.
– Por qué te reís -preguntaste.
Dije que no estaba nada seguro de estar riéndome y vos aclaraste que no era exactamente reír, no a carcajadas, sino más bien una sonrisa.
– Sí -dije yo-. Otros le llaman amor a la Naturaleza. Este puente, el atardecer. Mira qué árboles, mira el trabajo que se toma aquel pajarito para controlar su territorio. Ya corrió a tres. Oí el escándalo que arma ese camión. Sin contar la tormenta que se viene. Uno podría ahorcarse de la alegría.
Metí la mano en el bolsillo interior del saco y palpé los anillos, junto al pasaje de regreso a Buenos Aires. Tres anillos. El mío y los otros dos. "Guárdalos, tenelos vos si querés." Habían pasado siete años, estábamos junto al relieve descomunal de los amantes y la música de fondo había cambiado. Entre los árboles giraba una calesita como un astro gimiente a punto de extinguirse. La música, si no recuerdo mal, era En un bosque de la China. O tal vez Por cuatro días locos. Por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir. La música de fondo del mundo real no siempre se ajusta al significado profundo de la vida. O a lo mejor sí, a lo mejor es sólo en la vida real donde se ajusta. "Aunque lo más probable", dijo ella junto al relieve, "es que los pierdas." Dentro de un año, dijo él. A esta misma hora; en este mismo lugar. Entonces ella le puso una mano sobre la boca y sonrió. "No vas a venir, Esteban", dijo dulcemente. "Ninguno de los dos va a venir."
– Y qué más -me oí decir.
– Cómo qué más. Te parece poco un elefante.
Porque de este lado del puente de piedra vos habías estado hablando de un elefante o un león, ya no recuerdo, pero sé que era poderoso y feroz y vivía en el lavadero o en la leñera de tu casa, aunque sólo por la noche. Había venido de África (¿cómo?) caminando, cómo iba a ser, los elefantes no vuelan, y si vos querías, él (¿quién?), el león, o de qué estábamos hablando, yo no debía ser tan papamoscas y debía poner mucha atención en las cosas que me contabas, él era capaz de realizar actos prodigiosos, o inesperados y malignos, como casarse con Ana Laura (¿Ana Laura?), naturalmente, pero eso cuando eras chica porque un día habías crecido y los actos prodigiosos y malignos ya fueron de otra naturaleza y la leñera era un pabellón de caza, aunque los encuentros seguían siendo siempre por la noche, y su poder sobre vos era inmenso (¿qué te pedía que hicieras?), nada, ninguna mujer hace nada si no quiere o porque alguien se lo pida (¿y él?), el león también hacía las cosas sin que nadie se las pidiese, a un ser tan sobrenatural no se le pueden andar exigiendo demostraciones, pero tal vez yo era de veras un poco ganso y no comprendía que lo extraordinario de tener un amor secreto y extraordinario era justamente eso, que una podría pedirle todo, si quisiera.
– ¿Un amor secreto?
– Un elefante.
El camioncito se había alejado hacia el poniente por una calle ondulada y sinuosa. De vez en cuando volvía a verse, un poco más diminuto, en algún recodo o en una loma. De un momento a otro iba a regresar; mientras tanto, oír sólo el rumor de los truenos y de los animales que ingresaban en la noche, era como una tregua. Te pedí que me hablaras de tu adolescencia.
– Nada notable. Ni luciérnagas en un frasco ni flores secas en los libros. Ya te hablé anoche de todo eso.
– Anoche me hablaste de Monelle, no de vos. Y de caminatas a la orilla del mar, descalza.
– Yo nunca te hablé del mar. Pero también hubo un mar. Yo tenía cinco o seis años y fuimos a pasar el verano a la casa de tía Angelina. La casa daba a la bahía. Había un faro y un parque de arrayanes. El jardinero se llamaba Lucas. Sí, ya sé que estás pensando que cinco o seis años no es la adolescencia y que nunca se han visto arrayanes cerca del mar, pero a mí me gustaban esa casa y ese faro. La última vez que los vi tenía catorce años. Lo demolieron todo.
– Quién es Patricio.
Un pájaro chilló largamente, detrás de los últimos sauces. Me pediste un cigarrillo. Te lo di.
– Patricio es el tío Patricio -dijiste con voz opaca-. Y no tiene nada que ver con el mar.
– Sos ambigua. Tu elefante era mucho más real que esto.
– Mi león. -Ahora te reías. -Soy ambigua y terriblemente misteriosa y no me canso de decir mentiras. Desde chica me recuerdo inventando las mentiras más fantásticas.
– Yo también; pero no es eso. Vos hablas envolviendo los hechos. Ciertos hechos.
– Como cuáles.
– Eso es justamente lo que me gustaría saber. Allá lejos me pareció ver otra vez el camioncito. Volvía. Un campanario llamó a la oración de la tarde.