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– Me doy cuenta, y usted no tiene más remedio que llevárselas a todas a Europa.

El tío Patricio se reía con ganas, risa que Esteban aprovechó para preguntarte al oído: "¿Cuándo me contaste lo del viaje?"

– Nunca.

– Tenía ganas de que él supiera que vos sabías. Y además, qué cambia, Esteban. Acá o en París, qué cambia.

Pero el tío Patricio había vuelto a dirigirse a Esteban, de modo que no había más remedio que prestarle atención.

– Perdón -dijo Esteban-. Usted me hablaba.

– No, no. Sólo le decía que usted, Espósito, tiene una virtud que admiro: sentido del humor.

– Pero si me decía eso, me hablaba -dijo secamente Esteban. El tío Patricio parecía no entender. -Quiero decir que usted dijo "no". Yo le pregunté si usted me hablaba y usted comenzó diciendo que no. Es muy curioso, pero en Córdoba todo el mundo dice que no cuando debería decir sí. "No, nadie", por ejemplo. Y ya que su pequeño problema de horarios está resuelto y nuestra niña de familia ha renunciado para siempre a la santidad y tal vez duerma conmigo, ¿le molestaría demostrar su propio sentido del humor hasta la hora de mi ómnibus? Me voy a las nueve.

El tío Patricio no esperaba algo así. Nadie lo esperaba. Lo curioso, pensó Esteban, es que yo tampoco.

– No sé cómo calificar esto -dijo el tío Patricio. Entonces intervino Verónica. Se le acercó, lo tomó familiarmente del brazo y se rio:

– Calificar, calificar -dijo-. Aprobalos. Se alejaron hacia la casa. Vos no hablabas.

– Entonces te vas mañana -dijiste por fin. Esteban dijo:

– Qué quiere decir "acá o en París qué cambia". Lo miraste.

– Quiere decir que acá, o en París, ¿qué cambia?

VII

Esteban Espósito hace pis. Ha salido a la noche del parque y bajo un cielo rajado de relámpagos, solo con su alma, en lo alto del Cerro de las Rosas, entre eminentes plátanos, Esteban Espósito hace pis.

– Oh, perdón -escucha del otro lado del árbol. La voz del doctor Cantilo.

Hablan así, uno a cada lado del árbol. El árbol es un olmo.

– Lo hacía en Ascochinga.

– El hombre propone y Dios dispone -dice el doctor Cantilo-. Situación curiosa, ¿no?

Se ríe con desenvoltura. El doctor Cantilo es sorprendente. Ese hombre hace pis con bastante más naturalidad que yo, piensa Espósito. Será porque es su árbol.

– Me gustaría mostrarle una cosa -dice Cantilo. Espósito se sobresalta. No estoy en absoluto preparado para apreciar, en la soledad de la noche cordobesa, ninguna cosa que me quiera mostrar el doctor Cantilo. -¿Ve aquello? -dice el doctor Cantilo-. Es un pequeño planetario. Un capricho de Verónica. Antes se pasaba las noches allí. Lo hice construir cuando me casé. Ahora ella no va nunca. Le gustaba pintar allá.

Se abrochan con urbanidad. El doctor Cantilo lo toma del brazo. Entre los árboles se ve pasar al profesor Urba. Va en dirección al planetario, seguido de una pequeña multitud.

– Quiero que sea franco conmigo -dice de pronto el doctor Cantilo. No es un buen presagio; nada de lo que viene debería suceder. Y en realidad no sucede. -Me refiero a otra cosa… -dice asombrosamente el doctor Cantilo; lo que en cierto modo es mucho peor-. ¿Qué piensa de los dibujos de Verónica? Usted los ha visto, Espósito. Me lo dijo ella.

– Qué pienso, en qué sentido.

– En el único, no se haga el tonto. Usted no es así. Le estoy preguntando si le gustan.

El doctor Cantilo es algo más ancho que Esteban, y, por alguna razón, en este momento parece también más alto. Lo lleva tomado por el hombro. Un gesto sosegado, tal vez sea excesivo agregar paternal. Un hombre capaz de decir en ese tono "me refiero a otra cosa" probablemente sea capaz de crecer en la noche. Crecer en todas direcciones.

– No. Francamente no me gustan.

– ¿Se lo dijo?

– No me lo preguntó. Además no entiendo mucho de esas cosas.

Se han detenido. El doctor Cantilo se quita pausadamente los anteojos, los limpia, se los vuelve a colocar.

– Sí entiende, y yo también. Usted tiene razón, son malos. Pero ella no lo sabe. Y yo le pido que no se lo diga.

– No hace ninguna falta decírselo. Usted se está preguntando a qué viene todo esto. Yo también. -Se ríe, un poco turbado, como si le molestara o lo sorprendiera el haber hecho una especie de broma. -Yo lo he venido observando, Espósito. Pensé que si ella le pregunta, usted es capaz de decirle realmente lo que piensa. Hay gente así. No quiero decir que sean malas personas. Es como si hubiese una zona en la que son incapaces de mentir. Y no por amor a la verdad, no se ofenda. Pueden engañar, y de qué manera; pueden ser indiferentes a casi todo, pero hay una o dos cosas en las que no pueden mentir. Como si de eso dependiera, o porque de eso depende… ¿cómo le diría?… su salvación. -El doctor Cantilo vuelve a reírse; parece avergonzado. Espósito lo mira de reojo, estupefacto y con alguna alarma. Tal vez sueño, piensa. -Por ejemplo: usted no tenía ninguna necesidad de contestarme la verdad, hace un momento, cuando le pregunté qué pensaba. Ni siquiera quería contestarme por miedo a herirme. Porque usted no quería herirme, me di cuenta. Y eso es curioso, ya que a usted no le importa mucho herir a la gente, anoche mismo, sin ir más lejos, los dos nos divertimos un poco a mi costa. Usted ahora no quería herirme, ni a mí ni mucho menos a Verónica, y sin embargo no me mintió. ¿Por qué?

El tono del doctor Cantilo es afable, casi íntimo. La pregunta es una pregunta real. Espósito piensa que esta conversación no está sucediendo. Este parque es otro. Hace un momento, sin ir más lejos, este lugar estaba lleno de gente y se oían canciones. Todavía se oyen, si uno pone atención, pero apagadas y lejanas.

– Tengo la impresión de que esta conversación no está sucediendo. ¿A usted, doctor, no le pasa lo mismo?

– No, y de eso se trata. Usted no puede ni callarse un pensamiento así. Es fantástico, realmente. Déjeme que le explique qué es lo que le parece imposible. A usted le parece imposible que un agrónomo algo cómico como yo haga pis en su mismo árbol. Ya sé que no me entiende, pero eso es lo que me está diciendo. Lo que usted piensa, Esteban, es que aunque usted y yo hagamos lo mismo estamos en regiones distintas. Y algo así siente con los dibujos de mi mujer. ¿Sabe lo que me dijo Roberto, una noche, Roberto Arlt…? A vos nadie te va a creer que fuiste amigo mío, ni yo lo creo, un tipo como yo no puede tener un amigo con esa cara… ¿Qué necesidad tenía de decírmelo?

– Y usted, doctor, qué le contestó. El doctor Cantilo saca de un bolsillo una linterna en forma de lapicera y mira su reloj.

– Caramba, las dos y media. No voy a poder mostrarle el planetario. Bueno, puede verlo por sí mismo, si quiere. ¿Qué le contesté? Que tenía razón. Yo me daba cuenta perfectamente de lo que él sentía. ¿Y sabe lo que me dijo? Me dijo: Lo raro de esto, Cantilito, es que vos, con esa cara, me entiendas a mí, pero yo no pueda entenderte a vos.

VIII

Vio; demasiado cerca de la ventana, la copa fulgurante de una magnolia, el callado estruendo de sus hojas despedazadas por un relámpago, y pensó vagamente que quizá no debería seguir bebiendo. Vio las ramas altas: no el tronco. No recordaba haber subido ninguna escalera. Oyó la campanada final de alguna hora, oyó tu voz. Tu voz decía que él no podía pensar seriamente ninguna de las cosas que acababa de afirmar en el parque. ¿Qué cosas?, ¿acerca de qué? De las mujeres, de la fealdad, del paso del tiempo. Esteban contestó que en ningún momento había hablado del tiempo, y mucho menos del paso del tiempo, en cuanto a lo demás, bueno, es posible que sí, que lo pensara, pero tal vez significaba algo completamente distinto de lo que parecía, le llevaría años explicarlo. "Años", repetiste con ironía. Vio tu perfil. Tenías el rostro vuelto hacia la ventana que daba al cerro, y él tardó un segundo en darse cuenta de que esa inesperada revelación de tu cara era tu perfil. Volviste a preguntar si era verdad que se iba al día siguiente. Entonces llegó Verónica. Se sentó, señaló hacia los relámpagos del parque y dijo algo asombroso.

– Lloverán bigornias -dijo-. Van a llover bigornias de punta.

Las mismas palabras de Santiago.

Esteban la miró. Se sentía anormalmente alerta, como poseído por una lucidez clarividente y enfermiza, pero poco a poco lo había ido ganando un malestar parecido al miedo, una inquietud creciente y sin origen preciso. Como alguien a quien, al caer la noche, comienza a resultarle desconocido y amenazante un camino, como si se hubiera perdido o estuviera a punto de perderse; sobre todo esto último, la inminencia de un peligro sin nombre, que hasta parecía irradiarse de los objetos. Esa lámina de San Jorge, por ejemplo. ¿Por qué lo andaba persiguiendo por la casa?, y su conversación con Cantilo, ¿podía haber ocurrido? Sobre una repisa vio un soldadito de madera. Era de la altura de un pulgar. Chaqueta roja con alamares dorados y una faja amarilla en la cintura. Alta galera, y una pluma colorada en la galera. "Pedíle que te los muestre", le había dicho Santiago la noche anterior. Muy bien, si se trataba de que el doctor Cantilo era capaz de tallar e iluminar este tipo de miniaturas, nuestro hombre estaba salvado para siempre. Lo incomprensible es que el jujeño, ya anoche, supiera que el doctor Cantilo necesitaría justicia hoy. Cada objeto, cada palabra, cada acto, por vagos o mínimos que fueran, parecían ocultar un significado, eran datos de una clave que le hubiera llevado años comprender. Como esas palabras de Verónica, un segundo atrás. Como ahora mismo la mirada de Mariano. Porque en algún momento de la noche Snoopy se llamó definitivamente Mariano, existió, nació un día en un lugar preciso, en la Quinta verde, junto a la casa grande de los álamos, la casa de las muchas habitaciones y la leñera, con un jardín en ruinas al borde de una pequeña barranca por la que pasaba un arroyo, y tuvo un pasado en esa casa, una isla, una realidad muy anterior a esta noche, y entonces resultaba imposible defenderse de él encontrándole un parecido grotesco, porque la mirada de Mariano, una mirada llena de desolación y de pureza, era por alguna razón la peor de las amenazas. Pero como si él, pensó de pronto Espósito, estuviera luchando secretamente no contra mí, sino a mi lado, disputándole a alguien oculto en la oscuridad no una mujer, sino algo más irrevocable y definitivo. O mejor, pensó, pero esto lo pensó mucho más tarde, mientras te buscaba en el parque bajo la lluvia, algo absoluto. Esteban se volvió hacia Verónica.

– De dónde sacaste eso -preguntó. Verónica alzó las cejas, sin entender. -Lo de las bigornias.

– Del cielo. ¿No oís los truenos?

– Oigo los truenos y veo los relámpagos. Me refería a otra cosa.

Vos seguías mirando empecinadamente una de las grandes ventanas que daban al cerro. Sólo que ahora estabas de pie. Dijiste que en seguida regresabas y fuiste hacia la ventana.

– Qué le pasa -dijo Verónica.