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– Estoy a su disposición, señores.

Y permaneció plantado delante de la concurrencia, en el lugar exacto en que se situaban los testigos cuando venían a deponer.

El Gran Inquisidor le preguntó:

– ¿Por qué ha venido Su Excelencia?

– En toda la ciudad se habla de lo que se trata aquí, y creí cortés ofrecerles mi testimonio, y lo haré gustoso, si bien antes me gustaría saludar a un viejo amigo aquí presente.

Y, sin esperar anuencia, se acercó al rango de los consultores y tendió la mano el padre Almeida.

– Hace mucho tiempo que no nos vemos, padre.

– Sí, efectivamente, mucho tiempo.

Mientras se estrechaban la mano, el padre Rivadesella los contempló, y le pareció que en algo se asemejaban, si bien en algo mucho mayor diferían. Buscó una referencia en su memoria, y lo único que se le recordó fue un gallo, no gigantesco, sin embargo, sino sólo mucho mayor que los corrientes, incluidos los capones; un gallo con algo raro, quizá en la cresta. A todos esto, el Gran Inquisidor había preguntado que de dónde se conocían.

– El padre Almeida tiene socorrido alguna vez de agua fresca y comestibles los buques de mi escuadra, allá, en las costas del Brasil, cuando por allí ejercía su ministerio.

– Y, Vuecencia, ¿qué hacía por lugares tan lueñes?

– Servía al Rey con mis barcos, señor. Un servicio peligroso en el que a veces no queda otra salida que la heroicidad. Pero le aseguro que en mis informes únicamente me he referido a la de mis marineros, que no están obligados a ser héroes, pero que suelen serlo como la cosa más natural del mundo. En lugar de regocijarse de su bravura, descansan de ella.

– Entonces, ¿es usted un pirata? -preguntó sin poder contenerse el padre Villaescusa.

– No exactamente, padre. Soy un corsario y navego con patente del Rey.

– Si es así, ¿por qué no está usted protegiendo esa armada que navega hacia Cádiz, amenazada por los ingleses?

– No fui informado, ni invitado a hacerlo. Mi escuadra descansa estos días en su base, allá, en un puerto del norte que seguramente Sus Paternidades no habrán oído nombrar. Aunque sí el padre Almeida. El padre Almeida es portugués, y sabe de las cosas de la mar más que Vuesas Mercedes.

– Yo nací en Rivadesella, mi padre fue mareante; alguna vez navegué, cuando era niño. Claro que no en un barco de gran porte, sino en botes de remos.

– Y no ha podido olvidarlo, ¿verdad? La mar es como una novia esquiva e inalcanzable, que permanece siempre en el corazón. Yo podría contarles la historia de una mujer así, una morena de Honolulú, que se negó a compartir el mando de mi nave.

El padre Villaescusa, visiblemente inquieto, adelantó un paso hacia el conde.

– Espero que Su Señoría comprenda la incongruencia de ese símil y de semejante historia en este lugar, donde todos somos célibes y probablemente castos. Y espero con fundamento que su presencia en este Santo Tribunal no tendrá como fin contarnos las excelencias de la mar y de la vida marinera. Como puede ver Su Señoría, aquí somos gente seria.

Al mentar la castidad, varias cabezas se habían movido hacia el padre capuchino: unas enfurruñadas; otras, visiblemente irónicas. El conde sólo sonrió, aunque comedidamente.

– ¿Y piensa Su Merced que en la mar no somos serios? ¿Sabe Vuesa Merced qué es un tornado, y cómo puede defenderse un barco de su furia incontenible?

El Gran Inquisidor se decidió a imponer cierto orden.

– Confieso que me gustaría escuchar de labios del señor conde cómo los barcos escapan al peligro del viento y de la mar, porque también soy hombre de tierra adentro, y el viaje que hice a Italia en mi juventud no fue en galera, sino a lomos de mula, pero convengo con el padre Villaescusa en que éste no es el lugar adecuado. Y estoy también de acuerdo en que el señor conde no habrá venido aquí a contarnos sus aventuras.

– Por supuesto, Excelencia, he venido para ser interrogado, pero, hasta ahora, nadie me ha hecho ciertas preguntas que esperaba. Me tiene dispuesto a contestarlas.

– ¿Tengo venia para empezar, Excelencia? -preguntó el padre Villaescusa al Gran Inquisidor. Y éste se la dio.

Al padre Villaescusa le corría el sudor por las mejillas, le hacía brillar la frente y la tonsura ya casi calva. Se limpió con el conocido pañuelo de color, que desde el primer momento había parecido basto al padre Enríquez, O.S.D., le habría parecido ordinario, digno de un cristiano viejo tan ostentoso como el padre Villaescusa. El conde le miraba expectante, al capuchino, y su rostro aparecía seco. El pañuelo del capuchino hedía; el conde se sacó de la manga el suyo, blanco y bien encajado, y se lo ofreció. El padre Villaescusa, después de enjugarse con él, y al devolvérselo, le preguntó:

– Y, Su Señoría, ¿por qué no suda?

El conde se echó a reír.

– Eso va en humores, padre. Se conoce que los nuestros son diferentes. Aunque le conviene no olvidar que los aires marinos secan la tez y la curten. Quizá sea por eso.

– Sea por lo que sea, me da igual. Sobre lo que yo quería interrogarle es sobre otra cuestión más delicada. ¿Es cierto que, como dice la voz del pueblo, Su Señoría acompañó al Rey, la noche última, en cierta escapatoria?

– Sí lo es, padre. Le acompañé a casa de Marfisa, la famosa cortesana de la cual los presentes acaso hayan oído hablar. Dicen que es la mujer más bella de la corte, y que cuenta entre su clientela grandes señores de mucho viso. Si no estuviera donde estoy, me atrevería a decir que también se le atribuyen ciertas relaciones con purpurados, pero ya se sabe lo mala que es la gente. Es una mujer cara: diez ducados de oro por noche, y no suele hacer rebajas, aunque es de suponer que, de vez en cuando, tendrá algún capricho. Es frecuente en mujeres de esa profesión, aunque poco recomendable. Si Su Paternidad desea saber por qué, puedo explicárselo.

El capuchino hizo un gesto de asco.

– Me basta con mi ciencia, caballero.

– Sin embargo, conviene saber de todo.

– ¿Fue lo del Rey uno de esos caprichos?

– Le aseguro que no, padre. Los diez ducados tuve que pagarlos yo. El Rey no llevaba numerario suficiente. ¡Medio ducado de oro en una faltriquera que suele estar vacía! Por cierto que debería pensarse en modificar algunos detalles del protocolo: medio ducado para esa clase de servicios quizá estuviese bien en tiempos del Gran Duque de Borgoña; pero, desde aquellas calendas, han cambiado mucho los precios.

– ¡Por lo que el Rey no debería pagar un solo maravedí! -dijo una voz apasionada y lejana, mientras el Gran Inquisidor sonreía.

El padre Villaescusa pidió que no se apartasen del tema.

– Reverencias, nos hallamos ante un caso confeso de alcahuetería, cuyo juicio a nosotros no nos corresponde sino al brazo secular. Remitamos a él al señor conde, que tendrá que pechar con unos años de galeras.

– Lo haría de buena gana, si hubiera delinquido, pues se pasa mejor amarrado al duro banco que en una mazmorra de las cárceles corrientes. Pero me niego a aceptar eso de la alcahuetería.

– Yo creo que está claro -dijo el padre Villaescusa- y, además, Su Señoría ha confesado.

– No, padre. Yo no confesé, conté, y no conté todo. Porque lo que sucedió fue lo siguiente: me hallaba yo en un salón de la corte…

– ¿Y qué hacía Su Excelencia en un salón de la corte, siendo como parece ser el comandante de una armada?

– Había venido a entregar al fisco el quinto de mis presas, que corresponde al Rey. Un saco de ducados, en este caso, o, más exactamente, de libras esterlinas, que así se llama la moneda inglesa. Y el Rey me descubrió, se acercó a mí, me preguntó quién era, y qué hacía allí tan solo, y yo se lo dije. «Entonces, si no eres de aquí, no sabrás dónde vive una tal Marfisa, con la que me gustaría pasar la noche.» «Yo no lo sé, señor, pero puedo averiguarlo.» El Rey, entonces, dirigió una mirada a los grandes, a los nobles, a todos los cortesanos que, en grupos, hablaban y reían, los que no se quejaban o se aburrían, en el salón. «Todos ésos lo saben.» «Pues yo no tardaré en saberlo.» Me aparté del Rey, brujuleé y volví con las señas exactas. ¿Hay en esto delito? «Te agradezco el informe.» «Pero, ¿va a ir sola Vuestra Majestad a un lugar tan conocido? Tengo entendido que las noches de la corte son especialmente peligrosas.» «Si alguno de ésos me acompañara, mañana lo sabría todo el mundo.» «A mí no me conoce nadie, Señor, y tengo carroza y una espada bien probada en lides más difíciles que un asalto nocturno. Me ofrezco a acompañarle.» «Entonces, espérame esta noche, con tu carroza, en la esquina sureste del Alcázar. Iré de negro, y estoy seguro de que me reconocerás en las sombras.» «No lo dude, Majestad. Le reconocería en el mismísimo infierno.» Y eso fue todo, señores, lo que yo considero un servicio de protección a la persona del Rey.