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Espósito tenía el vaso de whisky en la mano. Con todo cuidado, lo dejó en equilibrio sobre el brazo del sillón.

– Ahora. Voy a romperte el alma justamente ahora.

– Sólo que no tenía la menor intención de hacerlo. Bastían sonreía sin mover un músculo: sus manos ni siquiera se habían apartado del respaldo. -Bueno -dijo Espósito recogiendo su vaso-. No negarás que era una linda oportunidad.

Momento en que Facundo Quiroga llegó con su bandeja.

– Tal vez al hombre no le gustan las empanadas, Facundito -dijo Bastían.

– Pero si chupa de esa manera y no come se va a morir -dijo Quiroga-. Está hético. Velo si no parece la estampa de la Herejía. Le pones un cielo tormentoso y un marco, lo colgás de la pared y es propio uno de esos afiebrados que le salían al Greco. Dale, comete una, aunque sea a medias con Nacho. Mira que éstas las hice yo. Hice justo dos docenas para elegidos. Las de los guarangos son de la rotisería, mismo que comer picadillo de sorete envuelto en lona Pampero. Estoy hablando mucho, ya sé. Pero es que ustedes no hacen más que mirarse como tortugas y me pongo incómodo. Éstas son de hojaldre. Las otras te caen como un crimen en la conciencia. Agarra, dale.

– Después.

– Después minga. Después vas a tener que comer las de loneta. Yo probé una. Era como morder una alpargata rellena con un cuento de Lovecraft. Ay, perdón, por ahí te gusta Lovecraft.

– No -dijo Espósito.

– Hay una cantidad de cosas que no le gustan -dijo Bastían.

Facundo Quiroga dejó la bandeja y miró alarmado a Espósito.

– Con esa cara no me vas a decir que tenés prejuicios sexuales. Salí, vos sos flor de reventado. Y éste también es un repodrido. ¿Quieren que les lea las manos?, traigan. Parece un casamiento. A ver. Nacho querría ser puto y no puede. Vos podrías y no queres. Che, qué fato jodido con la muerte y la locura tienen ustedes dos. Y esto, ¿con qué se come? Mamita querida -dijo de pronto-. Mamita querida.

Estaba asustado realmente.

Después se rehizo, serpenteó, lanzó una carcajadita forzada y se fue, realizando evoluciones con la bandeja.

Entonces ocurrió algo que postergó unas horas el ya irremediable enfrentamiento de Espósito con Bastián.

V

Nunca supo realmente qué fue lo que sucedió, tampoco tuvo tiempo material de averiguarlo, de todos modos, ninguno de los invitados de aquella noche pareció entender su exacto sentido.

Lalo, sonriendo, había entrado repentinamente en la sala, se había acercado a Guerri y, a media voz, pero de modo tan inequívoco como para que resultara imposible dejar de escucharlo, le dijo dos palabras a unos centímetros de su cara. Mequetrefe, le dijo. Mierdita. Y su tono fue tan encantador e inofensivo que parecía no haber hablado. Ahora yo me voy a desprender la bragueta y vos me vas a besar las pelotas, murmuró después sin dejar de sonreír. Miraba a Guerri a los ojos como si aquellas palabras fueran una conclusión natural, el resultado de algo que sobreentendido por el otro no requiere mayor explicación. Verónica, allá lejos, en el centro de un grupo que escuchaba extasiado el saxo de Paul Desmond, había comenzado a encender un cigarrillo, el alto señor canoso, junto a una de las ventanas, alzó su vaso hasta la altura de los ojos y sonrió hacia alguien que debía de estar en algún lugar del parque. Esteban y Bastián seguían mirándose. Lalo, con una naturalidad y una calma que habían hecho casi imperceptible el gesto, comenzaba, o mejor, ya había comenzado, a desabrocharse el pantalón sin dejar de mirar a Guerri a los ojos, mientras susurraba que aquella operación iba a tener que realizarse ahí mismo, y se desprendió otro botón, pero ya no sonreía y su mirada y su rostro habían adquirido una impresionante y helada dureza, a menos, agregó, que vos tengas una idea mejor, pequeño canallita. Y mientras con la mano derecha seguía desabotonándose la bragueta, alzó la mano izquierda hacia el hombro de Guerri, de modo que por un instante dio la impresión de que fue el peso de su brazo lo que le aflojó al otro las rodillas. Espósito sintió que alguien debía impedir que ese hombre se arrodillara, si es que aquello estaba a punto de ocurrir realmente. Sin saber por qué, supo que Bastían sentía lo mismo. Ni él ni Bastían se movieron. Fue Lalo, fue la mano huesuda y tensa del cazador la que ahora, tomando la camisa del combatiente a la altura de la pechera, levantó en peso al otro hasta el nivel de su cara. En el segundo siguiente estaban en el otro extremo de la habitación: Lalo había arreado a Guerri, a impulsos de tres o cuatro bofetadas monumentales, prácticamente en el aire, hasta una de las ventanas que daban al parque. Volvió a sujetarlo por la pechera de la camisa y lo sostuvo ahí, un instante. Farsante mequetrefe, decía con inquietante serenidad, sin perder el tono afectado y equívoco que tan curiosamente llamaba la atención en aquella formidable humanidad de casi noventa kilos. Mequetrefe comemierda, decía, mientras el cuerpo colgado de su brazo se bamboleaba como si estuviera relleno de estopa. A mí me vas a contar el cuento de la Sierra. Fuera del callejón impalpable que formaban, en un extremo, el marco de la ventana y, en el otro, Espósito y Bastían, los sonidos y los movimientos de la fiesta parecían en suspenso, como si toda esta escena sucediera dentro de un paréntesis. Este payaso, decía Lalo, ¿este payaso en la Sierra? ¿Ustedes saben quién es este mequetrefe? Abrió la ventana, sin soltarlo. Explicales a nuestros marmotas por qué volviste a la Argentina. Si el otro tuvo intención de hablar, de explicar o siquiera de preguntar algo, Espósito no lo supo nunca; sólo vio el terror en su cara gris y patética, los párpados apretados de espanto. No quiso seguir siendo testigo de aquello y desvió los ojos: se encontró con los ojos de Bastián. Todo esto, del principio al fin, no había durado más de treinta segundos.

Lalo, pasando el cuerpo de Guerri fuera de la ventana, abrió la mano, lo dejó caer, y cuando Guerri comenzaba a derrumbarse blandamente en el aire, le descargó todo el peso de esa misma mano, de revés, sobre la cara. Guerri desapareció y Lalo, cuidadosamente, cerró la ventana.

Después explicó sonriendo que esto, naturalmente, debía tomarse como una interpolación destinada a evitar cualquier malentendido, pero que él estaba allí para tratar otro asunto. Se abrochó la bragueta. El efecto fue sorprendente. Como si la expresión de las caras, el movimiento de los cuerpos, el sonido de la música, regresaran a esta región de la realidad. Volvió a oírse el saxo de Paul Desmond. Verónica terminó de encender su cigarrillo. El alto señor de la ventana bajó su vaso y lo puso sobre una mesita. Bastían, muy pálido, miraba a Esteban y la mejilla volvía a temblarle con el mismo tic colérico de esa mañana. Otro asunto, repitió Lalo. La última batalla del abuelo Laureano y su degüello en los pantanos del sur. Despejen, por favor, la alfombra. Vos, Elena, alcánzame ese florero. Gracias. Este florero es el mangrullo donde el abuelo medita sobre el destino de la Patria y la muerte de las ilusiones. El campo de batalla tenía la forma aproximada de esta piel de oso, piel, dicho sea de paso, que perteneció a una bestia que cacé yo mismo en el Yukón, acá pueden ver el tiro. Vos, Graciela, ya que entraste, decile a Verónica que me dé las llaves del tallercito de Roque, preciso los coraceros y los blandengues, y una berlina. Y de paso que saquen esa música de mierda, pongan una zamba o aunque más no sea un tango. Mientras armo todo, ustedes pueden ir a dar una vuelta por el parque. Hay una tormenta eléctrica exacta a la de hace ciento cuarenta años.

VI

"El abuelo", ha dicho Verónica señalando al pasar el gran retrato que acecha en el oscuro descanso de la escalera de caoba. Son las cuatro de la tarde y ella sube a su habitación seguida por un Esteban Espósito que lleva una botella de whisky y que todavía era yo. Yo, bastante joven a esa hora de la siesta. Desde la ventana se ve un sector de las Catalinas. Dos cúpulas, tres patios. En uno de los patios está el cementerio y hay un pino. Un techo de pizarra; dos de tejas españolas. El Monserrat detrás, si se hace un pequeño esfuerzo. La cúpula de la Catedral y el campanario de la Compañía de Jesús. Asomándose a la ventana, los claustros de Santo Domingo. "El abuelo", ha dicho Verónica y lo repetirá esa noche en el parque de la quinta del Cerro de las Rosas. Alguien tocaba la guitarra y cantaba una zamba con caudillos y degüellos. Un campanario dio las dos de la mañana. El tiempo seguía comportándose de una manera extraña. Esteban tenía la sensación de haber envejecido desproporcionadamente desde su aventura en la escalera. O quizá era el efecto del whisky, que se había transformado en vino de La Caroya. Un fogón o un vivac y alguien cantando la versión salteña de la Felipe Várela. Vos estabas sentada sobre el pasto y acababas de decir "No me contestaste" o "Tengo frío", lo que según el caso significa que entre tu llegada a la fiesta y estas palabras han ocurrido o dejado de ocurrir algunas cosas. El diálogo junto al San Jorge de Uccello, por ejemplo, la conversación con la señorita Etelvina, cierto encuentro imposible con el doctor Cantilo, bajo un olmo. De cualquier modo hace muchos años que no soy yo quien decide el orden de estas páginas, o, para decir la verdad, hace muchos años que nadie les impone ningún orden. Pero como es absurdo pretender que se escriban a sí mismas, lo mejor es dejar que alguien cante una zamba y que la voz de Verónica comience a hablar del abuelo. Mientras ella hable, tu mano estará sobre la de Esteban. Tu mano un poco demasiado larga como para que el engarce sea perfecto. "Esto, en otro tiempo, debió ser un país en serio", dijo Verónica, y Esteban supo que por fin iba a escuchar la historia de Laureano Zamudio, compadre de Güemes, coronel improvisado del ejército del Alto Perú, que se batió en Salta y en Tucumán y en Vilcapugio y Ayohuma por un sentimiento que tal vez estaba hecho menos de odio a los españoles que de amor y lealtad al general Belgrano, y que un día se hartó de los porteños y armó una montonera para pelearlo a Rosas si hacía falta, y acabó degollado por defender el cadáver de una mujer que él mismo había matado. Laureano Santiago Zamudio, que tenía una sola idea clara en la cabeza, la Confederación Argentina, y una sola mujer en el corazón, Aasta Solbaken, a quien dejó en Jujuy con un hijo al que apenas había visto una vez en su vida, y se vino a Córdoba, lugar al que nunca debió venir, como dirá más tarde el profesor Urba. ¿Cómo?, ¿cómo?, preguntó Esteban. "Que dejó a la mujer en Jujuy y avanzó hacia el sur, dejando el tendal y agrandando la montonera a medida que avanzaba", dijo Verónica. "La idea era juntarse con López y con los entrerrianos porque el abuelo creía que López y Ramírez todavía eran aliados." Esteban no entendía bien. ¿Si dejó la mujer en Jujuy, cómo los degollaron a los dos acá en Córdoba? Primero que no los habían degollado a los dos, sino a él solo. "A ella la mató él", dijiste vos. "Te lo conté anoche, le pegó un trabucazo en el corazón justamente para que no la degollaran." Se ve que era un sentimental, dijo Esteban, pero no podía dejar de imaginarse al abuelo con el cuchillo en una mano y el sable en la otra, y al cadáver de la mujer rubia entre sus piernas. "Y segundo", agregó Verónica, "que ella no se quedó en Jujuy sino que vino siguiendo al viejo hasta Ojo de Agua, y lo encontró." Al viejo, por qué viejo. "Porque él tenía como cincuenta años y ella veinte, si los tenía." Ah, pero entonces ésta es una historia de amor. "Por supuesto", dijo Verónica, o Esteban creía que ella era el Boletín de la Academia de Historia. Vos también habías dicho algo, y luego retiraste tu mano de la mano de Esteban y te pusiste de pie. "Y ahora lo usamos de adorno, pobre abuelo", dijo riendo Verónica. Sí, dijo Esteban, ya lo vi esta tarde en la escalera, y se interrumpió de golpe. Ninguna de las dos, sin embargo, pareció extrañada. Vos estabas de pie, mirando hacia una de las ventanas altas de la casa y dijiste que tenías frío.