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Gritos y aplausos. Espósito deja de observar el cuadro y mira hacia el tumulto. Un ambiguo bigotudo de largas patillas y pelo ensortijado acaba de aparecer en la sala. Otro muchacho sorprendente y volátil. Como si la cabeza de Facundo Quiroga viniera injertada en el cuerpo de la princesa del cuadro. Trae una gran bandeja en el extremo de su brazo aéreo y peludo. Entra y dice:

– Voilá, mesdames, caballeros y ambidextros, lúcidos intelectuales aborígenes… ¡Llegaron las empanadas!

Más gritos y más aplausos.

Por alguna de esas leyes misteriosas que rigen las apariciones y desapariciones en las fiestas, vos ya no estás en el sillón frente al San Jorge. Ya no estás o todavía no has llegado a la quinta. Con los años, Espósito buscará en su memoria los fragmentos de aquella última noche como quien trata de armar vanamente un rompecabezas cuyas figuras se han ido perdiendo, o se han mezclado con otras que no encajan en el dibujo original, y llegará a sentir que la única manera de saber qué sucedió es seguir adelante, destruir el recuerdo, confiar en la mentira de las palabras, hasta que ya no haya una sola que signifique nada.

– Quién es el joven peludo de la bandeja -pregunta. La señorita Cavarozzi está sentada a su lado.

– Facundito. Una maravilla de chico, y de una sensibilidad. No me mire así. Hace tapices. Lo que no me gusta es toda esa barba que se ha dejado ahora y esos pelos rulientos, no le sientan.

Espósito vuelve a mirar la lámina.

– Tampoco le sienta el sexo -dice, distraído.

– Ya sabía -dice la señorita Etelvina-. Ya sabía que estaba pensando en eso.

Montado en su caballito de ajedrez, San Jorge, con los ojos bajos, no mira al dragón. La damisela, sí lo mira. Toda la figura está armada sobre dos oblicuas que convergen en el frente y el espacio se parte en tres volúmenes. Como si los mirase al pasar el ojo volador de un pájaro. En el primer vuelo, las montañas se alejan sobre el fondo; en el segundo, el caballito se va achicando hacia adelante, lo que da al conjunto ecuestre cierta socarrona majestad estatuaria. El tercer vuelo apunta hacia otra dimensión. Como si abriera un agujero en la lámina, y en la pared, la caverna del dragón se ahonda desde la cabeza herida de la bestia hacia la izquierda y hacia atrás, cavando enigmáticamente en lo desconocido e inquietante. Ahí viven, nos guste o no, la cautiva y su Leviatán. ¿Qué hora será en el cuadro? Las figuras no proyectan ninguna sombra sobre el suelo. Es mediodía, o el pintor no ha podido romper aquí con la herencia gótica. Mediodía no es: ese cielo habla del crepúsculo, y allá arriba, a la derecha, casi en el límite de lo posible, se ve la uñita del cuarto menguante de la Luna. Lo que impresiona es ese nubarrón.

Y a Espósito se le desorbitaron los ojos.

– ¿Cómo dijo que se llama?

– Facundito. Es descendiente de Facundo Quiroga. Las cosas que hace en el telar son una maravilla. La cara es el vivo retrato del Tigre, no me mire así que me hace tentar.

– Señorita Etelvina -murmuró Espósito-. Yo respeto la gravedad de la Historia Nacional, y soy incapaz de decir una grosería en su presencia. Pero, como usted misma habrá visto, ese muchacho da toda la impresión de ser, cómo le diré, a mí me parece que la palabra es puto.

La señorita Etelvina daba pataditas sobre la alfombra y revolvía la cabeza como una ahorcada.

– Si no deja de decir semejantes atrocidades, yo me voy Espósito la miró en silencio. La señorita Etelvina estaba a la expectativa, encarnada y ávida. Gran pausa. La señorita Etelvina no pudo más y dijo:

– Por otra parte, no veo qué tiene de malo.

– De malo qué.

– Usted sabe perfectamente de lo que estamos hablando.

– Yo no estoy hablando -dijo Espósito-. Usted está hablando. Usted me está queriendo sonsacar.

– Mire -dijo la señorita Etelvina-. Diga de una vez todo lo que tiene que decir y déjese de pensar cosas sucias. A usted le parece mal que Facundito sea eso.

– ¿Eso?

– Eso que dijo hace un momento.

– Y qué fue lo que dije.

La señorita Etelvina miró hacia todos los costados. Después, muy sofocada, pero con una decisión que la rodeó de una aureola, murmuró al oído de Espósito:

– Puto. Me lo hizo decir. Usted es un monstruo.

– Pero si a mí no me parece mal ese vicio. Miguel Ángel, con lo fortachón que era, mal que mal también se hacía soplar la tuba, y eso no le quita mérito. O acaso yo digo que ese chico no maneja bien la rueca o el bastidor. Lo que me llama la atención es su nombre de Centauro. Fíjese que en mi pueblo había un enano que se llamaba Simón Bolívar, cómo puede ser. Y el doctor Pitto tenía una hija a la que le puso Elsa. Iba al colegio conmigo. Los chicos le llevábamos moscas, para ver si el sapito se las comía. ¿Se da cuenta de lo que puede la pila bautismal? Yo no me acostumbro a la realidad, señorita Etelvina. A que no adivina cómo se llama el mayor fabricante de artículos sanitarios del país, me refiero a inodoros y esas cosas, se llama Ortelli. Con ciertos apellidos no se puede fabricar masitas, hay que vender aparatos de poner enemas o inventar un supositorio gigante. Y el señor Custodio A. Fuertes, ¿a qué se dedica? Acertó. Tiene una cadena de negocios de cajas de seguridad. Al principio sorprende, como cuando uno descubre que el cottolengo está en la calle Carabobo. Parece demasiado adrede. Hasta que por fin uno sospecha si no habrá un orden secreto en todo esto. Yo he cavilado mucho sobre el poder misterioso de los nombres. El profesor Matera es cirujano del cerebro, el Costa de la funeraria se llama Lázaro, hay otro funebrero célebre, de apellido Marchito. O por qué cree que Malatesta era anarquista. Para no hablar de los otros Malatesta, el marido y el cuñado de Francesca. Imagínese que usted hubiera sido religiosa, quiero decir monja, superiora de un convento. Sor Etelvina, o incluso sor Ethel. Claro que no siempre hay un orden. El caso de Simón Bolívar, el de mi pueblo. Lo formidable es cuando los propios padres colaboran con la locura. Todo el mundo sabe, por la Guía Telefó nica, que existen las familias Barriga o Culo, por nombrar las más clásicas. También hay Pie, Gamba, Gambastorda, y ni hablo de la prosapia de los Concha, más que nada chilenos. Si se sigue moviendo de ese modo y se pone colorada no hablo más. Me remito sólo a los Culo. Muy bien. Yo me pregunto, qué lleva a un integrante de la estirpe de los Fuertes a ponerle Dolores a su pequeña hija; o por qué el señor y la señora Grande bautizan a sus mellizas: Martirio y Suplicio. Y hecho esto, qué demonio de la perversidad hace que la primera de las niñas crezca y se enamore y se case con un integrante del clan Culo. Qué pasa en el alma de esa chica cuando firma por primera vez Dolores Fuertes de. Y por qué razón los hermanos Culo o dos primos carnales de esa misma familia, tienen que llevar fatalmente al altar a las mellizas. Martirio Grande de Culo. O Suplicio. Dígame un poco, señorita Etelvina, si por algún motivo una de ellas tiene que ir a la farmacia a comprar vaselina, pongamos que porque su marido es carpintero y quiere engrasar el serrucho, ¿usted cómo cree que interpreta la risita del cadete que la atiende? Ya ve. Que a Facundito le fumiguen el potrero no me incumbe. Pero a mí me parece que hay algo maligno en su nombre. Yo siempre quise escribir algo sobre el Brigadier General, y ahora cómo hago. Ese chico debería usar seudónimo o por lo menos afeitarse.

– Ahora me explico tu interesante disertación sobre las mujeres -oyó a su espalda-. Se ve que sos todo un hombrecito.

Sentado como estaba, la voz lo tomó por sorpresa. La voz irónica y susurrante de Bastían, junto a su nuca. En un mundo algo remoto, la señorita Etelvina tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manitos. Bastían apoyó los brazos sobre el respaldo del sillón. Este tipo, pensó Espósito, tiene la virtud de hacerme sentir un disminuido mental. Parece un cuento de Poe. William Wilson. Pensar esto le solucionó en parte la dificultad de haberse quedado mudo.

– Usted habla muy bajo -dijo sin darse vuelta.

– Que estoy deslumbrado.

– Ah, no te había reconocido la voz. Qué tal, Bastían. Ya habrás resuelto tu problema con los autodidactas.

– Más o menos como vos el tuyo con nosotros. Espósito se sobresaltó de verdad.

– ¿Ustedes? Ustedes qué.

– Interprétalo como te guste. Al fin de cuentas, todos somos un poco maricas. Declarados, reprimidos, latentes. Menos vos, claro. Vos sos un varón de fuste.

– Me parece que Verónica la está llamando -dijo Espósito, y la señorita Cavarozzi pareció despertarse. Colorada todavía como un pinzón. Dio un saltito y ya no estaba más. Un pinzón que se equivocó de rama, -Querés que te diga una cosa, Bastían.

Bastían tenía los brazos cruzados sobre el respaldo del sillón y la cara al nivel de la oreja de Espósito.

– Bueno.

– Yo creo que tu amigo Santiago tenía razón -dijo Espósito sin mirarlo, y pensaba por qué había dicho tu amigo, por qué tu amigo y no simplemente Santiago o el jujeño, y sobre todo por qué había dicho tenía-. Mucha razón.

– Sobre qué.

– Sobre la trompada que alguno de nosotros dos va a tener que encajarle al otro. Cosa de intentar una vida más normal.

– Te la doy yo o empezás vos -preguntó Bastían.

Espósito se sirvió un whisky, lo olió, lo bebió, pero no encontró nada que decir. Miró hacia el costado y vio junto a su hombro la cara de Bastían. Caramba, pensó.

– Sabes que visto de cerca te pareces al jujeño -dijo Bastían-. Sólo que en versión hijo de puta. Espósito se rio.

– La segunda vez, Bastían. Demasiado para un solo día.

– Salgo corriendo o me quedo -preguntó suavemente Bastían, mientras Espósito se ponía de pie con mucha lentitud. Bastían también enderezó un poco el cuerpo; pero con gesto causal, sin separar las manos del respaldo del sillón. -Se ve que sos un tipo muy completo -dijo Bastían-. Y cuándo vas a pegarme.