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Patricio andaba siempre de viaje por Europa y Mariano vivía casi todo el tiempo con nosotros. Por las tardes sólo estaban las muchachas que trabajaban en la casa y los más chicos, Mariano y yo jugábamos a los exploradores en el parque, muy viejo y muy descuidado, que era hermoso porque ya no era un parque. En el fondo, detrás de los eucaliptos, había un yuyal alto donde solían anidar los gansos de la Quinta Verde. Y un día, siguiendo el camino de los gansos descubrimos las Malvinas. Había dos, exactamente. Dos redondelas limpias en el yuyal más alto que nosotros. No eran nidos, eran mucho más grandes que nidos, eran dos islas. Una para Mariano y la otra mía. Les pusimos las Malvinas porque nunca habíamos oído de otras islas y las de los cuentos no se llamaban de ninguna manera, eran nada más que la isla, o tenían nombres que no significaban nada. No sé qué hacía Mariano en la suya, pero me acuerdo de mí, de la redondela mía del cielo y de mi cuerpo de espaldas sobre la tierra. Me quedaba horas y horas mirando pasar las nubes o esperando ver cruzar unos de esos lentos pájaros que vuelan como si volaran bajo el agua, horas enteras mirando el cielo a veces tan transparente y vacío que de veras parecía un mar quieto, y entonces la espera de una nube o un pájaro era esperar un barco que viniera a mi isla a rescatarme, hasta que la vela de un ala o una proa blanca aparecía muy despacio por uno de los bordes, allá arriba, y yo les gritaba en silencio socorro socorro pero el viento siempre los empujaba a buscar otras islas, tal vez la de Mariano, entonces yo volvía a esperar y no había nada más terrible ni más hermoso que esa espera, ese estar segura de que alguien llegaría por fin a mi isla, el miedo de que no me reconociera. No íbamos siempre ni siempre las encontrábamos, había que descubrirlas cada vez, tramar el viaje en la leñera, dibujar una rosa de los vientos en la tierra. Otras veces no hacía falta nada. Cuando menos lo imaginábamos y alguna de las muchachas de la casa gritaba entren todos a abrigarse o no se acerquen a la acequia, o nos buscaban porque andábamos escarmentando con mis primas a los más chicos o trepados a los árboles, me acuerdo de cómo y sin saber por qué nos mirábamos con Mariano y decíamos vamos a descubrir las Malvinas, no necesitábamos decirlo. Nunca supe qué hacía Mariano en su isla, tal vez hasta se aburriera un poco porque era nada más que varón y más chico, pero me acuerdo de mí, de la redondela mía del ciclo y de mi cuerpo sobre la tierra húmeda y, cuando hay viento, del rumor del viento entre los eucaliptos, y aunque entonces no pudiera sentirlo, me recuerdo como apoyada sobre la espalda del mundo, sé que era eso, la tierra palpitante debajo de mi cuerpo, papá en algún lugar de la casa y el ciclo que giraba alrededor de mi isla mientras el pasto alto y verde se ondulaba arriba como un túnel de borde suave. Un día, no sé cómo, las tías mayores se enteraron. Creo que lo contó Mariano o tal vez se lo sacaron a Mariano. Hablaron de lugares donde anidan los gansos y está el peligro de las víboras y Mariano contó todo y la tía Elenita dijo vamos a ver qué es esta imprudencia, como si tuviéramos poco con el accidente de ese alocado y los llantos de Ana Laura, a quién se le ocurre limpiar un arma a las tres de la mañana, vamos a ver qué es esa historia de la isla. Así me enteré de la muerte de papá y de que la tía Elenita sabía mucho de juegos pedagógicos y adecuados para las niñas, fue a ver las islas, dijo no, esto es un pajonal, volvió con el jardinero y un rastrillo y una azada, y limpiaron todo, por eso te digo que esto empezó ahí o tal vez el último verano del Faro, o a lo mejor ni siquiera se puede decir que nada haya empezado nunca, limpiaron todo, Esteban, pusieron unas hamacas y nos dieron bolsitas de colores con semillas para que las sembráramos, unas hamacas y un juego de croquet, o a lo mejor todo ya había terminado para siempre muchísimo antes…)

XII

Había tendido largamente a sus tres mil hombres y bajándole las riendas al caballo galopó de un extremo a otro de la línea, y los arengaba. El indio que había en Laureano, remoto salvaje comedor de carne cruda, y el conquistador que había en Laureano, bárbaro cristiano salido de un ducado o de una cárcel de España, con la estirpe del sol incásico y del Toro en la discordia de su sangre apenas amansada en largas tardes del colegio Monserrat, subidos a un caballo, dieron esto: una cruza de gaucho y de soldado, un patrón de estancias que era a la vez general patriota, asesino, señor feudal, galopando a los gritos ante una guerrilla de hombres curtidos y silenciosos que lo miraban como a un dios o como al arquetipo casual de cualquiera de ellos. Dios lar o arquetipo inacabado, pero en sí mismo bárbaramente hermoso, ahí, bajo el fulgor colorado de los cerros. Laureano clavó el caballo y desmontó. Acantonó cien hombres en el campamento del mangrullo y, mientras daba instrucciones acerca del camino por el que debían escoltar a la muchacha hasta Salta, si pasaba algo, pidió otro caballo. "El moro me lo reservo para una más grande", dijo sonriendo. Pensaba en Rosas; no sabía que estaba hablando de la muerte. No esperó el amanecer, dijo Lalo, y ésa fue una equivocación. El caso es que volvió a montar, enfiló hacia la loma, vio ponerse en movimiento a las tropas de López y ordenó cargar. La resistencia de los santafesinos entraba en los cálculos del abuelo; pero no semejante resistencia. Aquellos hombres, sabiéndose apoyados por el ejército de Bustos que marchaba sobre Laureano desde algún lugar de Córdoba, sabiendo que ni Ramírez ni Carreras existían ya, y contando a las espaldas del jujeño con los blandengues y dragones de Lamadrid, peleaban como contentos, como si aquella guerra ya estuviera decidida o sólo fuera cuestión de tiempo. Dos horas después del amanecer, Laureano, injuriado por aquella resistencia, ordenó abrir sus tropas a derecha e izquierda y él mismo cargó por el centro con lo mejor de su caballería. Cuando López se retiró, la gente del abuelo lo persiguió un rato, no mucho, y más bien como de lujo, porque Laureano sabía que el norte significaba alejarse de Buenos Aires y de las tropas entrerrianas que, según confiaba, venían hacía el centro del país para marchar sobre la Capital.

Lo que sigue, dijo Lalo, es una total carnicería.

Porque cuando el jujeño se reagrupaba, los dragones y húsares arremetieron de lo alto y la sableada fue atroz. Lamadrid cargó sobre Laureano; y parte de su caballería, sobre el campamento, donde, rodeada por unos cien hombres y por la guardia personal del jujeño, estaba la muchacha, Aasta. Cómo hizo el abuelo para aguantar el choque de Lamadrid, no han sabido explicármelo. Cómo hizo para quebrar a los que venían bajando de la loma, pasarlos por el medio y llegar con un puñado de hombres al campamento del mangrullo, pertenece quizá a la historia de las mentiras argentinas, al folklore de las zambas, a la memoria de las viejas y los guitarreros muertos hace un siglo. Hagan de cuenta que soy Hornero y créanme, dijo Lalo. Porque cuando los hombres del viejo ya estaban a punto de dispersarse, vieron al abuelo, de a pie, salir gritando desde el centro del desbande. Lo vieron desmontar de un sablazo a uno de sus propios oficiales, que huía, subirse al caballo y arremeter solo contra la avanzada de Lamadrid. Instintivamente lo siguieron para cubrirlo; cuando volvieron a pensar en algo, los que no estaban muertos estaban del otro lado defendiendo el campamento del mangrullo. Laureano, puteando al cielo y a la tierra y a Estanislao López, rearmó sobre la marcha lo que quedaba de su gente, cambió otras tres veces de caballo, volvió sobre Lamadrid, lo obligó a replegarse y vio morir en una sola madrugada a más de mil hombres que habían sobrevivido durante años las guerras contra los ejércitos regulares de España. Cuando por fin dio la orden de abandonar el campo, ni López ni Lamadrid se atrevieron a seguirlo. Tal vez porque no era necesario. Sabían lo que ignoraba el abuelo: que nunca se juntaría con Pancho Ramírez; que, en algún momento de ese mismo día, el viejo iba a encontrarse fatalmente con el ejército de Bustos o con alguna de sus avanzadas. O tal vez no lo siguieron porque esa lenta retirada de seiscientos hombres tenía algo de imponente, algo que inspiraba respeto y hasta temor. Los jujeños fueron dando la espalda al campo sin ningún apuro, con ostentosa lentitud, y se retiraron como si reiniciaran su marcha. Hacia abajo y hacia el este, como si no se resignaran a alejarse de Buenos Aires. Los jefes de Laureano, detrás de cada despojo de lo que había sido un batallón, iban cubriendo la espalda de aquellos gauchos que llevaban sus caballos al paso. Un puñado de jinetes rodeaba una berlina en la que iba una mujer. Laureano Zamudio, montado en un alazán y llevando de tiro un alto caballo moro, miraba la tormenta y pensaba en la Confederación.