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XVII

Cómo saber cuánto tiempo transcurrió ni dónde estuvo ni qué hizo Esteban hasta el momento en que, riéndose y sacudiendo de un lado a otro la cabeza, lo encontró la señorita Etelvina Cavarozzi, bajo las estrellas del planetario.

– Que está haciendo acá -preguntó la mujer, alarmada al principio, pero luego, al ver su aspecto de infinita diversión, contagiada también por su risa-. ¿De qué se ríe?

– Creo que me perdí. Esta casa es endiabladamente grande.

– Qué le pasa -preguntó la señorita Etelvina-. Qué hace.

Esteban, en efecto, hacía ademanes más bien extraños. Como si tratara de ahuyentar a alguien por detrás de su espalda apartándolo repetidamente con las manos. La señorita Etelvina, intrigada, se puso en puntas de pie: estiraba mucho el cuello y oscilaba el cuerpo de derecha a izquierda intentando ver algo. Parece una cotorrita mirando pasar un desfile, pensó Esteban. Imagen que resultó muy superior a sus fuerzas y lo obligó a sentarse en el piso.

– Estamos borrachos -decía la señorita Etelvina.

– Yo no me emborracho nunca -dijo Esteban-. Ayúdeme.

La señorita Etelvina le dio la mano y un segundo después los dos rodaban más o menos abrazados bajo las ilusorias constelaciones del planetario… Mirando hacia el sur, la constelación de la Cruz era siempre la más sencilla de ubicar, y ahí estaba, un poco a la derecha y hacia arriba de Alfa y Beta de Centauro. Ahora sólo había que girar la cabeza hacia el este para dar con la cola austral de Eridano, seguir hacia lo alto y ahí estaba Achernar, una de las diez más brillantes de este Parque de Diversiones prodigioso que, bien mirado, también es algo así como una máquina que canta. ¡Canopo!, ésa era Canopo de Carena, y ésta no puede ser otra que Sirio, la mimada del cielo, a la que Poe decía que es imposible alcanzar. ¿Tendría razón Poe? De espaldas en el piso del planetario, junto a la repentinamente seria señorita Etelvina Cavarozzi cuyo corazón pulsaba casi con terror en el silencio de los astros lejanos y azules, no parecía que lo imposible fuera necesariamente absoluto, no al menos si es cierto que la mano de la señorita Etelvina se ha posado sobre el muslo de Esteban, lo que momentáneamente no debe preocuparnos ya que la mano, aunque trémula, se quedó quieta y su contacto es tan leve que parece ingrávida. ¿Qué sería aquello? Una nebulosa o un cúmulo. ¿Cuántos cúmulos hay en la Vía Láctea? ¿Por qué será que las estrellas más brillantes tienden a situarse arriba y a la derecha de la secuencia principal? Debe ser algo relacionado con la masa, tal vez hayan evolucionado más rápidamente y ya comienzan a apartarse del trazado originario…

Esteban se puso de pie…

– Levántese -dijo casi con brusquedad.

– Usted no pensará… -dijo la señorita Etelvina.

– Salgamos. Lléveme a la casa.

En silencio, salieron del planetario y cruzaron un sector del parque que Espósito no recordaba haber visto. Robles y araucarias, un rosedal. La silueta de una fuente en la que había un ángel. Tenía una inscripción, imposible de leer en esa oscuridad; no hacía falta leerla para saber qué decía. Y ahora está sentado junto a Graciela Oribe. Ella habla, Esteban apenas la escucha. No puede dejar de mirar una lámina de Uccello enmarcada en la pared. Nada de esto puede ser, piensa. Hace años que ya no estoy en esta casa.

XVIII

Cerró los ojos y ahí estaba. Verde e imposible. Un dragón de juguete con ornamentadas alas de mariposa lo contemplaba desde la nada. Cuando abrió los ojos, seguía allí, exactamente frente a él. Sólo que ahora también vio a San Jorge y la princesa cautiva. Graciela hablaba de una casa antigua en la que había un parque en ruinas con un pabellón de caza, la Casa Grande, con tejados de pizarra y una leñera. Esteban volvió a cerrar los ojos y el dragón no desapareció. Como exaltado en el centro de un cielo negro, la oscuridad y el vacío lo perfeccionaban hasta el vértigo. No puede ser, murmuró, dejando con cuidado su vaso sobre el brazo del sillón. "Por qué no puede ser", dijo Graciela con voz amarga, "yo no era su hija." No me refería a eso, dijo él, seguí hablando, por favor. Abrió los ojos. San Jorge, su encabritado caballito de balancín, la cautiva, la vorágine tempestuosa del cielo, se organizaron instantáneamente en la lámina alrededor del dragón. Volvió a cerrar los ojos con muchísima cautela: ahí estaba, hipnagógico e intacto, pero solo, con su roja fauce abierta, tres círculos en cada una de sus alas, su único ojo fijo en Esteban. Consecuencia: no debo seguir bebiendo. Cuando las imágenes pasan a través de los párpados cerrados, no se podría jurar que uno está sobrio. Tampoco podría jurar, como le diría años más tarde cierto inefable personaje llamado doctor Miguel, que a la larga no acuden lagartijas, moscas, iguanas, ciempiés, toda clase de animales mínimos, en especial oblongos y movedizos. No es raro ver también diablitos con rabo. Cornuda gente onírica que emite voces imperativas, órdenes. Todo documentado. Esteban inspiró profundamente y el dragoncito se borró. Ya iba a abrir los ojos cuando el universo se pobló de flores. También se puso como blando, florecía y se ablandaba. Una primavera de pesadilla o algo parecido a un flan cubierto de flores; caléndulas, miosotis, asfódelos y petunias que sin duda no eran de este mundo. Cuando abrió disimuladamente el ojo izquierdo, notó, interpuesto entre su ojo y la lámina, el culo mundial de Helena Austin, lleno de flores. La gorda se había trepado a una banqueta, con su vestido estampado, y, oscilando peligrosamente, trataba de alcanzar algo. Sobre la nalga izquierda, entre unos gladiolos, Esteban Espósito percibió nítidamente una espina de Cristo.

– Ves lo que yo veo -dijo.

– Sí, es como los Jardines Colgantes de Babilonia -dijo Lalo al pasar.

– Deja de buscar cosas en los bolsillos -dijo Graciela.

Durante toda aquella experiencia óptica, Esteban, en efecto, había estado buscando una cápsula de Dexamil. Andaba suelta por algún bolsillo. Se le había caído del frasco esa tarde. Lo recordaba perfectamente.

– Para qué tomas esas porquerías.

– Para despertarme -dijo Esteban.

La encontró por fin. La tomó con whisky.

– Tomate un caldillo -dijo Santiago. Eran las tres de la tarde y estábamos los tres en el café frente al hotel. Santiago guardó en su carpeta negra la noticia que acababa de recortar del diario y tiró el diario debajo de la mesa.

– Dame eso -dijiste, en alguna parte.

Te di el frasco, en el bar. Antes, al destaparlo en el bolsillo, una de las cápsulas se me escurrió entre los dedos.

– Un buen caldillo con pimienta -dijo Santiago-. Y medio litro de vino de Mendoza, que da sueño. Te despenas con otro caldillo, que da sed. Y otro medio litro. Y así, sine termino. Una especie de carrera de Aquiles y la tortuga a la criolla.

Vos seguías observándome.

– Deja de mirarme de esa manera. Estos paraísos artificiales son puro talco.

– Deberías dormir -dijiste. Te habías puesto de pie. -Tengo que hablar por teléfono a casa.

Dormir, eras increíble. Iba a preguntarte si no te dabas cuenta de lo que significaba para nosotros perder una hora o siquiera diez minutos en algo tan insensato como dormir, cuando, sorpresivamente, el jujeño (o algo, o alguien) se puso a hablar conmigo en esa mesa. Sonreía como si estuviera contando una historia de hadas y, como desde lejos, como si en su voz se abriera paso la voz distante de otro, decía que la imposibilidad espiritual de soportar la materialidad de la existencia es uno de los factores que deben tenerse en cuenta como fuente de locura en numerosos artistas y poetas, pero, dijo o pareció decir al mismo tiempo que se tomaba de un trago la ginebra y le hacía señas al mozo para que le trajera otra, pero no el único factor. Junto a esa fuente brotan otras. Y acá entran, con permiso, el alcohol y los tóxicos. Gracias, mozo. Buscar deliberadamente en las sensaciones lo que tienen de extraño, de dudoso, de equívoco, de ambiguo, cortejar las pesadillas, sacarse los pantalones de lo real y, a falta de lo que Natura non dio, enterrarse hasta las negras verijas en los pantanos del sueño, he ahí el jardín del infierno de muchas naturalezas purísimas. No hay sueños impunes. Y mucho menos si se sueñan cuando estamos despiertos. En esos parques ilusorios no sólo crecen flores, sino plantas anómalas, yerbas parasitarias y venenosas; en esas arboledas se oyen no sólo ruiseñores, sino desafinaciones repugnantes. Trataré de ser claro. Otra igual, mozo. Toda sustancia, mejor deje la botella, toda sustancia artificial que ejerce una acción electiva sobre los centros nerviosos superiores, simula arcoíris de felicidad, pájaros de fuego, mermeladas de inteligencia, siempre hay una primavera inicial en la que la Mariposa o, con perdón de la palabra, el alma, lejos de deambular andrajosa y derrengada, está como borracha de alegría y forrada de divinidad, pero se sabe que a la larga los Castigos son inexorables. Algo acabará por romper un día el frágil salterio de Israfel, que no está en el corazón, como decía el hermano Poe, sino en la cabeza. Ahondemos un poco el problema, mientras Oribe habla en voz baja por teléfono; dicho sea de paso, qué manera de telefonear la de esa chica. La inspiración a secas, la vieja inspiración sin culpa y en estado puro, el salterio intacto sin aleación de la menor cápsula o botellón ajenos a su naturaleza inocente, qué es en sí misma, qué es sino el resultado de una inhibición o estupor de la parte racional de la Mariposa. Las tropillas de imágenes desaforadas, la hiperlucidez, el caos fulgurante de las ideas en el que parece imposible introducir una pausa, qué son, qué fueron nunca sino una forma de parálisis: parálisis del elemento superior o yegua madrina, parálisis de la conciencia vigilante y serena que juzga, corrige, sosiega, y que, cuando anda bien del hígado, escoge los materiales más nobles de donde quiere y como le conviene, para usarlos según la divina proporción. La creación estética ya es en sí misma un amago de locura. Paralizadas las facultades de primer orden, las otras suben de las profundidades, se abandonan a su libertad y producen, sin que nadie sepa por qué, los efectos más misteriosos e inesperados de este mundo, cuadros, música, versos, novelas. El arte, el arte y si me apuran ciertas formas superiores del pensamiento son el producto de una enfermedad del alma. No hace falta que compartas esta idea, no hace falta que nadie la comparta, basta con que yo no me la siga callando. Son rupturas del equilibrio espiritual. La pregunta es qué pasa cuando un hombre violenta deliberadamente ese equilibrio. El hombre nació para ser feliz, no para sufrir y hacer sufrir con la excusa de la poesía y la belleza: el secreto de la vida es sentarse a tomar mate con la mujer y los hijos a la sombra de una parra. Pero admitamos que hay o hubo alguna vez un arte bueno, sereno, natural como un gatito que se despereza. ¿Eso es lo que buscamos? No es lo que buscamos ni es lo que podemos. Y qué pasa, entonces, qué pasa cuando se ha llegado voluntariamente a este manicomio en el que estamos metidos. Santiago, en silencio, se sirvió ginebra y se quedó mirando el vaso, pensativo. Pasa lo que llamamos el arte contemporáneo. O mejor, lo que podríamos llamar el alma del artista contemporáneo. Una mariposa en escombros. Incapaz de sentir nada, de amar nada, de crear nada sin apelar a frasquitos y botellones. Una mascarita. Uno de esos disfrazados del último baile de carnaval. Una mascarita de final de corso que camina absorta por las calles de una ciudad vacía, dijo Santiago, suponiendo que Santiago o alguien hablara.