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CUARTA PARTE. LA NOCHE DE WALPURGIS

I

– esto es la argentina, gorda querida. South América, gran vaca austral del Universo. La guerra atómica no existe. Estados Unidos, Europa no existen. El comunismo, la bomba, Gagarin, los maremotos o la teoría de la Relatividad, ¿te fijaste?, siempre les pasan a los otros.

El que acaba de hablar es Lalo. Lalo Ocampo, cazador de búfalos. Ella se llama Austen, o Austin. Es enorme. Vasta y oscilante se ensancha hacia arriba (piernas cortas, torneaditas), lo cual le da un vago aspecto de globo Montgolfier.

– No soporto que hables con frivolidad de esas cosas -dice la gorda-. Da la impresión de que ni leíste los diarios de la noche.

Espósito se pregunta qué dirán los diarios esta noche y se sirve un whisky. Esteban Espósito. Veintisiete o veintiocho años. Visto desde arriba tiene una especie de tonsura en la coronilla. Si no se apura a morirse va a ser calvo. Traje azul. Corbata floja. Visto de atrás, una arruga oblicua le cruza el saco. Tiene el tipo de los que se tiran vestidos en la cama y miran el cielo raso y piensan porquerías. Dan ganas de decirle qué desprolijo es usted. Cara de no querer mucho a nadie. De perfil parece un gavilán buscando pajaritos. Dan ganas de decirle qué jodido es usted. A veces sonríe, sin mucha conexión con la realidad circundante. Salió de Buenos Aires hace tres días y anoche llegó a Córdoba. Hizo una escala en Rosario. Nunca recordará bien esa parte del viaje. Nunca recuerda bien nada.

– Leer los qué, ¿los diarios? -dice Lalo-. No, gorda. Cada fin de año miro el número especial de La Gaceta de Tucumán y me entero, con orden, de todo lo que pasó en el país. Cada veinte, compro un libro de historia. Fijate cómo será que en el 46 no me tocaba y vine a enterarme de la caída de Berlín el año pasado. Cuando salí a la calle a festejarlo, íbamos por el milagro alemán. No se puede estar al día.

La gorda parece desconsolada. Guerri se ríe. Guerri es un personaje misterioso. ¿Qué estará haciendo en esta casa? Espósito, algo distante junto a su whisky, cree recordar que Verónica se lo presentó esa tarde, pero no se llamaba Guerri. La gorda lo tiene acorralado contra un extraño artefacto de bronce, una de esas estatuas ovoidales con un rajo o canaleta en el centro. Esculturas que suelen llamarse Maternidad o La Espera. De algún sitio, llegan los compases de uno de los concerti alia rústica de Vivaldi. La gorda separa las capas de miga de un sandwich y con ecuanimidad examina su contenido. Aprueba. Y ahora lo enrolla, Dios mío, ahora lo enrolla y se lo introduce lentamente en la boca.

– Ay -dice Lalo.

Los redondos ojos celestes, candorosos y desconcertados de la gorda. Esa irresistible dulzura de nena gigante que sólo se les ha concedido a las gordas.

– Qué -dice-. Qué te pasa.

– Tuve una alucinación -dice Lalo.

La gorda traga con delicadeza de buchón.

– Vos lo tomas todo a risa. Pero supongamos, es un suponer. Supongamos que ese muchacho, cómo se llama. El de Cuba.

– Fidel Castro -dice Lalo.

– Ése. Supongamos que se niega a retirar los misiles y que los norteamericanos invaden todo.

Guerri vuelve a reírse. El segundo whisky de Espósito disipa las nieblas del primero: Guerri viene de La Habana. Estuvo en Sierra Maestra. Lo llaman Guerri como podrían llamarlo Revo.

– Kennedy -dice Guerri con tranquilidad- nunca atacaría a un pequeño país latinoamericano.

Lalo lo mira como si estuviera por dejarlo a merced de la gorda. Guerri agrega que el problema es otro, el problema es que no debería haber misiles soviéticos en Cuba. Lalo dice que es verdad, claro que tampoco debería haber misiles norteamericanos en Turquía y, hablando en general, no debería haber misiles en ninguna parte. Tiene más chance el elefante de un safarí que cualquier hombre en una guerra actual. Espósito suspende por el momento su tercer whisky. Hay algo que no es del todo como debería ser en esa conversación. Guerri no le gusta. No tiene en absoluto aspecto de haber andado a los balazos en el monte. O comiendo pestífero lorito. Lalo tampoco tiene mucha apariencia de matador de leones, pero no cuesta ningún trabajo imaginarlo en el Yukón o en Tanganika, con una tremebunda escopeta. Lord Jim. Hay en Lalo algo de suicida y cierta invulnerable fragilidad. Un tipo capaz de jugar a la ruleta rusa.

Efectos del whisky aparte, piensa Espósito, en esta fiesta todos son vagos e imprecisos, como un baile de egresados entre vampiros, menos el cazador. La señorita Cavarozzi, envuelta en revoloteos y risitas, le ha presentado a unos cuantos. Hispanista. Estudioso de la flora cordobesa. Arquitecto discípulo de Gaudí, que parece compartir con Lalo no sólo su afición a las escopetas sino también la mujer (la del arquitecto) aunque esto último lo ignora con dignidad. Chica descendiente de alguien. Textil. Japonesita de película de exportación que, si Espósito no ha oído mal, susurró algo así como mi guta shu pito, cosa que podía ser un saludo tradicional o un nombre. La Cavarozzi le había hecho un panorama de toda aquella gente y Espósito, tratando de disimular su natural repugnancia a los contactos físicos, había apretado algunas manos (huesudas, blandas, enjoyadas, húmedas, hasta una incompleta, con sólo cuatro dedos) y había adoptado la actitud del huérfano misterioso que, humilde de espíritu y de condición, se defiende del mundo replegándose hacia los rincones. Instalado ahora junto a Miguta y a una botella de Oíd Parr, vigila la puerta.

Guerri trata de tranquilizar a la Austin. No habrá guerra. Guerri sostiene que no puede haber guerra porque una guerra atómica sería el fin de la humanidad.

– Excelente argumento -dice Lalo-. Más o menos como pensar que el cáncer es imposible, porque uno, si se enferma de cáncer, se muere.

La gorda trata de no penetrar el significado letal de esas palabras y se come un palmito. El ex combatiente saca del bolsillo una curiosa cigarrera hecha de maderas incrustadas y reparte habanitos. Son cubanos. En algún otro bolsillo debe tener una fotografía suya con Errol Flynn, los dos de garibaldina. O tal vez con Hemingway. Espósito recuerda que la envidia y la mezquindad son malas consejeras y admite que Guerri, aunque esté en esta casa, pudo haber estado en la Sierra. Yo estoy acá, piensa. Y encima no estuve en ninguna sierra. También admite que Guerri es buen mozo, no hay más que observar a Miguta para darse cuenta. La japonesita también es buena moza, y Lalo es apuesto. Hasta Bastían es atrayente. Todos somos lúcidos, intensos y preciosos. Guerri y Errol Flynn, abrazados repartiendo habanitos, son regios. Lástima que Bastían esté cerca, lástima que ahora mismo me esté mirando y hable de mí. Momento en que la Austin se da vuelta y pregunta:

– A usted, Espósito, le parece que va a haber guerra. Espósito, pendiente de algo que ocurre cerca de la puerta, piensa que no.

– Sí, señor -dice distraído-. Por supuesto.

Bastían acaba de murmurar dos palabras en el oído de un tipo con cara de actor francés. Graciela Oribe, fue lo que murmuró, y ahora mira hacia la puerta. En la puerta hay un señor alto, maduro, elegantemente canoso y, sobre todo, parecido a quién.

– Pero, cómo, ¿realmente lo cree?

El hada madrina de las niñas opulentas pintadas por Rubens, la gorda Elena Austin, no está dispuesta a aceptar así no más un siglo asesino, un último milenio de incertidumbre en los kindergarten, radioactividad y espanto. Espósito la mira casi con ternura. La Austin y la señorita Etelvina son los únicos seres fuera de lugar en aquella casa. La Cavarozzi por sus alitas y la gorda por su gordura. Es gorda y está realmente preocupada por el destino de la humanidad. Cómo reprimir la tentación de agarrar un buen pedazo de esos cachetes.

– No. Ya no lo creo -dice Espósito.

– Yo sí -dice Lalo-. No digo hoy ni mañana. Pero siempre hubo guerras, gracias a Dios, y si Dios quiere siempre las habrá. O de lo contrario se desatará una peste al estilo medieval Una putrefalencia como la Peste Negra o la lepra. Sólo que planetaria. El hombre civilizado no da para más. Somos como los dinosaurios. Ya van a ver. Y esto no tiene ninguna relación con el equilibrio biológico, con la superpoblación o con el hambre. Las leyes naturales no son leyes, son algo así como razones secretas de orden moral.

Y de cualquier manera, piensa Espósito, dentro de sesenta o setenta años, ninguno de los invitados a esta fiesta va a estar vivo. Haya guerra o no. Haya peste o no. Daba exactamente lo mismo. Morir atropellado por un auto, de gripe, o porque le explota a uno la bomba de hidrógeno en la cabeza, dónde estaba la diferencia. Cinco mil millones de personas no pueden morir más de lo que muere una sola persona. Ahogarse en el Diluvio Universal no era peor que ahogarse en la banadera. Qué haríamos en las fiestas, piensa Espósito, si no estuviéramos todos condenados a muerte.

– Sin mencionar -dice Lalo- que un solo preservativo mata más gente que la guerra de Indochina. Una vez leí en La Gaceta de Tucumán que los enanos tienen tendencia a morir de hipo. Me querés decir, Elena, qué es la Guerra de los Treinta Años comparada con un solo enano que muere de hipo. -Y agrega que, de cualquier modo, él es optimista, la humanidad futura la harán los africanos, los chinos, tal vez los argentinos. -O los mal formados que sobrevivan a la próxima peste o guerra atómica. Tipos con dos cabezas, con manitos saliéndoles de un muñón del hombro, sin testículos. O con varios. Tal vez hasta estemos en el umbral de una nueva concepción de la belleza. Y, aunque nos aniquilen a todos, siempre quedarán las ratas y las cucarachas. Hay siete ratas por cada ser humano en ciudades como Nueva York, Pekín o Buenos Aires, y las cucarachas tienen siete veces más resistencia que el hombre a las radiaciones nucleares. Yo, qué quieren que les diga, tengo gran fe en las guerras, en el simbolismo del número siete, en las ratas y en las cucarachas… ¡Graciela! -dice Lalo-. Hija mía, qué escote.