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– No es imposible, padre Almeida, que un día de éstos tenga usted que acudir, en coche cerrado y escoltado, para responder a las preguntas que este Santo Tribunal quiera hacerle acerca de la ortodoxia y de su doctrina particular; pero, entretanto, quiero manifestarle que me es usted simpático, que me gustaría que almorzásemos a solas antes de que tenga que detenerlo, y que lamento que su destino a Inglaterra ponga su vida en peligro. No conozco las costumbres y los métodos de la justicia inglesa, pero de lo que sí estoy seguro es de que mi mano no podrá llegar hasta aquellas tierras para aliviarle los tormentos. Aquí sería otra cosa.

El padre Almeida le hizo una reverencia muy gentil, más francesa que española.

– Excelencia, le agradezco esa muestra de deferencia que acaba de comunicarme, y le manifiesto a mi vez tanto mi disposición para escucharle como para compartir su mesa, si bien le advierto que, después de tantos años de ausencia del mundo civilizado, acaso mis modales no sean todo lo exquisitos que vuestra presencia requiere.

– Eso no importa, padre. Por muchos que hayan sido sus años de apartamiento del mundo, lo que se mama no desaparece jamás. Pero a mi vez le advierto que mi mesa es frugal. La Santa Inquisición es rica, pero su jefe es medianamente pobre. Le ofrezco una sopa juliana, bien condimentada, es lo cierto, y un lomo de cerdo adobado que mi cocinero, un hombre del norte, prepara con ejemplar sabiduría -y al decir esto, miró de reojo al padre Almeida, quien respondió tranquilamente:

– No le hago ascos a ese lomo de cerdo, Excelencia. Va para siete años que no lo cato.

– Entonces, ¿le parece a usted mañana al mediodía?

– ¿Y no tendrá Vuestra Excelencia que mandarme prender antes?

– Procuraré evitarlo.

Un fámulo se abría paso entre el grupo de frailes en dirección al Gran Inquisidor. Con la debida licencia se aproximó a él y le dijo algo al oído. El Gran Inquisidor le respondió: «Tráelo inmediatamente», y muy cortés, aclaró al padre Almeida:

– Es un propio del Valido. Dios sabe lo que le habrá ocurrido a Su Excelencia.

El fámulo venía ya con el mensajero, un caballero respetabilísimo, de mediana edad, cruzado de alguna orden, al que el fámulo abrió paso hasta dejarlo frente al Prelado. El mensajero se hincó de rodillas, besó la mano que se le tendía, o, más bien, el anillo de amatista, y dejó en ella un pliego sellado. El Gran Inquisidor lo abrió, lo leyó y pidió al fámulo recado de escribir. Mientras esperaba, mandó alzarse al mensajero, y dijo confidencialmente al jesuita:

– La gente anda alborotada pidiendo a Dios clemencia por los pecados de los grandes, y al frente de cada grupo va un fraile exaltado. Pero lo que parece haberles asustado es la presencia de una enorme culebra que muchos dicen haber visto. Unos piensan que va a derribar las murallas de la villa; otros el Alcázar real, y, los más, su propia casa, porque todos se saben pecadores.

– Es lo que tiene la opinión popular, Excelencia, que siempre hay alguien que la crea y la dirige, pero luego cada cual piensa por su cuenta.

El fámulo se acercaba ya con un bufete portátil que ofrecía al Gran Inquisidor. Éste escribió en el papeclass="underline" «Palos a diestro y siniestro. No importaría que alguno de esos frailes, con una pierna quebrada, tuviera tres meses de cama para meditar», y pasó el escrito al padre Almeida.

– No me gustaría estar en el pellejo de los predicadores.

– Ni a mí tampoco.

El Gran Inquisidor cerró el pliego, lo selló y lo entregó al mensajero, al tiempo que ofrecía la mano en señal de despedida. El mensajero se escurrió entre los frailes disputantes y desapareció.

– La culpa de todo ese alboroto la tiene el padre Villaescusa. La fe ardiente, a veces, resulta incómoda para mantener el orden público.

– ¿Se refiere Vuestra Excelencia a la fe del padre Villaescusa?

– No hay más que verle.

– Que Dios me castigue si me equivoco, pero ese fraile no cree en Dios.

– ¿Qué dice usted, padre Almeida?

– Es de esos hombres que hablan, gritan, agitan, amenazan, todo en nombre de la doctrina más pura, pero jamás se atreven a mirarse al interior. ¿Le ha escuchado alguna vez referirse al Evangelio? ¿Cree Vuestra Excelencia que tiene la menor noción de la caridad? El padre Villaescusa cree en todo lo que cree la Santa Madre Iglesia, pero, sobre todo, cree en la Iglesia, a la cual pertenece y a la cual encarga de que crea por él; dentro de la cual espera medrar y, sobre todo, mandar. Sospecha que nunca llegará a ser Papa, pero no descarta ocupar alguna vez ese sitial que Vuestra Excelencia ocupa, aunque sólo sea para ordenar un auto de fe y morirse después. Es casi seguro que, entonces, la muerte no le asustaría y que la recibiría con el placer de quien alcanzó en el mundo todo lo deseado.

El Gran Inquisidor no le respondió inmediatamente.

– Padre Almeida, para quien ha vivido tanto tiempo en medio de salvajes, manifiesta usted un buen conocimiento de los hombres civilizados.

– Precisamente porque alcancé ese conocimiento fue por lo que preferí vivir entre los indios. No creerían en nuestro Dios, pero creían de verdad en los suyos.

Sonó una campanilla de plata anunciando que el descanso había terminado. Ingresaron en la sala por el mismo orden en que habían salido, y ocuparon sus sitiales. El Gran Inquisidor concedió la palabra al padre Villaescusa.

– Reverendos padres, tres son las cuestiones que nos han congregado en esta sesión solemne: descartada _ya la primera, cuya solución acato por obediencia, aunque convencido de que, en esa comisión encargada de resolverla, habrá ocasión de oír mi voz, paso a plantear la segunda: Su Majestad el Rey ha manifestado, dando con ello pruebas de una desvergüenza que sólo puede tolerarse por ser regia, su deseo de ver a la Reina desnuda. Las leyes de Dios se oponen: las del reino también, o, al menos, nuestras inveteradas costumbres y protocolos que tienen fuerza de ley. ¿Cuál es la opinión de Vuestras Paternidades?

Le respondió un silencio, roto finalmente por el padre Almeida, alguien admitió en su conciencia que inevitablemente.

– Pienso que por tratarse de una cuestión personal, excede a nuestra incumbencia, a no ser que el padre Villaescusa demuestre lo contrario.

– Para demostrarlo -respondió el capuchino, con un punto de exaltación templada por la seguridad con que hablaba- no tengo más que enunciar la tercera cuestión, hondamente relacionada con la segunda y también con la primera: el Señor que todo lo puede, premiador de buenos y castigador de malos, hace extensiva a los reinos de España su indignación por los pecados del Rey. El pueblo lo sabe, y anda temeroso de sufrir un castigo por los males que no hizo. En este momento, se espera una gran batalla en los Países Bajos, decisiva para nuestras armas, y la Flota de Indias se acerca a nuestras costas. Es lógico que Dios nos castigue haciéndonos perder la batalla y dejando que la flota la asalten y roben los corsarios ingleses.

– No veo la lógica por ninguna parte.

Un frío medular sacudió los huesos de los presentes, salvo los del Gran Inquisidor, que atendía al debate con disimulado regocijo.

– Entonces, padre, ¿usted no cree que Dios castiga a los pueblos por los pecados de los Reyes?

– Más bien creo que Dios castiga a los pueblos por su estupidez y la de sus gobernantes, y les ayuda cuando éstos no son estúpidos. Ruego a Vuesa Paternidad que considere el estado de los grandes países nuestros vecinos. Inglaterra es ya una gran potencia, dueña del mar; lo es también, aunque sólo de la tierra, Francia; no lo es ya el Gran Turco, modelo de desgobierno. De la difunta reina de Inglaterra, que llevó a su país a la prosperidad, no tenemos informes muy favorables acerca de sus costumbres, menos aún de su fe. El cardenal que gobierna en Francia tampoco es un ejemplo de virtudes personales, pero parece inteligente y enérgico. De modo que su teoría hay que aplicarla únicamente a España.