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5.Entró el ujier en el despacho del Valido, por la puerta secreta, o quizá solamente trasera; tosió, y cuando el Valido volvió la cabeza, hizo la reverencia.

– El fraile ya está ahí -dijo.

– ¿Es que quiere verme?

– Eso manifestó, al menos.

– Pues que pase.

El padre Villaescusa tardó en entrar, hecho un lío de reverencias y rosarios.

– ¿Sucede algo, padre?

– Una desgracia inmensa, Excelencia. Cuando fueron a llevarle la cena al padre Valdivielso, que todo lo hace en su aposento, lo hallaron muerto.

– ¿De muerte natural?

– Eso parece, Excelencia. Estaba en su sillón, envuelto en una manta, como siempre. ¡En una manta, con la tarde que hace! Es muy posible que haya muerto de calor.

Si el Valido percibió la ironía de la respuesta del fraile, no se dio por enterado.

– Que le hagan los funerales, y lo entierren dignamente.

– En eso estamos, Excelencia.

– ¿Algo más se le ofrece, padre?

– Hay que sustituir al difunto…

– Es un trámite largo, usted lo sabe. Ante lodo, tiene que hablar el Rey.

– Es muy posible que el Rey lo ignore todavía. Cabalmente, hace poco que ha entrado en sus aposentos.

– En tanto permanezca en ellos, lo tenernos seguro.

– ¿Me da, pues, licencia para retirarme?

El Valido tardó unos instantes en responder, pareció abstraído, y el fraile respetó su silencio. Por fin dijo:

– Padre Villaescusa, ¿quiere usted sentarse?

– Mi humildad, Excelencia…

– Déjese de cortesías. Ahí tiene su sillón, póngalo frente al mío, y ocúpelo.

– ¡Si Vuestra Excelencia lo manda!…

El capuchino quedó sentado ante el Valido, la enorme mesa entre los dos. Quedó sentado, con la cabeza gacha, pero mirando al Valido de reojo. Éste parecía haber vuelto a su mutismo. Mientras duraba, el capuchino echó mano al rosario y comenzó a bisbisear avemarías.

– Déjese ahora de rezos, padre, que ya habrá tiempo para ellos. Tengo que hacerle una consulta. En realidad, usted conoce los antecedentes. Lo que quiero preguntarle es si ha pensado ya sobre mi caso.

– No rezo por otra cosa que por su solución.

– ¿Y qué se le ha ocurrido?

– Que en vista de que la Providencia no toma en cuenta nuestros ruegos, habrá que forzarla.

– ¿A la Providencia?

– Sí.

– Pero, ¿no es eso un sacrilegio?

– ¿Lo son acaso las penitencias, los sacrificios?

– No. Nunca lo he oído.

– El remedio que yo he encontrado, eso que acabo de llamar forzar a la Providencia, es un sacrificio.

– Tendría que ser más explícito, padre.

– Lo seré si Su Excelencia me autoriza a hacerle ciertas preguntas.

– Esa autorización está implícita en la naturaleza de esta entrevista. Le estoy consultando como teólogo y moralista.

El capuchino abandonó el rosario que todavía permanecía entre sus dedos, y cruzó las manos a la altura del pecho. Y, a su vez, se entregó a un mutismo profesional que hizo esperar al Valido, anhelante hasta que el padre Villaescusa dijo:

– Cuando Vuesa Excelencia llega al lecho de su esposa y cohabita con ella, ¿obtiene algún placer?

– Lo mismo que todo el mundo, ni más ni menos que todo el mundo.

– ¿Y ella?

– A juzgar por los síntomas, padre, creo que sí. Vamos, estoy seguro de que sí, y, las más de las veces, más aun que yo. Las mujeres en eso, como Vuesa Paternidad sabe o habrá oído, son un poco más exageradas que los hombres. Al menos gritan más.

El capuchino se llevó las manos a la cabeza.

– ¡Dios mío, Dios mío! Es tolerable que los hombres gocen del placer carnal, pero las mujeres deben ignorarlo, al menos las decentes, digan lo que digan los moralistas, que nunca son de fiar. Y también se habrá desnudado alguna vez, ¿verdad?

– Probablemente más de una, padre. Si ella lo pide, ¿cómo voy a negarme? Cuando me casé, me informaron de mi obligación de mantener la armonía conyugal, y también fui advertido de que las mujeres son más débiles, y de que hay que comprenderlas.

El capuchino le miró con dureza, como si todas las cóleras de Jehová se hubieran resumido en su mirada.

– ¿Y en esas condiciones espera alcanzar del Señor la merced de la descendencia? ¿Aspira a concebir esos hijos de pecado a que alude el salmista cuando dice: Et in peccato concepit me mater mea?

El Valido le devolvió la mirada, no iracunda, de incomprensión.

– También fui informado, padre, acerca de los lícitos placeres del matrimonio.

– Yo no culpo a Su Excelencia, sino a quienes tienen a su cargo la salvación de su alma. ¿Es jesuita su confesor?

– Me fue recomendado por el Señor Cardenal Primado.

– Gente dudosa, los jesuitas. Quieren hacerse con el poder del mundo tolerando las debilidades humanas. Para los jesuitas, todo es pecado venial, y eso en el peor de los casos. En el informe que estoy redactando para Vuesa Excelencia acerca de la sesión del Santo Tribunal de que hemos hablado, me extiendo largamente sobre la actuación de un padre jesuita, ese portugués llamado Almeida, que no sé de dónde viene ni adónde va. Fue el único de los presentes en justificar los devaneos del Rey. Que, por cierto, coinciden en cierto modo con lo que Vuesa Excelencia acaba de confesarme.

– Es que, padre, el protocolo de palacio no influye en mi vida privada, no me afecta, y no creo que mis pecados particulares alteren el destino de los súbditos de estos reinos. El Rey y sus pecados son otra cosa.

El capuchino meditó, mientras su mano diestra buscaba el crucifijo de su rosario y se aferraba a él.

– Efectivamente, el Rey y sus pecados son otra cosa, y las liviandades de Su Excelencia no afectan al destino de la monarquía. Pero, ¿y su destino personal? ¿No han informado también a Vuecencia de que existe una moral para el pueblo y otra para quienes lo dirigen? El pueblo necesita un aliciente para procrear, porque sin eso no tendríamos soldados. Pero a los grandes se les exige otra conducta. A los grandes, el abuso, incluso el uso, de los placeres de la carne, los lleva a la decadencia. Podría poner a Su Excelencia muchos ejemplos, incluso dentro de su propia familia.

– Pero, padre, yo no he buscado el placer fuera del matrimonio. Al menos desde que estoy casado.

– No dudo de que las costumbres de Vuecencia sean ejemplares, pero advierta que lo ejemplar puede no ser lo moral, ni siquiera la conveniente. Lo ejemplar es lo que se ve desde fuera. ¿Y qué se ve desde fuera? Que Vuecencia no tiene queridas ni va de picos pardos. Eso está bien, pero no basta. Hay que ser ejemplar, además, delante de la cara del Señor, que es quien castiga o premia. El Señor no da hijos a Vuecencia. ¿Por qué?

– Eso digo yo: ¿por qué?

El capuchino alzó en el aire, cara a la luz de los velones, el Cristo de metal que su mano diestra agarraba.

– Ahí lo tienes, crucificado por nosotros. ¿Qué hace Vuecencia en pago de ese sacrificio?

El Valido miró al Cristo alzado; luego inclinó la cabeza y la movió: a izquierda y a derecha.

– Nada especial. Soy un hombre como todos.

– Los mortales nunca podremos saber cómo piensa el Señor, pero los entendidos algo podemos conjeturar de las circunstancias. Por eso, Excelencia, he dicho que hay que forzar al Señor.

– Y yo no lo entendí.

– Quizá yo mismo tampoco. Si lo pienso, no lo entiendo, pero por algo lo dije, y no lo dije en vano: vamos a forzar al Señor, pero a condición de que Vuecencia y, sobre todo, su esposa, renuncien al placer. Con esa condición, yo me atreveré a hacer algo de lo que espero el remedio.

– Algo, ¿qué?

– Si Vuecencia me lo permite, mañana se lo diré. Guarde castidad hasta entonces.

6. El convento de los franciscanos lo habían construido alrededor de una encina, que ofrecía desde entonces en torno a su tronco un banco de tablas para aliviar, aunque no demasiado, las posaderas de quienes buscasen cobijarse allí del sol. Eran, sobre todo, los jóvenes los que acudían a aquella sombra, pero, después del atardecer, nadie osaba sentarse, ni casi atravesar el claustro, porque corría la voz de que sólo tras la puesta del sol el padre Rivadesella mantenía sus entrevistas con el Maligno, en aquella penumbra: a quien, por cierto, quiere decirse al Maligno, jamás el padre Rivadesella llamaba así, sino mi Interlocutor Misterioso, aunque algunas veces se permitiese bromas denominativas, si bien mentales, que había aprendido, de niño, en su Asturias lejana, como llamarle el Trasgu. Aquella tarde de otoño, a causa de la sesión del Santo Tribunal, el padre se había demorado, y cuando atravesó las arenas del jardín, iba temiendo que el Trasgu se hubiera ido, impaciente de tanta espera. De todos modos, se sentó en la parte más tenebrosa, y tuvo tiempo de rezar y de pedir al Señor la protección que necesitaba su alma, y quizá también su cuerpo, para permanecer junto al diablo sin mayor daño. No era una oración larga, aunque sí intensa; pero aún le quedó tiempo para desesperar y tomar la decisión de esperar un espacio digamos de cortesía, y marcharse después. Su mirada recorría la oscuridad, la perforaba, en busca de algo en cuya forma o cuyo cuerpo el Trasgu se pudiera haber instalado, pues nunca se presentaba bajo el mismo aspecto, aunque jamás lo hubiera hecho valiéndose de objetos desagradables o viles: que si un gallo que se subía a la bancada y acurrucaba su cresta contra el hábito del fraile; que si un pajarillo que se acogía al cobijo de su regazo, que si un perro de buena talla que le lamía las sandalias. Una vez, había sido la rama más crecida de la encima; otra, un remolino de viento, casi corpóreo. Nunca una sabandija, ni un sapo, ni un ciempiés. Los tratos de aquellos dos, al menos de la parte del Trasgu, siempre habían sido delicados. El padre Rivadesella, en cambio, suponiendo que el diablo careciera de olfato, no se privaba de ventear, si le venía en gana.