Ya iba a marcharse el fraile, cuando le pareció que, a su izquierda, la oscuridad se hacía más compacta y que cobraba una forma aproximadamente humana, aunque de un varón muy alto y muy delgado que se hubiera sentado a su lado, y montado una pierna sobre otra. El padre Rivadesella se santiguó y dijo en voz alta: «Ave María Purísima», y el Trasgu le respondió:
– No seas imbécil. Si fuera fe, me echaría a temblar; como es superstición, no me incomoda.
– La costumbre es la costumbre.
– A veces la olvidas.
Era verdad, pero sólo en cierto modo: el hábito de aquellas entrevistas le había quitado al padre Rivadesella el miedo a los infiernos y, a la escena, todo dramatismo: hablaba con el diablo con la misma tranquilidad que si charlase con un viejo amigo, y las palabras que se cruzaban más bien pertenecían a las habituales del brazo secular; de manera que el fraile metió las manos en los bolsillos y se rascó los muslos, que le picaban de calor.
– Ya sabrás la que has armado en las últimas horas.
– Tengo una idea, pero no la he armado yo. Vengo de un viaje largo y aún estoy fatigado y convencido, por si no lo estaba ya, de que los hombres son estúpidos en todas las latitudes.
– Pues tu presencia en la corte se ha manifestado de diversas maneras, como si dijéramos, para que las entendieran todos los caletres. El párroco de- San Pedro te vio esta noche flotando en las alturas, y no puedes quejarte, pues le pareciste un hermoso mancebo que dejaba en el aire, al surcarlo, un rastro de plata.
– El párroco de San Pedro es un viejo chocho que ve visiones. Esta noche pasada, ni floté por los aires, ni hubo parejas de brujos fornicadores ni nada de lo que ese pobre viejo dijo haber visto. Lo que sucede es que, con ese catalejo del que disfruta, al verlas más cerca, las nubes se le antojan endriagos. Te puedo asegurar que, la noche pasada, el cielo de la corte estuvo libre de demonios.
– ¿Y esa hendidura de la calle del Pez, por la que salían los azufres mefíticos del infierno?
– El infierno no está en el centro de la tierra, como os dicen, como tú mismo dices cuando predicas, ni con ninguna clase de combustibles. El infierno es frío.
Al padre Rivadesella le entró un escalofrío que le dejó callado. Cuando pudo, preguntó:
– Entonces, ¿dónde está?
– El infierno no está, es. Igual que el cielo.
– Pues no lo entiendo.
Había salido la luna, que partía en dos el ambiente: la mitad del claustro en tinieblas, la otra mitad iluminada, y el resplandor permitía al padre Rivadesella percibir los contornos de la sombra que, a su izquierda, se mantenía con las piernas cruzadas, pero que movía las manos. Quizá llevase barba puntiaguda, quizá no; quizá llevase la melena caída sobre los hombros, como cualquier caballero.
– Si sostuviese esa tesis delante de un tribunal, me mandarían a la hoguera.
– Según. Si la disputa se desarrollaba en latín, quizá sí; pero, en lengua romance, las diferencias entre el ser y el estar son muy evidentes.
– Sí; pero las disputas teológicas se desarrollan en latín.
– En esa lengua también es posible distinguir entre el ser y el estar.
– Pero no tan claramente.
El fraile se remegió en su asiento, como inquieto.
– ¿Es éste el tema de nuestra reunión de hoy?
– El tema, eres tú el que lo propone.
– Pues lo que hoy nos preocupa a todos los teólogos es esa ocurrencia del Rey, de ver a la Reina desnuda.
– Desde mi punto de vista, la cosa carece de importancia. ¿Qué más da que la vea desnuda que en camisón?
– Pero, ¿de verdad que no es pecado?
– Sólo es pecado lo que se hace como pecado, y en la conciencia del Rey no hay semejante intención. Se trata de una simple curiosidad y de un deseo legítimo.
– ¿Legítimo?
– ¿Por qué no? A mí, por lo pronto, no me va ni me viene, y supongo que al Otro le sucederá lo mismo. En esas cuestiones, solemos estar de acuerdo.
– Entonces, que el Rey vea o no a la Reina desnuda, ¿no influye en la llegada de la armada a Cádiz, o en la derrota de nuestras tropas en Flandes?
– La arribada de los barcos a Cádiz depende sólo de que los ingleses lleguen a tiempo de impedirlo, y la derrota de las armas españolas en Flandes tiene bastante que ver con la calidad del armamento, con la disciplina de las tropas y con la posición de los contendientes. Dados esos factores, ganará el general que sepa usarlos mejor.
– Entonces, ¿no influye la oración? En todas las iglesias de estos reinos se ruega por la suerte de la monarquía.
– Sí. Sin pensar si lo que vosotros llamáis suerte de la monarquía es justo o injusto. El Señor sólo escucha las oraciones que imploran la piedad y la justicia, y vosotros no sois justos ni piadosos. No sois más que católicos.
– ¿Es que tú no lo eres?
– Sí, pero a mi modo. Quiero decir que lo soy desde la parte contraria.
El padre Rivadesella se rascó la cabeza, y lo hizo en silencio, pero en su mente se abría paso, con dificultades, una pregunta arriesgada. Más que una pregunta, una corroboración.
– Entonces, que el Rey vea o deje de ver el ombligo de la Reina, es un acto intrascendente.
– Ni para Dios ni para mí hay reyes ni vasallos, sino sólo hombres y mujeres. Tampoco hay Estados, ni monarquías. Todo eso lo habéis inventado vosotros, y pretendéis involucrarnos en vuestras peleas. Pero, para nosotros, no hay hugonotes ni católicos, ni hay cristianos ni turcos, sino hombres de buena o mala voluntad. Los de mala voluntad son los que a mí me tocan, y ya estoy harto.
El padre Rivadesella se había estado santiguando, una y otra vez, y cuando el Maligno terminó su perorata, llevaba una cruz a medias.
– ¿Leíste a san Agustín? -le preguntó al Diañu, y éste le respondió:
– Ése es uno que se me escapó de las manos por puro milagro. Sí, lo he leído, y aunque en parte tenga razón, en parte no la tiene.