– No tengo inconveniente, padre, en aceptar su respuesta, a condición de que sustituya a Dios por el Diablo.
– ¿Una protección más fuerte que la de Dios, o una inhibición de Dios en beneficio del Diablo?
– No estoy en los secretos de Dios, no puedo decir cómo llevará a término su castigo. Lo único que sé es que la presencia del Diablo es clara, como lo es en toda ocasión en que los designios de Dios son desbaratados por los hombres.
– ¿Por un mal gobierno, por ejemplo?
– O por un buen gobierno, ¿qué más da?
– ¿Y dispone Su Reverencia de algún indicio que delate la presencia, o la intervención, del Diablo en el caso que nos ocupa?
El padre Villaescusa, que hablaba desde su asiento, se levantó solemnemente.
– Esta reunión en que nos hallamos es más que un indicio. El Diablo la provocó, el Diablo la mantiene, el Diablo suscita muchas de las palabras que aquí se han pronunciado y se pronunciarán.
Y el padre Rivadesella, apenas sin moverse, pero con tono claramente irónico, intervino.
– Por la razón que todos sabemos, esta noche pasada, Lucifer voló por nuestros cielos en figura de un bellísimo mancebo cuyo vuelo dejaba en los aires un reguero de plata. Hay testigos.
– Si esto es así -habló el padre Villaescusa, sin perder la solemnidad- propongo que se exorcice esta sala inmediatamente.
– ¿Se refiere Vuesa Paternidad al ámbito en que nos encontramos, o a los que componen la reunión?
Aquella inesperada y a todas luces impertinente pregunta del Gran Inquisidor sorprendió a casi todos los presentes, y, más que a nadie, al padre Villaescusa.
– Yo no me refería a nadie en concreto, Excelencia.
– En ese caso, es de pensar que la presencia del Diablo no constituye ninguna novedad. El Señor está en todas partes, pero el Diablo anda siempre detrás.
– Pero, a veces, el Señor se distrae.
– Que viene a ser más o menos lo que dije antes: que el Señor se inhibe; pero a mí me cuesta caro creerlo.
Volvió a escucharse la voz eminente del Gran Inquisidor.
– Me permito recordar a Vuestras Paternidades que nos estamos alejando del asunto que nos trajo aquí. Habíamos quedado en si el Rey tiene o no derecho a ver desnuda a la Reina, y en que si esto es o no pecado. Ruego a Vuestras Paternidades que se definan al respecto.
– Afirmo que tiene derecho y que no es pecado -respondió con voz segura el padre Almeida-, afirmo no sólo esto, sino la conveniencia de que suceda para que en el matrimonio de los Reyes, no como tales sino como cristianos, se realice la Gracia del Señor.
El padre Villaescusa saltó como picado por una avispa.
– ¿Dice Vuesa Merced la Gracia del Señor? ¿Encuentra que la Gracia del Señor se manifiesta en el coito? ¿O bien en la contemplación de esos horribles colgajos de las hembras que se llaman mamas? ¿O prefiere que la contemplación se verifique por la espalda, evidentemente contra natura? Me refiero, como es obvio, a la contemplación de las nalgas.
El padre Enríquez, O.S.D., se había dormido alguna vez; otras, había agudizado la oreja, y, muchas, sonreído. En esta ocasión alzó la mano cortésmente.
– Me permito rogar al sabio y virtuoso padre Villaescusa que, toda vez que este debate se desarrolla en lengua romance, llame a las cosas por su nombre. Quiero decir, tetas en vez de mamas; culo en lugar de nalgas. Si no recuerdo mal, el ilustre poeta padre León, en su versión del Cantar de los Cantares, traduce limpiamente: «Nuestra hermana es pequeña y tetas no tiene. ¿Qué se hará de nuestra hermana cuando se empiece a hablar de ella?»
Lo había recitado con evidente complacencia, y todos parecían haberle escuchado con placer, menos el padre Villaescusa, que tronó:
– ¿Y se atreve Vuestra Paternidad a hacer esa cita, siendo como es dominico? Aunque conviene recordar que en manos de dominicos estuvieron la vida y la muerte de ese repugnante marrano, y que fueron dominicos los que hurtaron al Señor el olor de su carne chamuscada.
– Pues nosotros, los agustinos, estamos muy orgullosos de él -le respondió, con voz segura, el representante de la más vieja de las órdenes presentes.
– Cosa que no me extraña -adujo el padre Villaescusa- porque todos ustedes son sospechosos.
Acaeció una serie de murmurios en los diversos grados de la Suprema, ante la osadía de aquel capuchino enfebrecido y colérico. El Gran Inquisidor cortó la trifulca que se avecinaba.
– Dejemos en paz a los muertos. Insisto en que el debate no se aparte de su tema.
– Pues yo sostengo que el Rey no puede ver a la Reina desnuda sin pecado; e insisto también en que los pecados de los Reyes los paga el pueblo inocente.
– Observo por la cara y los cuchicheos, que hay disidentes de su opinión tan respetable, padre Villaescusa, de modo que se nombrarán otras dos comisiones para examinar la complejidad del caso. Una, que determine si el Rey puede o no contemplar a la Reina sin vestidos que oculten, o al menos velen, su desnudez; otra, que examine a la luz de la Escritura y de los Padres, si el pueblo paga o no paga los pecados del Rey, aunque entendiendo que no se trata de sus errores de gobernante, sino de sus pecados personales, ¿no es así? Porque que del desgobierno se deriven daños para las monarquías, no es necesario discutirlo.
– A saber lo que se entiende por desgobierno -dijo el padre Villaescusa.
– Quemar judíos, brujas y moriscos; quemar herejes; atentar contra la libertad de los pueblos; hacer esclavos a los hombres; explotar su trabajo con impuestos que no pueden pagar; pensar que los hombres son distintos cuando Dios los hizo iguales… ¿Quieren vuestras paternidades que prosiga en la enumeración?
Habían escuchado estupefactos al padre Almeida: todos, incluido el Gran Inquisidor. Y, como un susurro, se corría de boca en boca: «A este jesuita hay que meterlo en cintura.» Y se iba a levantar la primera vez de protesta cuando entró el fámulo conocido y habló al oído del presidente.
– Un momento, señores. Tenemos una comparecencia inesperada. -Y dijo al fámulo-: Que pase ese caballero.
Salió hecho una pura zalema, cortesía va, cortesía viene, a diestro y a siniestro; y, poco después de salir, volvió a abrirse la puerta y en su vano apareció el conde de la Peña Andrada. Quedó quieto en el umbral, se destocó y dedicó a los presentes una inclinación de cabeza de lo más ortodoxo.
– Adelante, conde.
No lo hizo el conde sin antes repetir el saludo, esta vez triple, como si fueran reyes los presentes: rozando la alfombra escarlata con la pluma del sombrero; y al avanzar y cruzar ante el Cristo iluminado, lo repitió con más rendido ademán. Se irguió y encaró al Gran Inquisidor:
– Seguramente que con el fragor de las disputas, no se ha dado cuenta Vuecencia de que estos pabilos han crecido demasiado, y de que tiemblan las luces de los cirios. Al recaer su parpadeo sobre la cara del Señor, ésta parece que se oscurece más. Si Vuecencia me lo permite, me gustaría despabilarlos.
Apenas le respondió el prelado, con voz un tanto sorprendida, «Hágalo si le acomoda», el conde sacó la espada y de una cuchillada como un relámpago despabiló el cirio de la derecha. Los presentes no habían tenido tiempo de manifestar el estupor, pero una voz se oyó que susurraba: «¡Se ha atrevido a desenvainar delante del Crucificado!», pero ya entonces, el conde, de otra cuchillada igual, había despabilado el cirio de la izquierda: quedó simétrico al de la derecha, ambos de la misma altura, y con luces de resplandor idéntico, sin más temblor que el necesario. Después, depositó la espada a los pies del crucifijo.