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El Valido se levantó.

– Bien. Yo me encargaré de las otras entradas. Y ya te tendré al corriente.

– ¿Y cuando mañana la Reina me pregunte?

– La respuesta es cosa tuya. Ya sabrás inventar alguna mentira.

– ¿Que si sabré? No hago otra cosa todos los días.

– ¿A mí también?

La duquesa se aproximó al Valido y le dio un beso en la mejilla.

– Nunca has sido una excepción en palacio.

El Valido quedó solo, sentado ante su mesa, con la sensación de que aquél era el primer beso casto que su prima había dado en su vida.

4. El padre Fernán de Valdivielso tenía su celda en un cuartucho alejado, hacia la torre del noroeste, lugar al que le habían destinado por el frío, a ver si moría de una vez: porque el padre Fernán de Valdivielso duraba demasiado, más de ochenta años sobre las costillas, y un remoto pasado militar distinguido en todas las guerras del imperio bajo el mando remoto de Su Majestad don Felipe II, el Grande. Por qué se había metido a fraile no lo sabía nadie, pero la verdad era que, al ser elegido como confesor real, la orden a que pertenecía se había desembarazado de él con la entera satisfacción de sus autoridades, porque un hombre, por muy fraile que fuese, que se había acostado con italianas, flamencas, francesas y turcas (que se supiese) no podía servir de ejemplo a quienes sólo tenían a mano españolas, y de lo más pacatas. El padre Fernán de Valdivielso llevaba varios años dirigiendo la conciencia del Rey, y lo hacía con la manga ancha del antiguo soldado, buen conocedor de conductas y conciencias, y que cada vez que se le presentaba un problema difícil, antes que consultarlo con los libros o con los maestros vivos, echaba mano de sus recuerdos. Al padre Fernán de Valdivielso, los que deseaban que el Rey continuase por el camino de perdición que llevaba, le deseaban larga vida, pero quienes aspiraban a apoderarse de la conciencia del Rey, y dirigirla, esperaban su muerte y ponían todos los medios legales para que acaeciera cuanto antes. Por eso, de una celda soleada que daba al patio de armas, lo habían relegado a aquel cuchitril helador al que el sol jamás llegaba. El padre Fernán de Valdivielso se defendía a su modo, con mantas y braseros. Como estaba muy viejo, pasaba de la cama al sillón y viceversa, sin otros itinerarios que los indispensables para mantenerse en orden con la naturaleza, pero sabiendo que en uno de esos paseos le llegaría la hora y quedaría en el camino. El Rey le tenía afecto al viejo capitán, y muchas mañanas, en vez de contarle sus pecados, lo que hacía era escuchar de sus labios el relato de antiguas batallas, cuando las tropas del Rey peleaban con la seguridad de la victoria. «¡Qué hermosos tiempos aquellos!» No obstante lo cual, el padre Fernán de Valdivielso había llegado a la conclusión de que las guerras eran unas barbaridades, y que despanzurrar hugonotes era una operación desagradable, por muy bendecida que fuera por la Iglesia. En realidad, el padre Fernán de Valdivielso, si no se hubiera refugiado en aquel chiscón de la torre noroeste, hubiera acabado en la hoguera.

Cuando, aquella tarde calurosa de domingo, el Rey llamó a su puerta, el padre Fernán se hallaba traspuesto, y nada incómodo con el calor, que le calentaba los huesos. No oyó el suave golpe de los nudillos del Rey, de manera que éste abrió la puerta y asomó la cabeza desgalichada, de cuyo cuello colgaba un cordoncito con el Toisón de Oro. El fraile no se movió. El Rey se aproximó al sillón, y tocó una mano del fraile: éste entreabrió los ojos.

– Creí que habías muerto -le dijo el Rey, y el fraile le contestó:

– En cualquier momento puede pasar, eso de irme al otro mundo. Me bastará un ruido un poco fuerte o un estornudo.

El Rey aproximó un escabel y se sentó. Miraba con cariño al confesor.

– Hablaré bajo.

– ¿Qué sucede en palacio, para que venga Vuestra Majestad a estas horas?

– En palacio lo de siempre.

– ¿Entonces?

– Me quiero confesar.

El rostro del padre Fernán manifestó toda la sorpresa posible en una cara casi enteramente inmóvil.

– ¿A confesarse un domingo por la tarde? ¿No habrá hecho Su Majestad alguna de las suyas?

– En todo caso, padre, lo de siempre. Pasé la noche con una prostituta.

– ¡Teniendo una mujer tan guapa!

– Como si no la tuviera. Sólo me dejan verla de vez en cuando, y dormir con ella cuando hay que preñarla porque así conviene al Estado. Pero eso no lo decido yo, sino esos que mandan.

– La costumbre cristiana de dormir los esposos juntos evita muchos males. Los cuerpos se conocen y saben cuándo uno necesita del otro.

– Pero está mal visto entre ciertas gentes.

– ¿Y si a Vuestra Majestad se le ocurre…?

– Se me ocurre muchas veces, pero hay por el medio puertas y trámites.

El padre Fernán alzó los brazos en la medida en que podía.

– ¡Vaya por Dios!

– Es que, además…

– ¿Existe un además?

– Sí, padre. Yo quería ver a la Reina desnuda.

– ¿Y qué?

– Que lo prohíben todas las leyes divinas y humanas.

– De las humanas, no entiendo mucho, pero, de las divinas… ¿Te das cuenta de que la primera vez que un hombre y una mujer se unieron estaban desnudos?

– Pero, padre, ¿ése no fue el pecado original?

– Eso lo dicen los que no entienden ni de ese pecado ni de otros. Comer del árbol del bien y del mal nunca quiso decir fornicar. Eso, seguramente, lo venían haciendo Adán y Eva con toda regularidad desde que se encontraron juntos la primera vez. Estoy seguro de que fue lo primero que hicieron. Es lo lógico, ¿no? Para eso los había hecho Dios.

– Pues esta mañana, cuando intenté entrar en los aposentos de la Reina, se me interpuso una cruz. Y yo, claro…

– ¡Los hay exagerados!

– Pero yo me encuentro a su merced.

– A mí no me es dado abrir ni cerrar puertas, pero si le valen mis palabras, contemple a Su Majestad la Reina como le dé la gana, vestida o desnuda. Es la Reina, es cierto, pero también es la esposa de un muchacho joven…

– Me temo que la tranquilidad de mi conciencia no me sirve de nada. En primer lugar, porque ignoro lo que ella opina. ¿Qué cosas pueden haberle dicho? En segundo lugar, esas puertas…

El padre Fernán hizo un esfuerzo inútil por incorporarse un poco.

– Póngase de rodillas Vuesa Majestad, porque voy a absolverle. Sólo le recomiendo que si fracasa esta noche, espere a otra, y en ningún caso se le ocurra volver de putas.

El Rey bajó el semblante, una especie de mancha rubia y espiritada en medio de la penumbra. Después se arrodilló, y el fraile le echó la absolución.

– Cierre la puerta con cuidado, Majestad. Ya le dije que un ruido fuerte puede matarme. Aunque, para vivir así…

Cuando el Rey hubo bajado media docena de escalones, apareció por allá arriba, cerca de las vigas del techo, una cabeza rapada y astuta, la cabeza de un hombre que bajó rápidamente por otras escaleras nada seguras, por cierto; una escalera que crujía y se bamboleaba, aunque ambas cosas discretamente. El espía de la cabeza rala la bajó sin grandes precauciones, y cuando el Rey llegó al dédalo de los corredores y empezó a orientarse en ellos, un arcabucero cachazudo con su escopeta al hombro, ascendió por la misma escalerilla, se detuvo ante la puerta del padre Fernán de Valdivielso y disparó un tiro hacia el vigamen del chapitel, un disparo de pólvora sin plomo. Se echó al hombro la escopeta humeante y descendió. El estampido recorrió los ámbitos vacíos, atravesó las paredes más livianas y sorprendió al Rey ante un cruce de pasillos, dudoso del camino que debía tomar. «¡Ya está ahí la tormenta! ¿No cogerá desprevenido a mi confesor?» Y eligió el corredor de la izquierda, que le dejó justamente frente a la entrada de sus aposentos. Los soldados que la guardaban presentaron armas.