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– Vos seguí mezclando esas porquerías con whisky -esto sí lo dijo- y voy a tener que ir con mi libretita a visitarte al Neuropsiquiátrico, como al Viejo Poeta.

– También está el peligro de la muerte -dije yo-. Ya sea por lógica decrepitud del sujeto, o cualquier otro inconveniente. La vida en general es bastante peligrosa. Muy cierto.

Vos habías vuelto a la mesa. Santiago encendió un cigarrillo.

– Haces bien, qué joder. En este mundo, estallamos como petardos o nos arrastramos como ciempiés.

– Preciosa imagen. Muy coherente, sobre todo.

Vos entonces hablaste demasiado fuerte o te reíste sin motivo y yo busqué de reojo en las mesas vecinas la cara de un adolescente sombrío parecido a Snoopy. No la vi. Pero eso no significaba nada. El tono de tu voz o de tu risa estaba unido como por un hilo invisible a la rigidez de tu cuerpo, en el Calicanto, a tu cintura cuando cruzábamos la calle. En alguna zona, eran la misma cosa. Me di vuelta. Hasta me puse de pie.

– Qué buscas -dijo Santiago.

– ¿Les conté que quería ser cura? -dije yo. Santiago asintió, entornando los párpados y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

– Vos también, muy coherente.

Volví a sentarme. Parecías sumamente enfrascada en la contemplación de una de tus uñas. Verte las manos me alegró.

– Tres veces en dos días -dijiste sin levantar la cabeza-. Y que a los ocho años leíste al padre Damián.

– La vida del padre Damián. Siempre cuento lo mismo, es más fácil. Un cura salesiano, el padre Molina, me recomendó que leyera la historia del padre Damián. Para templar mi carácter. Damián de Veuster, que dio su vida por cuidar a los leprosos de Molokaki. -Y pensé dos días no, no dos días sino seis o siete horas sumando todos nuestros encuentros, qué estaba haciendo con el único tiempo que teníamos. -El padre Molina era mi director espiritual. Tenía una mano enorme, dos manos; pero yo me acuerdo que nos bendecía con una mano enorme, tipo camión. -Seis o siete horas, pensé, y lo que falta de la tarde y quizá la noche. -Una mano como para caminar de la mano hasta más allá de la tumba. Los chicos lo mirábamos como a un santo. "Si lo das todo, menos la vida, has de saber que no diste nada", decía. Un día lo destinaron a Tierra del Fuego. Hace unos años supe que estaba otra vez en el colegio y volví a verlo, realmente no sé para qué volví. Necesito decirle que soy ateo, padre; no se lo dije así, claro. Le debo de haber dicho: Perdí la fe. Lo que recuerdo bien es que se rio, menos que eso: sonrió como desde lejos. Como en otro idioma. "Expósito", dijo al rato, marcando la equis. "Vos eras aquel rubiecito que tenía un tío secretario de un ministro; te traían en un gran auto negro." No, padre, ése era el alemancito Hermann, yo estaba pupilo, yo era su alumno predilecto, usted me dio a leer la historia del padre fosé Damián de Veuster que sacrificó su vida por amor a Dios y a los leprosos de la isla Molokaki, en Hawaii, yo tengo el pelo más negro que su alma y usted es un hijo de puta que no tiene redención, padre. Naturalmente, tampoco se lo dije. "Sí", decía él, "sí." Miraba por la ventana grande de la rectoría hacia los patios y los claustros. "Ya no los comprendo más", dijo después; le pareció que debía agregar: a los chicos.

– Todo eso me contaste, sí. También lo de las meninges.

– ¿Meninges? -dijo Santiago.

– Inflamación. Veía grande o lejos, cómo te puedo dar una idea. Un túnel en el aire. Una especie de túnel o de esfera.

– Veías estirado -dijo Santiago-, ésa es la palabra. Como si los padres de uno, que están ahí nomás, al borde de la cama, estuvieran remotísimos.

– Un desplazamiento del espacio, sí. Como un vértigo, pero hacia el costado.

– Y las voces ahuecadas. De ahí la impresión esférica.

– ¿A vos te pasó?

– Puta si me pasó -dijo Santiago-. En el fondo, era una hermosura.

– Y cómo estás vivo. Cómo no quedaste idiota o lisiado.

– Eh -dijo Santiago con modestia.

– Che, jujeño -dije entonces-. Por qué no te separas de tu mujer. Abandonas a tu mujer y a tus hijos, te conseguís un amor catastrófico y nos vamos a vivir todos juntos. Te imaginas, allá arriba, las luciérnagas curiosas mirándote pasar. ¿Te imaginas, los cuatro juntos? Vos meta versos y yo meta pensar.

Vos escuchabas o parecías escuchar como si al mismo tiempo estuvieras viendo algo que no estaba ahí. Hiciste un gesto como de frío, una contracción que empezó en los hombros y terminó en la punta de los dedos.

– ¿Y nosotras? -preguntaste.

Lo preguntaste haciendo un esfuerzo por sonreír, por salir de algo. Como quien se obliga a abrir las persianas en una habitación a oscuras.

– Meta cocina -dijo Santiago-. Vos y mi nueva mujer, meta cocina, y estos dos varones enamorados del tiempo, pura inmortalidad y tomar mate a la orilla del río.

– A la orilla de un río, no sé -dije yo-. Vengo de la orilla de un río y no me parece justo. En realidad no vengo de allá, pero es como si viniera. Pensándolo un poco, en mi vida me moví del río y de la luna de mi pueblo. La luna es una de mis imágenes neuróticas, de mis ideas recurrentes. -Santiago, al oírme, hizo un gesto de desolación; aprovechó que el mozo pasaba junto a nuestra mesa y le pidió algo en voz baja. Después volvió a mirarme como quien le dice al otro que siga, que por él no se desanime. -Me doy cuenta -dije yo-. Suelo no reparar en mis auditorios de tierra adentro. Me refiero a Santiago, no a vos -agregué por las dudas-. ¿De qué venía hablando?

– De varias cosas a la vez -dijo Santiago.

– íbamos a irnos, a cualquier parte -dijiste vos.

– También -dijo Santiago-. Pero sobre todo del río y de la luna.

– Sí -dije yo-. Imágenes que siempre vuelven. Vuelven o uno vuelve a ellas, como si se cayera en un pozo. Y es raro. Al fin de cuentas ni siquiera nací en ese pueblo y me fui a los dieciocho años.

– Entonces es cierto: nunca te moviste de ahí. -Santiago desvió la mirada y se rio; siguió hablando con vos.

– Nunca se sale de esa historia, o si se sale es peor. Las mujeres ni lo sospechan, porque en rigor no tienen recuerdos. Pensa en Verónica. A lo sumo tienen memoria y gracias. -Hablaba con vos y eso significaba algo; su tono risueño y distante o el hecho de que hablara conmigo como a través de un puente, porque vos no parecías escucharlo y estabas como detenida en otro lugar de las palabras.

– Y si nunca se movió, hace bien. Dios quiera que le dure. Hay una raza de tipos que no vive más que hasta la adolescencia… Antes de la adolescencia, a lo mejor hay la niñez, y no siempre; pero ponéle la firma que después no hay nada… Graciela, m'hija, vos pareces medio dormida. -Habló conmigo. -Lo que trato de intercalar es que un tipo que pasa los treinta años empieza a oler a podrido.

– Metafísico estáis.

– Es que no como -dijo Santiago y lo apuró al mozo-. Lo escucho, chango.

– No sé de qué estábamos hablando, pero ahora me acordé de una casa. -Te miré. -Sé perfectamente que hablábamos de irnos a cualquier parte, los cuatro. Lástima que Santiago de a ratos envejece y que el único nombre que se me ocurrió para su viuda es una reminiscencia de Dante, da un poco de frío, ¿no? Hace un momento también hiciste ese gesto. Es el viento, que viene del Paraná. Hay una casa muy vieja, en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, alrededor de las dos de la mañana, te sentás en el tercer banco de la plaza de la iglesia, a la izquierda, como viniendo del río, y esperas. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe de ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca, en mitad de la rajadura. Primero ves un resplandor; después, nadie sabe. Yo veía una especie de cabeza de tigre, amarilla y veteada de fuego. Que es amarilla, es amarilla, aunque a veces tira a colorado. Linda y jodida, decía un amigo mío, como la idea del suicidio. Cuando pensaba entrar en el Seminario yo veía un triángulo y un ojo, la órbita fosforescente del ojo de Dios, espiándome a mí solo. Más adelante y según el estado de ánimo, he visto el sangriento sexo femenino del universo, la luna, mi corazón desgarrado entre las estrellas y la esfera famosa, no la de Pascal sino la del reloj, donde todas las que pasan hieren pero la última mata. En fin, no se puede describir. Hay que verlo. Al lado de eso, el resplandor final de la casa Usher es un tubito fluorescente, Dios me perdone.

– Te noto conversador -dijo Santiago-. ¿Cómo era lo de mi divorcio?

– Te enamorabas de una tal Beatriz -dije yo. El mozo dejó sobre la mesa un especial de salame y queso.

– Y nos íbamos. -El jujeño habló en medio de un mordiscón descomunal. -Y yo abandonaba a mi mujer y a los chicos.

– O no los tenías -dijiste vos, conciliadora-. Lo principal es irse.

– Con Beatriz -dije yo.

– Esteban -dijiste.

Santiago se tomó su tiempo para tragar, reflexionó un momento y dijo:

– Sí, señor. Trato hecho. Todo el noroeste del país sabe que adoro a mi mujer, pero sobre todo como era en el último otoño. Y a mis changos siempre les noté cara de huérfanos. ¿Y a dónde nos íbamos?

– A Brasil -dijiste.

– No seas europeizante, Oribe -dijo Santiago-. Hay dos tipos básicos de argentinas. Las que quieren irse a Brasil y las que quieren irse a París. Yo de mi país no me muevo. Los cadáveres se devoran desde adentro, dijo el gusanito.

– De irnos, y no siendo a la montaña, yo propongo un sitio fluvial y frutal, algo entre…