– Reverendos señores, no voy a citar a los santos padres ni a los sagrados textos. Sólo me permitiré recordarles la unanimidad de todos los moralistas y todos los teólogos en requerir, como condición básica del matrimonio, la libertad de los cónyuges. Ahora bien, nuestros amados Reyes, ¿eran libres al casarse?
Dirigió una mirada alrededor. Le escuchaban, pero no parecían dispuestos a contestarle, salvo el padre Villaescusa.
– ¿Quién lo duda? Fueron interrogados según los trámites del ceremonial, y ambos dijeron que sí.
– ¿Y podrían decir que no? Ruego a su paternidad que medite la respuesta.
El padre Villaescusa pareció dudar un momento. Luego, respondió.
– No entiendo la cuestión. El padre Almeida es demasiado sutil. No parece jesuita.
– ¿Sutil, dice Vuestra Reverencia? Pues yo lo veo bien claro: se trata de dos príncipes imbuidos de esta condición; se trata de dos adolescentes, a los cuales se les ha enseñado la obediencia a sus padres, que, además, son Reyes. ¿Cómo podrían decir que no? Sin embargo, sus síes estaban condicionados por el doble carácter de príncipes y adolescentes. No fueron afirmaciones libres.
De entre la masa de expertos salió una voz cascada.
– Acaso el padre Almeida no se dé cuenta de que está poniendo en tela de juicio la más antigua de nuestras costumbres, la de que los padres acuerden el matrimonio de tos hijos, así como la de recabar la anuencia de la Iglesia.
El padre Almeida se volvió al hablante, que era un fraile viejo de una orden secundaria.
– Yo no pongo nada en tela de juicio. Yo ni siquiera juzgo. Me limito a presentar a vuestras paternidades unos hechos indiscutibles, de los cuales, para este caso, y sólo este caso, me permito sacar consecuencias. Lo demás es de la incumbencia de este Santo Tribunal, no de la mía.
– Aun suponiendo que el padre Almeida tuviera razón, la ulterior consumación del matrimonio lo legaliza y santifica.
El padre Almeida no tuvo que cambiar de postura, ni siquiera mover la cabeza: su interlocutor se hallaba ante él, bien visible en su cólera contenida, pero evidente.
– Le ruego al reverendo padre Villaescusa que imagine por unos momentos que a un adolescente le dicen: esta noche tienes que entrar en la cámara de la Reina, y hacer esto y aquello. Y a la Reina le dicen: esta noche, el Rey entrará en tu cámara: déjate hacer, porque es tu obligación.
– Efectivamente, padre: era ésa su obligación. ¿Quién se atreve a dudarlo? La obligación de la esposa es recibir a su esposo en el lecho, y, como Su Paternidad dice, dejarle hacer.
– Admito que también fuese la obligación del Rey; pero, quien va obligado no va libre. -De seguir su doctrina, la mayor parte de los matrimonios serían ilegales.
– Eso, reverendo padre, no soy yo el que tiene que concluirlo. Me limito a mostrar a vuestras reverencias que los sucesivos accesos del Rey al cuerpo de la Reina fueron fruto del deber, no de la libertad.
– ¿Olvida Vuesa Merced la obligatoriedad del débito conyugal?
– ¿Visto desde el Rey o desde la Reina? -arguyó rápidamente el jesuita.
– Yo lo entiendo como recíproco -intervino desde su altura un dominico de la Suprema-; aunque, naturalmente, en la mayor parte de los casos sea una servidumbre de la esposa, que no siempre está dispuesta y, sin embargo, debe acceder, en evitación de males mayores.
– Ése no es nuestro caso -respondió el padre Villaescusa-. El Rey no fue de putas porque la Reina le haya rechazado. Lo he investigado todo: el Rey hace varias semanas que no acude al dormitorio de la Reina. No ha habido, pues, rechazo que explique, sin justificarla, una infidelidad.
Fue en este momento cuando el Gran Inquisidor interrumpió la discusión con un bostezo: tan grande que casi se le desencaja la mandíbula; tan sonoro que apagó la respuesta del padre Almeida.
– Reverencias -dijo-, ¿no les parece que el primer punto de la discusión está suficientemente debatido? Nos consta que el Rey fue de putas, pero el padre Almeida, con su enorme sentido común, ha sembrado la duda de que los Reyes nuestros señores estén efectivamente casados. He dicho la duda, no la certeza. Se nombrará una comisión que lo estudie y dictamine. Queda en pie un pecado, en el aire otro, pero el que queda seguro es de la incumbencia del confesor, no de este alto Tribunal. Observo que Vuestras Mercedes están acaloradas. Yo también. Propongo un descanso mientras nos refrescamos con unas bebidas frías que he mandado apercibir. Se suspende, pues, la sesión por media hora.
Los asistentes que habían estado sentados, se pusieron de pie, con revuelo de hábitos de diversos cortes y colores. Los contendientes de aquella batalla dialéctica esperaron a que el Gran Inquisidor saliese, después de haber recogido (el Gran Inquisidor) las largas colas de la vestimenta. En la salida guardaron un riguroso turno de jerarquías, de modo, que sin mirarse, el padre Villaescusa y el de Almeida salieron emparejados. En el claustro les esperaban los refrescos.
3. Se distribuyeron por afinidades teológicas y por la afición a determinadas bebidas: quiénes al agua de cebada, quiénes a la zarzaparrilla, quiénes a la popular horchata, salvo el Gran Inquisidor, que prefirió un vaso de frío clarete bebido en su copa etrusca, una joya que había traído de Italia, adquirida tras misteriosos y arriesgados tratos en los que había intervenido un cardenal de la Santa Curia y una prostituta de claro linaje, muy afecta a los intereses de la Santa Sede, de la que había recibido un título de princesa que arrastraba por lechos ilustres, o al menos ricos: acariciaba Su Excelencia el exquisito cristal mientras paladeaba el vino, y tanto sus dedos como su lengua se estremecían de recuerdos gloriosos. Miraba, desde su altura, a sus colegas, y salvo el padre Enríquez, que era hermano de un grande de España, metido a fraile por un fracaso amoroso, y el padre Almeida, evidentemente distinguido, consideraba a los demás como patanes atiborrados de textos en latín, malolientes algunos, toscos de modales los demás, venidos de la gleba, fugitivos del arado. Alguno de ellos sería pronto obispo. ¡Dios mío, ojalá lo fuera de tierras lueñes, donde tantos indios quedaban por convertir aunque fuera a latigazos! Cualquier cosa menos recibirlos en audiencia un mes y otro, a aquellos frailes, a plantearle cuestiones de herejías rurales, listas de sospechosos judaizantes y moriscos, o de gentes ignaras de extrañas prácticas sexuales. «¿Quién no será judío en este país?» Y recordó a su tatarabuela, conversa de Zaragoza, que en tiempo del rey Fernando había apuntalado con sus doblones una antiquísima casa de godos que se venía abajo. Se había quitado el guante de la mano izquierda, guante morado de arzobispo in partibus, para catar mejor el frescor del refrigerio y la delicada talla del cristal.
Dos dominicos y dos franciscanos se habían metido a discutir sobre los pecados del Rey, a la luz de los informes llegados, a unos y otros, por caminos populares. Las posibilidades eran tres, según dichos informes: cuatro copulaciones y un fracaso a la quinta, las cuatro copulaciones sin fracaso, y el fracaso como única realidad pecaminosa. Lo que se discutía no dejaba de ser complicado: si las cuatro copulaciones debían considerarse como un solo pecado, o como cuatro; si el fracaso, aislado o en conjunto unitario, debería considerarse también como falta mortal en grado de intención, o si ciertas circunstancias bastante inciertas y difíciles de dilucidar, como si la intención hubiera sido provocada por la cómplice o si había obedecido a un impulso real, podía entenderse como meramente venial; finalmente, si la cómplice, sabedora sin duda alguna de con quién compartía el lecho y a quién ofrecía su colaboración para el pecado, debía o no ser considerada reo de un delito contra el Estado, no sólo de habitual pecadora contra Dios, y, por lo tanto, transferirla a la jurisdicción ordinaria para que la juzgasen según las leyes civiles. Metían tanto barullo en latín y en romance, que la mayor parte de los presentes habían acabado por formar corro y los escuchaban con muestras de aprobación o de repulsa, salvo el padre Rivadesella, que se reía de ellos francamente. El padre Almeida no figuraba entre los vociferantes: se había arrimado a una pilastra y contemplaba cómo la luz doraba las ramas de los árboles, y cómo más abajo iba muriendo en las flores. Se le acercó el Gran Inquisidor, sonriente.