– No era un saludo -dije-. Es mi plegaria matutina. Dame un mate.
Traté de olvidar qué cosa desagradable había estado a punto de ocurrirme, y en qué esferas, y, por un procedimiento que me recuerdo usando desde la niñez, hice descender lentamente en algún sitio dentro de mi cabeza una compuerta pesadísima. Santiago entonces me preguntó algo y yo contesté cualquier disparate. La puntada de la noche anterior, alojada todavía en el centro de la nuca, se dilató espesamente. Un dolor familiar, un modo de tener cerebro.
– Beatriz, qué Beatriz -está diciendo el jujeño-. Graciela. La criatura divina de anoche.
Me está mirando.
– Y yo qué dije. -Me afirmé bien afirmado contra el espaldar de la cama. La puntada, yéndose de un momento a otro, iba a resultar como un mazazo. Fue un mazazo, pero al revés. Un golpe de bienestar tan súbito que casi me desmayo. Un segundo es mucho tiempo: no debo olvidarme de esto. -Estoy pensando macanas -le digo-. ¿Qué miras? Balzac lloraba cuando se le moría un personaje, a mí me pasa lo mismo. Es una cuestión de genio, en Jujuy no entienden de eso. -Y la compuerta acabó de caer pesadamente, plof, sin dejar una grieta.
– Anda a cagar a los yuyos -dijo Santiago.
– Eso sí que es poesía. Pensar que ustedes inventaron la inspiración. Si a la gente la dejaran escribir a lo que salga, el planeta estaría lleno de mierda. Es la primera palabra que se le ocurre al ser humano. Sin ánimo de ofenderte, ¿no te parece un poco temprano para la ginebra, y hasta para el mate? ¿No se te ocurrió pensar, es un decir, que yo podría estar durmiendo?
Con beatífica naturalidad bebió otro trago. Me aseguró que levantarme temprano me devolvería el amor a la vida:
– Te noto un color ceniciento que no presagia nada bueno.
– Sí -dije señalando el porrón-, se ve que vos tenés ideas muy rígidas acerca de la salud.
– Si lo decís por la ginebra, es medicinal. Verte tomar anoche era un espectáculo escalofriante. Imagino que si esta mañana no te asistía con un vasito de algo… ¿Nunca te dijeron que tenés un aire a Ray Milland en Días sin huella? Ya te lo van a decir.
– Alcánzame la camisa.
Se levantó, riendo. Dijo que él le cantaba a la luna porque alumbra y nada más, que era un guitarrero. Me tiró la camisa por la cabeza.
– ¿Siempre te despenas así?
– No, a veces vuelvo todo embarrado.
– Ya me parecía -dijo Santiago-. A otros les produce nada más que cirrosis.
– Un médico de Rosario me lo advirtió hace unos días. Parece que tengo un hígado diamantino y soy inmune a la diarrea. Pero puede afectarme los sesos. De cualquier modo, nunca me emborracho antes de las cinco de la tarde. Ni uso trajes marrones. Como el duque de Edimburgo. Y vos podrías hacer lo mismo. -Me puse la camisa. -En realidad, nunca me emborracho.
– Yo nunca uso trajes marrones -dijo Santiago. Echó delicadamente un chorrito de ginebra en la tapa del porrón, y lo bebió. -Tengo una curiosidad -dijo después-. ¿Viste una especie de langosta que estaba ahí y saltó por la ventana?
– No -dije-. Pero una vez vi un mamboretá. Un mamboretá comiéndose una mariposa. Verde y esquelético, parecía comulgar. Se la comía con una parsimonia que helaba la sangre. Era casi sagrado. Yo estaba más o menos a dos centímetros. Tienen la cabeza como una esmeralda muerta. De golpe giró sus ojitos de marciano en el extremo del pescuezo y me miró.
– Bueno -dijo Santiago-. Las langostas suelen comer de todo. Mientras uno esté sobrio y la cosa esté realmente ahí…
– Dame los pantalones. El delirio alcohólico debe ser algo así. O hasta un poco mejor.
– ¿No nos está saliendo una conversación algo descomunal, considerando la hora? -dijo Santiago.
Con el borde de la cobija entre los dientes, comencé a ponerme los pantalones debajo de las sábanas. Santiago seguía atentamente mis movimientos. Canturreó:
– Dominus vobiscum. Juntó muy rectas las manos.
– Et cum spitiru tuo -contesté.
– Jesuita.
– No, salesiano.
Durante un rato, tomando mate, evocamos la vida del internado. "Lo único que me quedó", diría él, "las tres cosas que se heredan de una buena educación religiosa, ponerme los pantalones como vos, debajo de la colcha, un latín pésimo, y esa forma rara de ateísmo que consiste paradojalmente en cagarse en Dios a cada rato." Con cuidado registré esa idea; me ofendió un poco que no fuera mía. Casi le confieso que yo había estado a punto de ingresar en el Seminario, pero me arrepentí y le propuse salir a la calle. Me habría resultado difícil explicar por qué Stefano, el Casto, renunció una noche al dulce lignum, dulce clavos, dulce pondus sustinet. Yo quería ser santo. Y antes, Papa. Hubo años salvajes en la espantosa jungla africana hasta que Roma me llamó e integré el Colegio de Cardenales. Mi celda de la meditación en los días temblorosos de la fumata, a la muerte del Santo Padre, se tiñó con lacerada sangre de mi cintura. Finalmente, yo, primer pontífice argentino y el nonagésimo nono de la Iglesia, el último, humildísim amenté me ceñía la diadema y heredaba la Tiara. Papa habemus, Satana!
El señor Ripul nos miraba. Santiago me miró a mí. Yo me acordaba ahora de mis funerales, de las campanas doblando a muerto en Rusia, de las tres iglesias congregadas el día de mi canonización. Santiago parecía reflexionar.
– Y ellos se juntan -dijo mientras salíamos Graciela, pensé. Un nombre pérfido. Dadora de Gracia. También pensé que llevaba tres noches sin dormir. Tener cuidado, ahijadito.
Salimos del hotel e ingresamos en la Historia. Nos recibieron cúpulas coloniales, fachadas veteadas de barroco, campanas fundidas hace tres siglos en Talavera de la Reina, veredas angostísimas sobre las que resonaron las botas y los pies descalzos de la Independencia, claro que había que seleccionar: saltearse el art nouveau de la Plaza España y la fórmica de las pizzerías. Nos quedaba algo más de una hora para la reunión en la Ciudad Universitaria. Santiago habló: su tonada era bella, musical. Yo pensaba en vos. No me cabía la menor duda de que estarías allá, y esta certeza, la sensación de libertad que me causaba ir postergando a mi antojo nuestro encuentro, me hizo sentir bien. Una especie de inmortalidad. Hasta el cielo había adquirido, de pronto, una discreta palidez otoñal. Odio el sol. Y muchas veces he pensado si esto del sol no es el símbolo un poco demasiado evidente de enemistad que se manifiesta en toda mi vinculación con la naturaleza, enemistad o ex amistad, ya irreconciliable, cada día más remota, entre ciertas cosas al estado puro y yo. Nunca he podido saber, por ejemplo, cómo se las arregla la gente para soportar el contacto de la arena en una playa, de las ramitas que se hunden en la piel, del aire, que los poetas llaman brisa pero que sólo una o dos veces en la vida normal de un ser humano sopla con tanta perfección como para no ser, o demasiado fuerte, o más bien tórrido, o francamente helado. Puedo entender y por decirlo de algún modo hasta gozar de una tormenta, de la furia que le recuerdo al río de mi infancia, su espanto de arrancar embalses e inundar las islas; hay algo salvaje y hermoso en todo eso; pero cómo es posible resignarse a la incomodidad de unas ortigas entre los pantalones, del polvo en los ojos, de las piedritas que se meten dentro de los zapatos. No sé si me explico. Y de cualquier modo no tiene nada que ver con lo que quería decir. Porque esa mañana, caminando con Santiago por las calles de Córdoba, el sol pálido, el aire, me hicieron el efecto de una ablución purificadora. Como de un campanario al que el día espanta (o posterga) sus murciélagos, se me volaron de la cabeza todas las ideas sombrías de la noche anterior. Traté de no pensar en la escena, que ahora juzgaba imbécil, de nuestra despedida. Necesitaba verte, hablar largamente con vos, confesarte unas cuantas cosas que, lo sentí de golpe, se me estaba haciendo muy tarde como para que volviera a confesarlas nunca. Lo sentí, pero por el momento no quise investigar qué significaba muy tarde, no, al menos, mientras me alegraran como entonces los hechos más triviales: un chico que pasó ululante, golpeándose el culo e inventando un vertiginoso aparato de correr que era un Centauro o un cacique. Me gustó una cúpula. Le agregué miriñaques y antiguas señoritas de un tranvía que pasaba, inmemorial y destartalado. Hoy: Hace un año en. Y comprendí que toda esa fiesta no era tanto la mañana en sí misma como la curiosa idea de que, con el tiempo, yo iba a recordar melancólicamente esa mañana.
– ¿Qué? -preguntó Santiago.
Y noté que acababa de interrumpirlo diciéndole, nada menos, que hay modos idénticos, formas de la mañana que se arquetipan para siempre. Santiago levantó las cejas. Como de cualquier manera ya no tenía remedio continué:
– Ésta, por ejemplo. Fíjate. Para mí, ésta es una mañana inédita y rara. Podrá repetirse, se me repetirá, seguramente. Siempre pasa. Volverá a darse en otro lugar -y al decirlo me recordé hacia adelante. Una calle de otoño, tal vez la callecita de una ciudad europea. Fue tan vivido que me di una especie de pena. -Y cada vez que me suceda una mañana así voy a sentirla fuera de lugar.
– Lo miré de reojo, el jujeño no tenía expresión irónica, al contrario, hubiera jurado que le pareció natural. -Hay mañanas de otra parte. Maneras de ser que tiene el aire, el frío.
El jujeño parecía pensativo.
Caminaba mirándose la punta de los botines, con las manos cruzadas en la espalda, su gran carpeta negra bajo el brazo y el diario de la mañana asomándole del bolsillo del saco. Misiles, leí. Cuba.
– Pasa con los domingos -dijo sencillamente, como a la media cuadra.
VII
Hoy, durante la tarde, pareció que definitivamente dejaría de llover. Lo temí. El silencio, no sé por qué -este silencio particular en el que no cuentan los gritos y rumores de la calle, los pasos y las voces en los pasillos, las puertas que se abren y se cierran, sino sólo el haber dejado de oír el golpeteo del agua en la persiana-, me desarraiga con brutalidad del pasado y me impide seguir escribiendo. Como si la lluvia, su fácil, su convencional tristeza de lluvia, presidiera de algún modo estas páginas o dotara a las palabras de un ritmo secreto que, al cesar, desbarata los rostros, las calles, los campanarios, los cafés, y, como en aquellas funciones de prestidigitación en mi pueblo cuando cambiaba la música, escamotea ante mis ojos lo que hasta hace un instante fue la ciudad y me instala con violencia en este cuarto de hotel y en una Córdoba desconocida con templos reales, veredas ciertas, plazas con árboles y tordos y parejas irrefutables, pero que es apenas una caricatura de la otra, mientras la verdadera ciudad se aleja de mí como esos sueños que nos abandonan al despertar. Releo entonces lo que llevo escrito y me pregunto si no es absurdo continuar esta crónica. Todo se magnifica o se deforma al escribirlo. Esta tarde entré en la biblioteca de la calle Colón y estuve a punto de acercarme a la señorita Etelvina, no sé por qué; nunca lo había intentado desde que he vuelto. Ella evitó mirarme. Firmé unos libros. Alguien preguntó por mí y me dieron un sobre. Acabo de saber que estás en Córdoba. Te espero. Un dibujo y una firma. Verónica. Fui. Llueve otra vez ahora y es de madrugada. Al regresar di un gran rodeo. Crucé por el puente de piedra. Lo imaginaba distinto: más ruinoso, más inolvidable. Verónica, en cambio, es idéntica a Verónica; pero tal vez sería mejor no haber ido. Un pórtico o unos pájaros negros, un puente de piedra, los leones de la Plazoleta del Marqués y hasta el derruido esqueleto de lo que fue una terminal de ómnibus son suficiente motivo de melancolía, no hace falta la gente. Melancolía o no sé, algo parecido al dolor, una vaga tristeza de sí mismos que caracteriza a ciertos hombres que tienen necesidad de regresar a lugares, pasar por antiguos zaguanes, sentarse en inmóviles plazas de ciudades o pueblos en los que quizá estuvieron sólo una vez, en los que pasaron una sola noche. Hombres para quienes una madreselva que todavía cuelga de un tapial es más importante que un rostro o que la mano retenida allí en otro tiempo, menos mortal que unos ojos cuyo color se olvida con más facilidad que el perfume nocturno por el cual, sin embargo, existen para siempre esos ojos, la mano, aquella cara. He vuelto a pueblos de espanto sólo por recobrar un ciclo aciago, que odié; he recorrido, siendo ya un hombre, las galerías de un internado sólo por tener otra vez miedo de las bóvedas, de los arcángeles amenazadores de la capilla y sus espadas del paraíso perdido. Como un criminal, me he apostado durante horas ante la puerta de una casa hoy deshabitada, esperando, casi ahogado de ansiedad, que ocurriese algo imposible y durante un segundo he llegado a sentir que aquella espera estaba sucediendo hacía años, y que justamente eso, ese cruce en el tiempo, era por fin lo imposible. Tal vez por cosas así no me reconozco en los vidrios de las ventanillas cuando viajo de noche: la cara transparente que me mira con cansancio no es la mía. Mi verdadera cara, mi antigua cara reflejada en vidrios de otros trenes, en tranvías desaparecidos, en aquel Ford destartalado y crujiente que una noche manejó mi padre por un camino de tierra, viaja por la sombra hacia lugares que sus ojos verán por primera vez, lugares donde sucederá algo terrible o hermoso, inacabado y siempre difícil de comprender, cuyo sentido necesito recuperar para encontrarme. Nadie busca a otro cuando recuerda, por más que lo haya amado; sólo intenta recobrar lo que tuvo cuando existía el otro. Creemos llorar a un muerto y lloramos por nosotros mismos. Creemos evocar a una mujer y sólo anhelamos sentir, ver, tocar, lo que sintió, vio y tocó nuestro propio cuerpo. La memoria es hermana de la muerte; hace vivir lo que fuimos a expensas de la verdadera vida, que sucede y se agota ahora. Sin embargo, para ciertos hombres no hay vida más intensa que ese perpetuo regresar, y tal vez algunos consiguen el milagro de instalar el pasado en el presente. Todo consiste en convivir ahora con los fantasmas de otros tiempos, traerlos de allá como se podría traer un objeto de un sueño, no dejarse seducir por sus sonrisas muertas y sus manos de niebla, arrancarlos de su ciclo a fuerza de palabras. Por eso al volver hoy de la casa de Verónica pasé por el puente de piedra y por eso me empecino en seguir escribiendo estas páginas, aunque a veces, al leer Graciela o Bastián o señorita Etelvina, tengo la impresión de estar ante un idioma cuyo significado profundo no sólo es imposible de transmitir a los demás, sino, incluso, imposible de ser descifrado por mí. De cualquier modo, he comprendido algo. Como ante una encrucijada, dos fuerzas antagónicas se disputaron hasta hoy el camino hacia el final de este libro: la necesidad de saber dónde estarías ahora, o con quien, y el opuesto e inexplicable deseo de no saberlo; el miedo de encontrarme con vos en cualquier esquina y tomar súbita conciencia de que pudieras existir fuera de mí, de aquellos dos días, y que tu cara real se interpusiera como una máscara a los rasgos que con tanto cuidado y amor han ido perfeccionando las palabras y los años. Esta noche supe que no vamos a encontrarnos, no al menos en estas calles ni bajo estas estrellas. También supe un desenlace. Verónica me contó hace unas horas un final para esta historia; uno, no importa cuál, porque ya no voy a escribirlo. Hay muchos más tan verdaderos como éste, y cualquiera da lo mismo. No importa si la realidad es más piadosa o más terrible, más verosímil o más grotesca de lo que yo quise imaginar en todos estos años. Hay una historia que será para siempre de Verónica, del mismo modo que existió una versión tan real como ésa, aunque más breve, que fue de Santiago. Inés supo una parte, aquella tarde, al pie de la escalera; la pobre señorita Etelvina, otra, sabe Dios cuáclass="underline" quizá la que hoy le hizo bajar los ojos al verme. Y queda por fin ésta que sigo escribiendo ahora, la única que me está permitida y la única que algún día será verdadera, porque no está sujeta a las tristes leyes de la realidad ni sucede en el tiempo; la que empieza y acaba en aquellos dos días y de la que soy, infiel, el único testigo. Infiel, porque es condición de la palabra falsear lo que nombra, pero digno de fe porque a muy pocos se les ha puesto un precio tan alto para llegar a la verdad de su propia fábula. Sé cuánto hay de imaginario y falso en lo que llevo escrito; ni las palabras que se dijeron entonces ni las cosas que sucedieron corresponden a las situaciones y a los diálogos que recuerdo o invento y de cuyo origen real sólo queda un matiz, una sombra, un eco que acaso repito casualmente; ni hay sin embargo otro modo mejor de restaurar aquello. Como si debiera terminar un cuadro ajeno según el testimonio de alguien que habla otro idioma, o de un loco. Tengo junto a mí un viejo cuaderno Leviatán, escrito a lápiz, donde una parte de la historia ya sucedió de alguna manera: es como un mapa o una hoja de ruta que cada vez se parece menos al camino que siguen estas páginas. Tengo un mapa verdadero de la ciudad, con el nombre antiguo de sus calles y el recorrido de tranvías que ya no existen. Tengo, sobre todo, una libreta de notas que cabe en un bolsillo. La llevaba conmigo en ese viaje y es el único testimonio inapelable de aquellos dos días. Hay allí unos apuntes, marginales y de sentido casi secreto. Evocan una mancha en una pared; aluden a la forma equívoca y horrenda de un saco colgado en una silla. Hablan de Santiago, varias veces. Me recuerdan el título de una película que pasaban esa noche en el cine General Paz, un remolino de papeles y hojas secas en mi camino a la casa de Verónica. Hablan de Inés. Lo conmovedor en ella es su mirada, escribí: no los ojos, la mirada. Mira de un modo desolado y patético, como si estuviera reclamando de la gente actos grandiosos o perfectos. Las dos o tres veces que la he visto tuve la misma impresión, la de estar ante alguien que espera de mí o acaso de todo el mundo gestos heroicos o legendarios. Al comienzo de la tercera página dice: Graciela. Después, subrayada, la palabra marcas, en letras mayúsculas. En esa misma página hay un dibujo que representa la Plaza San Martín y las calles que la rodean; sólo que el Cabildo está donde debiera estar el Balcón del obispo Mercadillo y, junto al pasaje de las Catalinas, hay un signo de interrogación y la palabra verificar, lo que me hace pensar que lo dibujé en el hotel o quizá en Buenos Aires.