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– Me estoy riendo -dijo-. A veces también me pasa ¿Oí mal o dijiste que soy maligno?

– Sí, lo estaba pensando. Pero no puede ser que…

– Puede ser perfectamente. Uno habla en voz alta y se imagina que está pensando, o piensa demasiado fuerte y el otro oye. Casi todos los malentendidos entre la gente tienen su origen en no tomar en cuenta esta forma de comunicación. Oí por ejemplo lo que estoy pensando ahora. Estoy pensando que, aunque parezca mentira, todo es posible. Mientras vos todavía pensás en las estupideces que hice y dije anoche por no hablar de esta mañana y del resto del día, yo estoy pensando que Esteban Espósito y Graciela Oribe son posibles, qué te parece. Hay como un pasadizo o una puerta, algo parecido a un desvío que da a un lugar en el que nosotros dos somos posibles. Vos mírame con cara de que se me va a pasar pronto, yo hablo igual. Claro que nada de esto se puede explicar con claridad, y hasta me parece que no necesita ninguna explicación. De todas maneras, oír se oye. -Y siguió hablando mientras pensaba que sí, todo era posible, había un Esteban Espósito que acaso se iba al día siguiente y otro que seguramente se quedaba; había un Esteban que ni siquiera había viajado nunca a Córdoba y otro que sí, pero que no era éste, sino uno vislumbrado apenas durante unos segundos la noche anterior, en la oscuridad del teatro Arlequín, y por supuesto que era difícil de entender, pero, al menos en este momento, no hacía ninguna falta entenderlo. Me vaya o me quede esta historia que sólo ahora comienza a armarse va a suceder, lástima que si me voy nunca podré saber cómo, y si me quedo… -Pero ahora explícame por qué volviste hoy a buscarme al hotel. Nada más que eso.

– Volví por algo que dijiste. No. Volví porque sentí que te había lastimado. No. Volví porque vos me habías lastimado y no pensaba permitir que te fueras de Córdoba sin hacerte todo el daño posible. -Y durante años Espósito te recordará así, riéndote con la cabeza un poco echada hacia adelante y los ojos llenos de alegres y feroces estrellas pardas. -¡Y la cara de tú hotelero!

– Mi hotelero es una excelente persona. Se llama Ripul. Da la impresión de vivir colgado, pero es porque usa tiradores. Te informo, de paso, que eso que estamos escuchando se llama Según pasan los años. ¿Cuánto tiempo me esperaste en ese café?

– Casi dos horas.

– Lo que viene a ser más o menos la cuarta parte de nuestra vida en común. Hay una mariposa que se llama Efímera.

– No me digas.

– La pregunta es: cuánto tiempo es dos horas en la vida de una Efímera.

– No sé ni me importa, Esteban. Necesito que te quedes.

– Estás cambiando de tema. Y, además, a quién necesitas; no a mí, sino a un perfecto desconocido que llegó anoche, a un tipo que a lo mejor no tiene nada que ver conmigo.

– ¿De qué estás hablando?

– No estoy hablando de qué, sino de quién. Estoy hablando de mí.

Dio la impresión de que ibas a responder con violencia, sin embargo, dijiste sonriendo:

– Bueno, ¿y ahora qué te pasa?

– Lo único que me pasa es que quiero saber quién sos. Encendiste un cigarrillo. La segunda vez que Espósito te veía fumar.

– No sé -dijiste-. Muchas. La única que no existe a lo mejor, es la que vos querés ver.

Un momento esférico, había pensado Espósito. Como una burbuja. Flop. Y todo va a parar a la puta que lo parió.

– ¿Por qué dijiste eso? Cerraste los ojos.

– Eso qué, Esteban, eso qué.

– Todo. Lo de hoy en el puente, lo de ahora. Lo de que conocer a la gente es como matarla, lo de tomarte como sos, las cosas que me vas a enseñar, la ambigüedad. Todo.

– ¿Nunca pensaste que hay cosas que se dicen porque sí, sin que signifiquen nada?

– No, claro que no -dijo Esteban con brutalidad, apretándote el brazo hasta que abriste los ojos-. Nunca lo pensé.

Violentamente giraste la cara y lo miraste con un rencor auténtico, un gesto que era al mismo tiempo una de las formas más intensas de tu belleza.

– Tenés razón. Pero yo sí soy ésta. Casi lo habías gritado.

– Calláte y habla más bajo -dijo Esteban. Entonces te reíste. Movías de un lado a otro la cabeza y te reías.

– No puedo callarme y hablar más bajo -dijiste-. Esa Graciela es la que no existe.

III

El hecho de que jamás haya podido pasármela sin mujeres, la conjetura razonable de que tal vez no lo consiga nunca, no significa que, en el fondo, no les tema. Me dan miedo, sí. Hay algo siniestro en las mujeres, como en ciertas flores, esas flores extravagantes, no se sabe si bellísimas u horrendas, que crecen sombríamente junto a las ciénagas en el corazón de la selva, o esas hembras vampiro, como la del escorpión, que decapita al macho en el instante mismo de la cópula y sigue gozando con las convulsiones del cadáver descabezado, al que luego, cuando por fin queda inerte, sencillamente se lo come. O para no llegar a esos suburbios del espanto, hembras más pastoriles, la dulce y rubia abeja, que se desposa en pleno vuelo con el macho más dorado y poderoso de cuantos bajo el sol la persiguen, sólo con ése porque la ha alcanzado humillando a los otros; sólo con ése, al que luego, junto con el órgano sexual, le arranca las entrañas. Hay algo inhumano en las mujeres. Eso quiero decir. No sé de qué se trata, pero es algo que no tiene nada que ver con nuestra especie. En realidad, pertenecen a otra especie. No me extraña que alguna vez se haya discutido con seriedad si tienen alma inmortal o no. Es difícil aceptar, conociendo a estos seres extraordinarios y misteriosos, crueles, versátiles, ambiguos, casi absolutamente incapaces de pensamiento lógico o poseedores de una clarividencia paralógica más bien perteneciente al sueño, a la adivinación, que tengan un alma en el sentido masculino de la palabra. Salvo que la lleven al revés, por fuera. Salvo que el alma de la mujer sea lo que llamamos su belleza. Amo profundamente la belleza. Considerada a la luz de la Estética, la mujer adquiere sentido metafísico: justifica y engrandece a la Creación. La belleza, y ninguna otra cosa, es la dirección del universo y, si me lo permiten, es casi la única virtud que hace necesarias, dignas de ser amadas y de que vayamos al manicomio o a la cárcel por ellas, que vuelve insustituibles y morales a las mujeres. ¿La maternidad?, ¿el instinto maternal? No me impresionan. Maternidad e instinto maternal son nociones vinculadas a la reproducción, no al amor. La primera es una función; el segundo, un hábito, un perfeccionamiento de la mecánica que tiende a proteger la descendencia. Cuando no son necesarios, no aparecen en los seres vivos. Ni siquiera aparece el instinto sexual, dicho sea de paso. La procreación de la vida es perfectamente posible sin ninguna clase de instinto maternal, sin sexualidad y hasta sin fecundación. Los bacterios se escinden, y a otra cosa. A veces es suficiente un fragmento o un brote para que un individuo se reproduzca. Como las estrellas de mar. Como las papas. Basta pensar en los vegetales para darse cuenta de que la mayoría de los seres vivos no necesita de ningún instinto maternal ni sexual para cumplir con los designios de la vida. La vida sencillamente sucede. Si la misión trascendental del hombre fuera perpetuarse, no haría falta que la mujer fuese bella. Bastaría cortarle un dedo y plantarlo. O cortarse uno mismo algo. O masturbarse a la intemperie y esperar que una corriente atmosférica favorable fecundara a una vecina. Como el caso no es éste, tengo derecho a pensar que la belleza física de la mujer es en realidad una cualidad del espíritu, un alma exterior, destinada a producir ciertos efectos poéticos en el alma del varón. Todo lo que no sea esto pertenece a la biología, a los propósitos zoológicos de la especie, y es lo que a mí personalmente me da miedo. Ustedes me preguntarán qué pienso entonces de la mujer fea. Es una buena pregunta, pero no puedo responderla. No pienso nada. En cuanto a la fealdad del varón, no tiene ninguna importancia. Un hombre feo, un hombre repelente, si tiene un poco de suerte puede llegar a ser Esopo, Sócrates o Stendhal, y cabe suponer sin escándalo que una hermosa mujer, enamorada de su espíritu, lo acepte con moderación en su cama. Casanova, dicen, era verrugoso. Por lo demás, esas fechorías se perpetran en las sombras, de noche, en los rincones, con los ojos cerrados, durante ese acto ilusorio en que la mujer crea en el varón la hipóstasis de Cyrano con don Juan. La inversa, el avasallamiento por parte de un Sócrates hembra, no ya de la cama de un caballero apuesto, sino de cualquier cama, es un puro acto maligno. Y lo que importa más: es una idea maligna. Clea, entregándose por amor o por piedad a Esopo, Tripetta a Hop-Frog, son ideas espantosas pero nobles. Por eso resulta lamentable que Esmeralda se ande haciendo la loca detrás del papanatas de Phoebus en vez de acostarse, como todo el mundo reclama, con el interesante aunque jorobado Cuasimodo. Y por eso una arpía tuerta despatarrándose debajo de un adolescente de Donatello, aunque fuera una arpía genial, injuria a la Poesía y a la naturaleza. Esto es tan cierto que ni un ibseniano de principios de siglo se atrevería a negarlo. También es cruel, de acuerdo. Pero la verdad no tiene por qué ser agradable o piadosa. Nada de esto, lo repito, tiene que ver con la genética. Si la misteriosa razón o el azar misterioso que rigen el encuentro de un hombre con una mujer se explicaran biológicamente, la fecundación se llevaría a cabo con el ejemplar de sexo opuesto más a mano, nadie viajaría ochocientos kilómetros para enamorarse de una mujer tal vez inadecuada, todo se resolvería siguiendo la ley del menor esfuerzo, y no sé si las cosas no andarían mucho mejor -dijo una voz.

IV

A la izquierda, de perfil, la princesa cautiva sostiene con mano de niña anoréxica el cordón donde está atraillado un lagarto naif con alas de mariposa, garras de águila y patas de camello. Dos patas; es un dragón bípedo. El monstruo parece más interesado en vigilar con un ojo a Esteban que en defenderse de San Jorge, quien, montado en un brioso caballito de ajedrez, ha surgido arteramente por el lateral derecho bajo un nubarrón para alancearlo en el otro ojo. La princesa contempla impávida la hazaña, quizá porque su excelente educación medieval la ha acostumbrado a que los caballeros cristianos se destripen en los torneos por sus colores o por su honra. O no tan impávida. Nuestra niña está acostumbrada a dominar sus sentimientos, pero, si se la observa más de cerca, podría sospecharse que ese dragón no le es indiferente. Lo mira a él, no a San Jorge; tiene la boca un poco abierta y la palma de la mano vuelta hacia arriba. Esa mano la delata. Esa mano parece decir: "Pero, ¿qué cree que está haciendo el caballero?" Quienquiera que sea el hombre que haya pintado ese cuadro, sabía perfectamente lo que estaba pintando. Ese paladín acorazado y lampiño es un anti-paladín, un aguafiestas. Basta seguir la línea de fuga propone la lanza, a partir del ojo herido del dragón, para dar con la cara de San Jorge. Es demasiado bonito demasiado lampiño, demasiado santo. Sostiene la ancha rienda roja de su encabritado caballito de balancín con un solo dedo de su guantelete.