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– ¿Cómo? -dijiste.

– Cansado -dije yo-. Que es cierto, estoy cansado. -Nos habíamos puesto de pie; salimos. -Viajar todo el día, y después las viejas. Y encima el doctor Camilo, calcula.

Cruzamos una avenida, lloviznaba.

III

– Qué le anda pasando, chango -dice Santiago. Habla sin detenerse ni mirarme, sonriendo con aquel gesto socarrón y algo distante. Nos hemos cruzado en el pasillo del hotel. Trae una toalla sobre los hombros y un mate en la mano.

– Vení -agrega, cuando ya entra en su pieza-. Préndetele a unas jodidas yerbas… Sí -dice después de escuchar un rato, sentado ahí en su cama-. Sí. Como nadar en un barrizal, pesadamente. -Se ríe y me alcanza un mate.

– Otros le llaman vivir. La vida no le sienta bien a todo el mundo.

Yo antes había dicho:

– Una laguna oleosa, y sobre todo el cansancio -y me pregunté por qué estaba hablando con el jujeño de estas cosas-, pero un cansancio como de abrirse paso en un pantano. Y siempre pienso lo mismo.

– Volverte a tu pueblo, pegarte un tiro o hacerte comunista.

– Algo así. Pero vos cómo lo sabes.

– Eh -dice Santiago.

Esto sucederá al día siguiente. Ahora todavía es de noche.

IV

Pulcro, agrónomo. Correctas rayitas jaspeadas. Cuarenta y tantos años. Roque Cantilo, esposo de Verónica. Especialista en algo que entendí como posturas intensivas, pero que resultó ser pasturas. Sin ningún esfuerzo imaginé que se sujetaba las medias con ligas. Gordura discreta, reloj y corbata discretos. Todo haciendo juego y en el lugar exacto. Anteojitos. Nada de marcos negros; color carey. En vez de saludarlo daban ganas de decirle qué limpio está usted. Mi primera impresión fue que se parecía a una farmacia o a un inodoro flamante.

Vos estabas diciendo:

– Y el mar, por supuesto. De noche. Caminar sola por la arena. Y, sobre todo, ser Monelle. -Hiciste un gesto como para borrar lo que acababas de decir. -Pero eso fue hace mucho. Y después, es ahora. -Miraste hacia la otra mesa. -No debí traerte acá -dijiste con voz dura.

Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras. Pentesilea, dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo.

– Quién es.

La señorita Cavarozzi abrió y cerró varias veces su manito, saludándonos. Me hice el que no la vi. Algo le causó gracia y rió con pequeñas convulsiones. Un gorrión, pensé. Un gorrión mientras se baña.

– Quién es quién -preguntaste.

– El señor carón.

– Pero si ya te lo dije.

¿Cuándo me lo habías dicho? Me estás mirando con un poco de desconfianza. Tengo la curiosa impresión de que no sólo hemos terminado con la noción de espacio en Córdoba, también el tiempo tiene algo raro. Va y viene, como el vuelo de una mosca. Veo junto a mi vaso tres botellas de agua tónica: eso significa también tres ginebras. Bueno, por lo menos hace más de un minuto que nos conocemos. Hemos debido hablar de ciertas cosas.

– Por supuesto que sé quién es. Lo que te pido son detalles. No me mires así.

– Se llama Cantilo.

– Eso ya lo sé. Y qué más.

– Que me gustaría saber si vos escuchas algo de lo que se te dice. A ver, ¿cómo se llama?

– Cantilo. O pensás que no escucho lo que me dicen.

– El nombre de pila, cómo se llama de nombre.

– El nombre de pila, qué manera de hablar. Nombre de pila. ¡Roque! -dije de golpe-. Ahí tenés. Se llama Roque y es agrónomo. ¿Por qué está tan limpio?

– No sé. Pero sé que si no salimos de acá va a venir o va a hacer algo rarísimo para que vayamos.

– Viste que siempre hay más -dije sin dejar de mirar a la mujer rubia. No le faltaba más que el fiordo. Ilene, joven dama vikinga amada por el Príncipe Valiente. ¿O se llamaba Aleta? ¿O Valiente era bígamo? Pero ahora qué pasa. Ella le está pidiendo fuego a Santiago, tiene el cigarrillo en los labios, se le acerca. Los ojos un poco por debajo de los del jujeño. Lo mira, lo mira fijamente desde ahí con equívoca actitud de mujer que pide fuego, le habla sin dejar de mirarlo. Oigo en la piel de Santiago la voz apagada de Verónica. Gracias. La voz se abrió paso con lentitud, el humo del cigarrillo la retuvo un segundo en sus labios y luego turbiamente la dejó ir, el humo del cigarrillo que ahora, entreverándose en su pelo lacio caído sobre la cara, la rodea como si fuera el cuerpo de la voz, no el humo. -Esta vez sí que no te escuché -dije.

– Verónica. Que la persona que estás admirando se llama Verónica. Y de cerca no es tan joven, aunque es muy hermosa en todo sentido. Es la mujer de Cantilo. Pinta. Desciende de noruegos y de un caudillo puneño de la época de Rosas, es algo así como Civilización y barbarie ella sola. Pinta cuadros. No siempre, a veces duerme con poetas desesperados -decías esto en voz muy baja y sonreías hacia ellos. El dualismo me molestó. Los dos dualismos: también algo infantil en tu gesto unido a la minuciosa malignidad del verbo dormir. Verbo adulto y corrupto. -Tiene la manía de pensar en Perón.

– ¿Eh? ¿Quién?

– Por favor, él. Cantilo.

– Vamonos a cualquier otra parte. Este lugar es infecto y yo necesito hablar con vos.

Me miraste extrañada y murmuraste que desde hacía media hora me lo estabas pidiendo.

– Ya no podemos -dijiste después con naturalidad. Santiago venía hacia nosotros. Dijo que el caballero nos invitaba a compartir su mesa.

– Conoció a Arlt, le dice Roberto. En seguida te lo cuenta. Eso y lo de la cárcel. No le vayas a nombrar a Perón.

En ese momento sentí una especie de soledad repentina y al mismo tiempo antigua. Tenía que ver con vos, pero sobre todo con Santiago y conmigo. Un hueco de algo entre el jujeño y yo.

– De cualquier modo es un buen tipo -murmuró el jujeño cuando llegamos a la mesa-. Es como es.

– El doctor Cantilo quería conocerlo -casi gritó la señorita Cavarozzi-. íntimo de Roberto Arlt. Yo dije que me parecía notable. -Qué notable -dije.

Verónica y vos se besaron, cosa que en ciertas mujeres resulta inquietante. O a mí me inquieta. Ligeramente es pornográfico, pero así: como si a través de la mujer que está con uno, uno tuviera acceso a la del otro, el otro a la de uno, y ellas a su vez a cada uno de nosotros.

Cantilo dijo las veces que habremos hecho diabluras, de jóvenes. Diabluras con Roberto. Comportamiento diabólico que si no hubiera bastado para hundir en la melancolía la juventud de cualquier ser humano, a un hombre de genio lo habría sepultado en la más negra desesperación. Aventuras dantescas, ni bien se pensaba que cuando Arlt tenía veinte años el doctor Cantilo andaría por los tres. Tomé dos whiskies y soporté a pie firme la parte en que Roberto Godofredo, con sus planos bajo el brazo, requería la opinión del pequeño Roque sobre la fábrica de galvanizar medias o la Rosa de Cobre, y, al llegar el electrizante momento en que la vida se pone injusta y el narrador debe pagarle un café con leche a Aquel Idealista Incorregible, sentí, de golpe, que algo muy raro estaba pasando. Miré hacia el costado.

Y me vi.

Ahí estaba yo, sentado a otra mesa. La luz era difusa pero se me distinguía perfectamente. Y no sólo a mí. Corrí la silla, cosa de ver bien sin apartar mucho los ojos de Cantilo. Una adolescente, de espaldas a esta mesa, estaba allá sentada frente a mí. Tenía la cara redonda. Tenía el pelo castaño. Tenía una dulce y tenue cicatriz en la mejilla derecha. No necesitaba verla desde acá para saber todas estas cosas. Se llamaba Beatriz. Yo, sobrio, tomaba allá un café. El de acá interrumpió cortésmente a Cantilo y pidió un whisky, el tercero, o tal vez el sexto si se contaban las ginebras anteriores con la alta muchacha de pelo negro. ¿Graciela se llamaba? O sea que todo esto puede ser muy bien lo que la gente llama estar borracho. Pero whisky más ginebra no se suma, especies diferentes: falacias de la Lógica. Y además esto es otra cosa, bien real. Y hasta mucho más que real. Siempre lo supe: no hay el mundo, sino los mundos. Nada posible deja nunca de suceder, sólo que en otra secuencia de la realidad. Hay una historia humana en la que Cleopatra tenía, efectivamente, la nariz más larga. ¿Qué habrá hecho César al verla? Y hay una historia mía que está ocurriendo en aquella mesa; hay allá atrás una ventana que da a Plaza Irlanda, en Buenos Aires, a una calesita girando iluminada en la noche, al misterio de las verjas y los árboles y las hiedras del Colegio Santa Brígida. Uno podría deslizarse hasta allí, si quisiera. En momentos como éste debe poderse. Antes de que todo aquello desaparezca, antes de que Cantilo deje de hablar, yo sé que es posible encontrar el pasaje. Frente al otro, de espaldas a mí, Beatriz ha de estar preguntándole qué mira. Tiene la cara redonda, tiene una dulce y tenue y casi imperceptible cicatriz en la mejilla derecha. Tiene enormes ojos donde lentamente vuelan en círculo pájaros marinos. Pero mejor quedarse de este lado, mejor beberse con tranquilidad un whisky.