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– ¿De manera que piensas que debo esperar al Rey desnuda en la cama?

Colette dio un ligero grito.

– ¡Eso, jamás, Majestad! Que se tome el trabajo de desnudarla.

– ¿Sin hacer muchos remilgos?

– Sólo los necesarios, y sin insistir demasiado.

La Reina meditó un momento, sin dejar de mirarse a los ojos.

– Colette, en cuanto me siente a cenar con esas arpías que me acompañan, vas en busca del Rey, y le dices que lo espero a las once. ¿Te parece buena hora, las once? Los corredores suelen estar vacíos, a esa altura de la noche.

Colette se levantó e hizo una reverencia.

– Majestad, para una cita de amor todas las horas son buenas.

Dio un paso atrás, repitió la reverencia, y salió del gabinete. Entre las muchas imágenes que le devolvía el espejo, la Reina eligió la más favorecida.

3. La duquesa viuda del Maestrazgo, dama mayor de la Reina, lo había sido también de la reina anterior, y si al llegar la nueva de Francia, había continuado en el cargo, a su gran conocimiento de las cosas de palacio se debía; si bien es cierto que no había estado en su mano ayudar a su primo a que ascendiese al cargo de Valido, no le estorbaba nada, porque se llevaban bien, habían jugado juntos de niños, y probablemente, los primeros muslos de mujer vistos por el que ya se encaminaba a todopoderoso cuando aún no sabía en qué se distinguían de los de los varones, habían sido los de ella. La duquesa viuda del Maestrazgo mandaba con modos absolutos en el mundo femenino de palacio, y entre ella y su primo había el convenio tácito de que lo hacía por delegación asimismo tácita, con intercambio de secretos y reparto de beneficios. La duquesa viuda del Maestrazgo era sólo un año mayor que el Valido, y, a no dudarlo, al quedarse viuda, se habría casado con él si él no hubiera sentido prisa por hacerlo con doña Bárbara, y no por razones honestas de conveniencias familiares o personales, sino sólo porque doña Bárbara le gustaba y quería acostarse con ella. No obstante lo cual, la duquesa viuda no guardaba rencor a la mujer de su primo, y lamentaba de corazón que el cielo no les diese descendencia. «En sólo dos años que estuve casada con mi marido traje al mundo dos pingajos de niñas que no hay quien las eduque; casada con mi primo, hubiera traído a lo mejor una docena, y aunque algunos se hubiesen muerto, siempre quedaría un remanente que satisficiera las ansias de paternidad de mi pobre primo. A cambio, yo mandaría en mi casa, y en el palacio de Loeches, y en dos o tres sitios más, pero no en el Alcázar.» Cuando recibió el ruego del Valido de que se acercase a su despacho en el momento en que sus trabajos se lo permitiesen, se apresuró a satisfacerlo: estaba bonita, aquella tarde calurosa de domingo, con ropas ligeras y un escote algo más generoso de lo que su confesor le permitía; pero su confesor ya ponía límites a su escote contando con que habían de ser rebasados.

El Valido estaba ensimismado, y tardó en darse cuenta de que su prima había entrado, y de que esperaba sonriendo y quizá riéndose de él, que tomaba tan a pecho las cosas del gobierno y de Sus Majestades los Reyes.

– ¿Sabes para qué te pedí que vinieras?

– Me lo supongo.

– Estarás enterada del capricho del Rey.

– Lo está todo el palacio, la ciudad toda, y pronto lo estarán los reinos de esta monarquía.

– ¿Y qué piensas?

– Que le estás dando demasiada importancia a eso que tú llamas un capricho. Son cosas, pienso yo, eso de que dos esposos duerman desnudos en la misma cama, que no deberían trascender de las paredes de su cuarto.

– Pero, ya ves, han trascendido. Y si por una parte el protocolo se opone, los curas quieren meter baza en el asunto.

– El protocolo está anticuado, y a los curas no hay que dejarles que se propasen.

– Pero lo han hecho.

La duquesa se había sentado en un sillón, más bien espatarrada, delante de la ventana, y, a espaldas del Valido, se había remangado las polleras y aireaba sus interioridades recalientes. Aun así, hablaba con fatiga y se abanicaba el rostro con la mano. El Valido le ofreció un refresco, y ella lo aceptó. El Valido le acercó la copa de agua fría, con un chorrito de aguardiente, y ella, al sentir que se acercaba, bajó rápidamente las faldas. Sólo después de haberse refrescado el gaznate un par de veces, preguntó:

– ¿Me has llamado sólo para estos comentarios o quieres algo de mí?

– Sí. Quiero que evites que el Rey duerma con la Reina, al menos mientras no lleguen noticias de la flota y de la guerra de Flandes.

La camarera mayor le devolvió el vaso vacío.

– Lléname otra vez esto y duplica la ración de aguardiente. ¿Qué tiene que ver el capricho del Rey con la flota y con la guerra de Flandes?

– Que llegue la flota a Cádiz, que se gane o se pierda en Holanda, depende de los pecados del Rey.

La camarera mayor se rió francamente.

– No me explico cómo el país está lleno de imbéciles que crean en esas cosas.

– Lo opinan los teólogos.

– Aunque lo opine el Moro Muza.

– Yo no puedo oponerme a los dictados de la Iglesia.

– Siempre es posible encontrar un grupo de frailes que opinen lo contrario que otro grupo.

El Valido arrastró un escabel y se sentó delante de su prima, de espaldas a la ventana.

– Lo malo es que eso ya ha sucedido, y que nos empantana.

– Pues yo, en tu caso, buscaría un tercer grupo de frailes y antes de consultarles les echaría bien de comer.

– Tú lo ves todo muy fácil, pero las cosas son más complejas de lo que crees.

– Y por eso, porque sean complicadas, ¿vas a privar a esos muchachos de retozar desnudos?

– ¿Lo has hecho tú con tu marido?

La camarera mayor, antes de responderle, echó al coleto un buen trago del agua con orujo: ya no estaba fría, pero el aguardiente reanimaba los miembros fatigados.

– En primer lugar, cuando se casó conmigo, el duque ya no era un muchacho, y el reuma adquirido en la vida de la mar no le permitía moverse a gusto. En segundo lugar, las galeras que mandaba, y el Gran Turco, y todas esas cosas, le importaban más que yo. Cuando nos casamos, nada más quedar solos, me apechugó contra un rincón y me dejó preñada. Con eso consideró que había cumplido con su deber, y volvió a las galeras. Y una vez que fui a encontrarme con él en Valencia, volvió a apechugarme, esta vez en un rincón de su cámara de capitán general, y a dejarme preñada. A la salida de Valencia le esperaban los turcos, y una pelota no sé de qué corsario le perforó la popa y le hundió la galera. Como no sabía nadar, murió ahogado. Debo añadirte que, si bien no podía vivir sin la mar, el agua dulce y el jabón nunca merecieron su simpatía. Olía a chusma, el condenado, y si olía vestido, ¿cómo sería en pelotas? Además, según lo que acabo de contarte, no me dio tiempo, ninguna de las veces, a insinuarle que se desnudase.

– Sin embargo, a él le debes lo que eres.

– Eso no lo he negado nunca. La verdad es que se lo debo al pobrecito, pero sólo porque se murió. Si llega a saber nadar…

El cielo se había oscurecido, y la camarera mayor sólo veía de su primo la oscura silueta. El Valido, de repente, se levantó: ella le oyó rascar el pedernal sobre la yesca, y apareció una vacilante claridad amarillenta.

– ¿No crees que entra demasiado fresco por la ventana?

– Cierra si quieres.

El valido cerró. La duquesa se había levantado, había arrastrado el sillón hasta la mesa, y volvió a sentarse.

– Bueno, vamos a lo nuestro.

– Y, lo nuestro, ¿qué es?

– Que impidas por todos tus medios que el Rey visite esta noche a la Reina. Yo lo haré también por los míos.

Ella se levantó.

– Me parece muy bien. Siempre conviene asegurarse.

– ¿Qué es lo que puedes hacer?

– Hay un corredor, con tres puertas, que va de una cámara a la otra. Tradicionalmente, el cierre de cada una de esas puertas tiene su significado. Será la primera vez que se cierren las tres, al menos que yo sepa.