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– ¿Y eso -pregunté. Bruscamente has escondido las manos. -Son marcas -dije.

– Sí. -Mirabas hacia un lugar situado un centímetro sobre mis ojos. -Me quise matar.

– Matar, estúpido. Inferirme grave ofensa física. Abrí la navaja de Patricio, cerré los ojos y olvídenme, Graciela Oribe al suelo, totalmente muerta. No -dijiste de inmediato-. Fue con un vidrio, en una ventana, en la casa del faro. Ya te hablé de la casa del faro. Me apoyé en el vidrio y se quebró. La fábula diurna y la nocturna, pase y elija.

– Déjate de hacer la Esfinge.

– Tarzán furioso emplear el terrorismo -dijiste-. Ujiií, Tantor. Graciela ahora contar verdadera historia.

Y hablaste un rato en la jerga de los monos.

– Nadie se mata por eso.

– Por supuesto. -Te reías, moviendo lentamente la cabeza, con una mirada incrédula y húmeda. -Ya ves, lo real es que me corté con un vidrio miserable y sin grandeza. -Tenías unidas las palmas de las manos, con la punta de las uñas rozando los dientes y me mirabas con súbita malignidad. -O quizá otra cosa. Graciela llamarse Electra y vos ser mi instrumento para matar a Orestes. -Y yo pensé: A Egisto, debió decir a Egisto y oí a mi espalda voces confusas de mujeres entre las cuales distinguí la de Verónica y la risa de la señorita Etelvina Cavarozzi, quien ahora está junto a nuestra mesa y dice algo sobre un paseo al Observatorio. -Creo que de veras te necesito -murmuraste y, sonriendo hacia Verónica, agitaste levemente la mano diciendo que no, y a mí me hubiera gustado saber, entre otras cosas, no a qué, cuando la señorita Cavarozzi dice de corrido: "Véanlo al pícaro no pierde el tiempo Gracielita qué linda estás de qué hablaban"; y se sienta. -Del infierno -dijiste vos.

– Eso no es una conversación -dice la Cavarozzi.)

Hay entre los apuntes una prolija descripción de la quinta de Verónica, en el Cerro de las Rosas, y sólo dos palabras acerca de la casa de la ciudad. Las palabras son: La escalera. El resto se refiere a la fachada del Seminario Mayor, al Museo Histórico que fue la casa del virrey Sobremonte (la casa del marqués, dice) y a la Capilla Doméstica, construida en 1643, a su bóveda y su techo de madera sin un solo clavo. En total, doce carillas.

Tu nombre aparece cuatro veces.

VIII

La espadaña del monasterio de Las Teresas, de una hermosura casi sobrenatural esa mañana, al menos vista de golpe desde mi festivo corazón manierista. Palomas. Las torres de la Compañía de Jesús y, de perfil, la encumbrada silueta de Fray Fernando, escribiendo alguna cosa en el aire pálido de octubre, de pie junto a su alto pupitre invisible. Todo bajo un sol casi demasiado benévolo. ¿Cómo puede causar inquietud sentirse alegre? Me estaba haciendo esta pregunta cuando vi una librería de viejo junto al inesperado cartel de un club nocturno. La cueva de la Sibila. Night Club. El nombre de la librería también resultaba un pequeño anticlímax. Fausto. Librería y papelería. Textos usados y religiosos. Menos mal que debajo de la palabra Fausto se veían dos paisanos jetones de Molina Campos, compartiendo un porrón a la sombra de un arbolito. Bueno, pensé, por lo menos se trata del Fausto Criollo, pero por qué usados y religiosos. Y tan cerca de la cueva.

– No entremos -dije.

Santiago se detuvo en seco y me miró.

– De ningún modo. -Su tono era desconcertante; al principio no entendí. Me había quedado pensando en la señorita Sibila, quien fuera. La Sibila de Cumas. La gruta sibilante de la Sibila de Cumas. -Te juro que nunca pensé entrar -dijo.

O sea que únicamente a mí se me podía ocurrir el disparate de meterme en una librería a las nueve menos cuarto de la mañana. O en un night-club. Duerma bien, pensé, coma bien camine mucho lo que usted tiene es hambre. Dije que en el fondo era una pena, pero qué le íbamos a hacer. Lo de las unidades Angstrom, lo de las combustiones químicas. Y el jujeño me rogó que me explicara mejor. El color de unos ojos o la calidez del cuerpo de una muchacha, o lo que pasa esta mañana con el aire, que todo eso pueda medirse o descomponerse en unidades Angstrom, que sea el resultado de algo que se intercambia entre unas moléculas. La famosa angustia es una cuestión orgánica, te comes un buen especial de mortadela o te tratan del hígado y adiós tristeza.