– ¿Niegas la Providencia?
– La entiendo de otra manera, que es la correcta, según se me alcanza, y no olvides que habré perdido el favor del Otro, pero que mis buenas cualidades subsisten. Después de Él, soy el más inteligente de los seres.
Sobrevino un gran silencio que oscureció más todavía el ámbito del jardín, acaso porque una nube furtiva había cubierto la luna. El padre Rivadesella se regocijaba en su intimidad de aquellas circunstancias que le permitían dialogar, de tú a tú, con el ser más inteligente de la Creación, después de Dios, sin necesidad de aquellas ataduras, ascesis y sacrificios a que se sometían los que con Dios hablaban: coloquios de los que no debían de sacar gran cosa, al menos en el orden conceptual, a juzgar por lo que escribían después, que todo se les iba en éxtasis y deliquios, como si Dios no fuera inteligente, sino sólo amoroso. El corazón del padre Rivadesella no era de los que se conmovían fácilmente, en tanto que su inteligencia, a partir de ahora, quedaría preocupada por aquel modo de entender la Historia que excluía de la Gran Batalla a Dios y al Diablo. De pronto, dijo el Trasgu:
– Todo lo que estás pensando puede llevarte a conclusiones erróneas. Déjalo donde está y otro día continuaremos. Ahora tengo que irme a Roma.
– ¿Qué se te pierde allí?
– Tengo mi oficina abandonada y las cosas del señorito no van bien. Quiero echarle una mano.
– Pero, ¿no te basta con quererlo para que todo se arregle?
El Trasgu se levantó; la oscuridad más compacta de su cuerpo revelaba una figura esbelta, y, a poco que se moviera, cimbreante. Al padre Rivadesella le recordó algo, pero, al igual que aquella tarde en la sala de los consejos del Santo Tribunal, lo único que se le representó en la mente fue la figura de un gallo.
– Los milagros menores me están vetados. Si quiero ayudar a alguien tengo que hacerlo por los medios corrientes, y no es nada fácil.
7. Todo quedaba ordenado, en el palacio y en la monarquía: hasta los cortesanos congregados en un salón donde un quinteto napolitano tocaba música. El Valido echó un vistazo a la posición de sus papeles encima de la mesa: lo hacía todas las noches, al marcharse, para saber al día siguiente si alguien había hurgado en ellos, y en cuáles. Los accesos al despacho quedaban cerrados por dentro, y él salió por una puertecilla cuya llave le cabía en la escarcela. En la antesala dormitaban dos ujieres; medio les despertó al decir: «¡Hasta mañana!» A su paso por los corredores, varios sombreros se rindieron, pero los guardias no golpearon el suelo con las alabardas, porque el que pasaba no era todavía Grande, y, ante el Rey, tenía que arrastrar las plumas del sombrero. Sin embargo, se le saludaba con respeto y se le miraba con miedo. En la escalera que bajaba hasta el zaguán, coincidió con su prima, la camarera mayor, que también se iba. Le preguntó si tenía carruaje; ella le respondió que sí; le preguntó que si tenía escolta; ella le respondió que no.
– Pues vente en mi carroza, y te llevar¿ a tu casa. A estas horas, las calles de la corte no son nada seguras.
Ella aceptó, el Valido le tuvo el estribo, y uno de los gulipas que ayudaban dio recado a la carroza de la duquesa de que les siguiera. Desde la suya, por la ventanilla abierta, el Valido dio las últimas órdenes.
– Si llegan correos de Andalucía o de Flandes, que vayan a mi casa, cualquiera que sea la hora.
Cerró la ventanilla y se volvió a su prima.
– Del mensaje que traigan esos dos, depende la suerte de la monarquía, y también la nuestra, porque si la armada no llega a Cádiz, ni tú ni yo cobraremos nuestros emolumentos. Las arcas del Rey están vacías.
– Pues me gustaría saber en qué se gasta el dinero, porque los sueldos son bajos, la comida mala, y los vestidos de la Reina, de lo más barato que se encuentra en el mercado.
– ¡No sabes lo que se pierde en pagos de intereses! Más de la mitad de lo que llega se lo llevan los acreedores.
– ¿Y las guerras?
– ¡Bah! Nuestros soldados viven de lo que pillan.
La carroza, escoltada de cuatro arcabuceros a caballo, había dado la vuelta a la plaza de armas del Alcázar y atravesaba la puerta. Gente en grupos no se dignaba mirarla: aquí, unos golfos jugaban a los dados; más allá, un ciego con su guitarra, cantaba sus sátiras en verso, y cuando no sátiras, milagros. Y en otros corrillos de hambrientos probablemente se murmuraba, y en la indiferencia al paso de las carrozas mostraban su desprecio. El Valido comentó:
– Nadie nos ama.
Y la duquesa le respondió:
– Motivos para amarnos, no les damos.
– Las cosas vienen así.
– Pues ellos, lo mismo que nosotros, procuran que no les cojan.
Quedaron en silencio. La carroza daba tumbos por las calles mal empedradas; de vez en cuando, la luz de una lamparilla dejaba caer un destello fugaz sobre los rezagados enfrentados. El Valido se santiguaba; la duquesa, no.
– ¿Y qué sucede por los aposentos de la Reina? -preguntó, por fin, el Valido.
– Allá ha quedado, en espera de un baño tibio.
– ¿Dices de un baño?
– Sí. La pobre cree que su marido la visitará esta noche.
– Habrás dejado todo bien dispuesto.
– Por lo que a mí respecta, sí, y con harto dolor de corazón. No es que ame a la Reina con amor sublime, pero me da pena de la pobre chica, compuesta y sin novio, como quien dice.
– Las cosas no pueden ser de otra manera.
– Lo que yo no me explico, es con qué derecho os metéis en esas intimidades. Si los Reyes quieren dormir juntos, allá ellos. Si se quieren desnudar será porque les gusta. Yo, si las cosas vienen bien, también pienso hacerlo esta noche.
– Eres una viuda decente. Si andas de trapicheo, y se sabe, puedes perder tu puesto.
– También soy una viuda joven, y estas noches calurosas no invitan a la soledad. Tampoco las frías del invierno, es lo cierto. En el invierno, el cuerpo pide el calor de un compañero.
– ¿Y también te bañas?
– Sí.
– ¿No tienes miedo a que te denuncien?
– La azafata que me ayuda se baña también, y tampoco duerme sola. En cuanto a mis criadas y criados, los que no son moriscos o judaizantes, son de la secta iluminada, de modo que callarán por la cuenta que les tiene.
– Eso se llama rodearse de precauciones.
– No hay más remedio que hacerlo. Tú dices que las calles de la corte no son seguras. Pero, ¿hay algo seguro en la corte? Tú, de quien se dice que serás el hombre más poderoso de la monarquía, ¿estás seguro? ¡Ni siquiera el Rey lo está!
Fuera sonó un ¡Sooo! autoritario y prolongado, y se detuvo la carroza. Los cuatro arcabuceros se situaron a los lados, junto a las ventanillas. El Valido sacó la cabeza.
– ¿Sucede algo?
– Una procesión, Excelencia.
Habían llegado a un cruce, y por la calle que cruzaba, pasaban dos filas de frailes con antorchas, y, en el medio, penitentes con maderos, con cadenas en los pies, con disciplinas que les marcaban de sangre las espaldas. Rezaban a media voz, y, cada cuantas avemarías, quejas, gritos de dolor, exclamaciones:
– ¡Ten piedad de nosotros, Señor! ¡Aparta de nosotros esa serpiente maligna! ¡No castigues a tu pueblo inocente!
Cerraba la doble fila el padre Villaescusa, de sobrepelliz y bonete, con una cruz negra alzada que apoyaba en su cintura. Tardaron en pasar un rato. Después la carroza del Valido siguió su camino, hacia el hogar de la duquesa.
8. El Rey pudo echar un vistazo al espejo, de refilón, y a pesar del miedo que le hacía temblar, miedo o quizá deseo, aprobó, al menos en primera instancia, la imagen que el espejo le devolvía. Entonces se miró de frente y con franqueza: se había puesto un traje blanco, sin más adornos que el realce de la tela, y había conseguido dominar, a fuerza de agua y peine, el cabello rebelde y pálido, que, así aplastado, remataba bien la figura. Llevaba al cuello colgada una miniatura del Toisón, y estuvo a punto de quitársela también, pero, como pensaba dar una vuelta por el salón donde a aquellas horas aún quedaban cortesanos, prefirió dejarla, aunque más tarde se la guardase en la escarcela. Se sonrió a sí mismo, y salió. Al llegar al corredor más ancho, escuchó músicas que venían de la parte del salón, y hacia allí se dirigió. No abrió la puerta de golpe, ni permitió que lo anunciasen, sino que primero la entreabrió, y pudo ver a la gente danzando y, allá al fondo, subidos a la tarima, una tropa de músicos y cantores. Le pareció un buen presagio, entró y se deslizó pegado a una de las paredes, sin que nadie le hubiera descubierto, o, al menos, sin que nadie diese muestras de que lo había visto entrar. Se acogió al hueco de una ventana, casi tapado por las cortinas, pero allí había alguien, o recatado, o escondido. El que allí estaba, se destocó y rindió el sombrero. El Rey lo reconoció en seguida.