El jujeño hizo un ruidito seco, un aborto de risa entre melancólica y doctor Caligari.
– Es cierto. En los últimos años han disminuido mucho las enfermedades microbianas. Lo que sigue aumentando es la locura. Me gustas -dijo después. Lo dijo de un modo extraño, como si en realidad estuviera pensando: Aunque no me gustes nada, creo que me gustas un poco. -¿Cuántos años tenés?
Era fatal. Volví a espiarlo de reojo. De perfil, tenía el aire de un halcón cansado. Arruguitas en las sienes. Tres largas rayas como grietas le cruzaban la frente. Me sentí liviano y nítido (pero qué era eso, qué era lo que se avecinaba, eso que se había desencadenado en algún lugar de la ciudad y se avecinaba como una informe mole sombría, por qué esta inquietud y, para decirlo de una vez, este miedo) y quise ser generoso o continuar sintiéndome generoso, porque, de un modo oscuro y difícil de precisar, lo de la desesperación que se cura como la hepatitis había sido un arrebato de alegría o de flor secreta, un homenaje, no del todo humorístico, no sabía por qué ni a quién.
Me agregué dos años, fue todo lo que pude hacer.
Vi, allá enfrente, la cúpula de mosaicos de la basílica de Santo Domingo. Estábamos a punto de cruzar la calle.
– Sos muy pichón -dijo él.
Hice un último esfuerzo. Me aferré al campanario y sus palomas, a los quioscos chinos, al aire que realmente olía a garrapiñadas.
– No te hagas el senil. En este país todo el mundo tiene el complejo de la edad.
Este país, como decir: esta pensión.
– No, chango; es algo mucho más profundo.
Y si esperaba que prosiguiera, me equivoqué. Pero qué país cachivache, realmente. Más profundo. Me irritó esa vaguedad, la sentí como un fraude, un argentinismo sencillo y astuto para fingir sabe Dios qué honduras de pensamiento, qué ideas abismales. Hoy, sin embargo, sentado frente a la ventana en el mismo cuarto de hotel que hace años ocupó Santiago, a unas pocas cuadras de aquella esquina, de aquel mismo campanario, pero separado de la ciudad por un infranqueable territorio que no miden la distancia ni las horas, sino la muerte, la ruina de los sueños, el olvido, sé que aquel lejano "más profundo" era el mejor modo de expresarlo. El jujeño cambió de brazo su carpeta negra y se echó hacia atrás el pelo con la mano. Un lindo gesto. Como un nadador que sale del agua.
Habíamos llegado a Velez Sarsfield. Eran exactamente las nueve de la mañana. Cruzar una calle no es siempre lo mismo que cruzar una calle, pensé.
– Oíme -me oí preguntar de pronto-, ¿alguna vez te sentiste…?
(…¿solo?, ¿único en el mundo?, ¿separado del resto de los hijos de puta que habitan este cementerio y te miran como a un peligroso ejemplar contra natura?, ¿jodido pero contento?, ¿como fraguado en un metal purísimo?…)
Pero mejor me callaba.
– Sí, chango -dijo entonces el jujeño-. Yo también, hace mucho, fui más joven que nadie.
Me hubiera gustado saber de qué se reía pero no tuve tiempo de preguntárselo, porque aquello, lo que fuera aquella cosa que se había desencadenado en alguna parte y avanzaba por la calle como un trueno negro ya estaba casi sobre mí, una masa sombría que patinó largamente sobre el empedrado con un vagido de animal mítico, una especie de brama o de relincho -… el de la Muerte, ahijadito, grandísima yegua que impide llegar con salud a la otra vereda, porque lo que estaba avecinándose ya llega, porque venimos avanzando vertiginosos, desgolletados, dejando el culerío- mientras el jujeño me toma del brazo y con brutalidad me aparta, y una hoja, volando de su carpeta, planea un instante en el aire y va a dar a mis manos -¡Cuidado! -y yo alcanzo a ver en la cúpula la oscilación de la campana mayor a punto de tañer la primera llamada del Oficio de las nueve y a una de las palomas que, sobresaltada, anticipándose al tañido, inicia el movimiento del vuelo en el arco del campanario, imagen que bien pudo ser… -¡Póstuma! Imagen que bien pudo ser póstuma, dulce asfódelo, porque ya hemos soltado amarras y llegamos raudos, cacofónicos, pedorreicos, tocando a la manera antigua y a los cuatro vientos una dantesca trompeta con el culo.
– ¡Cuidado! -dijo Santiago.
La hoja manuscrita voló de la carpeta y quedó en mis manos, hoja de la que sólo alcancé a ver el título (escrito con nítidas letras mayúsculas en el centro de la página), y que por la disposición de su escritura, como si fueran versículos, me pareció un poema, pero, según comprobé mucho más tarde al encontrármela en el bolsillo, era, para darle algún nombre, un compendio de la Historia del Mundo en los últimos dos milenios, o al menos de una zona de esa historia, enfocada desde el punto de vista de cierta actividad del Espíritu, dicho sea con mayúscula y sin ironía alguna.
Pero todo esto lo supe mucho después. Lo que ahora está pasando puede resumirse diciendo que casi me atropella un automóvil. Oí la frenada, el grito de Santiago y un portazo. Una ráfaga o un ala me rozó la frente, algo glacial y en cierto modo repugnante. Entonces, descendiendo, llegó junto a mí, apareció en Córdoba, querido lector, un personaje desacostumbrado.
EL DIABLO
En el siglo I, en el siglo II y en el III, toma partido por el paganismo e incita a los Césares en su defensa. Resultado: las Diez Persecuciones.
Siglo IV. Juliano el Apóstata. El pacto del monje Teófilo. Mientras tanto, la poderosa herejía de Arrio.
Siglo V. El Imperio se había hecho cristiano; corrijo: los cristianos, imperialistas. El que Canta en las Tinieblas movió contra el Imperio a los bárbaros y los hizo desaparecer.
En el siglo VII, los bárbaros eran cristianos y católicos. Don Patillas soliviantó a Mahoma, puso a medio mundo en manos de sus prosélitos, arrasó con estruendo los Santos Lugares, se metió en España. De donde nunca saldría, por decirlo así.
En el siglo IX, la Ciudad de Dios se había organizado nuevamente en Imperio (mierda de tipos, realmente); pero Él sopló (!) en los corazones la rebeldía y el orgullo, y el Imperio fue desbaratado.
Roma, en el siglo X, es el circo donde prosigue esta singular contienda. Borrado el Imperio es necesario abolir el Papado. Los violinistas del subsuelo lo sumieron en la opresión, la vergüenza y el escándalo. Mala suerte, no se logró gran cosa.
Los siglos siguientes, mejor ni acordarse. San Anselmo, las Cruzadas, la Escolástica, las Órdenes Mendicantes, la Divina Comedia, el Románico, el Gótico, la mística de la Ascética. Sobrevivir, en este clima, fue realmente heroico. En cuanto a la Comedia, no estoy muy convencido de que Él no haya estado en singular contubernio con el ñato florentino de los laureles.
El décimo cuarto termina mejor. Salvajismo, prevaricación y desenfreno. Gran repunte.
Siglo XV. A desnudarse. Los alegres dioses paganos se vienen como glaciación sin su sibónido. Lástima el nacimiento de Lutero. Gran muchacho en el fondo, algo serio a veces, para mi gusto.
Y la Gran Alborada , la edad de oro, el asado con cuero de los Magos, mucha gente excesiva no obstante, pero en agua revuelta cuchillo de palo, íncubos, súcubos, posesos, monjitas como mariposas a las que el amor hace trepar por las paredes, pactos a rajabonete, embrujamientos al paso, maleficios, filtros, insurrección simbólica y ritual, pócimas. Bebe, bebe este nepente. Rabelais. Ya asoma en el horizonte la filosofía, entre las carcajadas de Gargantúa y Pantagruel, y aquí no descubro mi secreto.
Siglo XVIII La Razón.
Siglo XIX, Friedrich Zarathustra tiene una buena noticia. La pagó con la cabeza, pero quién le quita lo bailado.
Últimas semanas. Guarda en secreto estas palabras, dijo el Profeta.
El campanario y el vuelo de la primera paloma, la página que se materializó un segundo ante mis ojos como una epifanía, mi gesto automático y vagamente clandestino de guardármela en el bolsillo, mezclados al portazo, a la voz de Santiago entre las campanas. Todo un poco mal sincronizado. Y este sonriente personaje que ahora descendía del coche, el astrólogo, un señor bajito de cejas revueltas al que hubiera jurado haber visto antes en alguna parte: el profesor Urba. Todo a destiempo, abalanzándose en cualquier orden como para llenar decorosamente un hueco de la realidad. Un enjambre, ésa es la idea: abejas que convergían atropelladísimas en el agujerito de un panal. El profesor Urba dijo que había sido un buen susto, sí señor. El hombre del taxi me preguntó a gritos de qué me reía. Yo, que había vuelto a levantar los ojos, vi en el cielo la imagen inversa del panaclass="underline" un abanico. Un fulgurante abanico de palomas. Yo de azogue refractando en dos direcciones la mañana. La primera paloma no había alcanzado a sobrevolar el techo del convento; cuando repicaron a pleno las campanas, el resto de la bandada se echó a volar, abriéndose en abanico, como palomas causadas por campanas. Volví a bajar los ojos y vi, o mejor, choqué con el rostro congestionado e itálico del taxista, quien, con locura creciente, agitaba mucho las manos. "Un buen susto", oí a mi espalda, "hay que estar más atento, muy atento." El taxista se tomó la cabeza, inesperada culminación de otros dos gestos, ya que antes, como desviándose del propósito de ahorcarme, una de sus manos le pegó una terrorífica palmada a su propia frente. Con precaución, me aparté. Epa, dije al tropezar con Santiago. El jujeño (muy pálido, según alcancé a notar) tenía cerrados los ojos en ese momento, como quien descansa, motivo por el cual perdió el equilibrio y el astrólogo le tendió la mano. Santiago abrió los ojos y se la estrechó. "¡Si es nada menos que el amigo Santiago de fuijuí!", dijo el astrólogo. "No digo yo que el mundo es un pañuelo. Pero con qué otra cosa", agregó, "podríamos secar las lágrimas de este Valle que me han dado, sino con un pañuelo…", y se rio con el mismo sonido que había empleado para nombrar a Jujuy: juí juí. Yo oía ahora palabras sueltas, después creí reconocer mi propio nombre pronunciado por Santiago y entendí que debía estrecharle la mano al profesor Urba: gesto que él ni remotamente esperaba, lo cual me impulsó con ridiculez a darle unas amistosas palmaditas en el hombro al chofer del taxi. Afortunadamente el hombre no lo tomó a mal, sino más bien como un gesto conciliador. Sonreímos.
Todo, lentamente, se reorganizaba.