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– Esta mañana, conde, os he mandado cubriros.

– Pero Vos, Majestad, vais ahora destocado, y no encuentro cortés…

– Gracias, conde. ¿Qué sucede?

– Que la señorita de Távora danza ella sola en medio de ese corro, y lo hace tan bien, que la contemplan y le llevan el ritmo con las palmas.

– Es hermosa, además.

– Sí, Majestad, muy hermosa y ligera de cascos, según dicen.

– Hay tantas murmuraciones en la corte.

– Algunas con fundamento.

– ¿Y no os tienta danzar? ¿O es que la vida de la mar no os ha dado lugar a aprenderlo?

– Si Vuestra Majestad lo autoriza, me gustaría hacer frente a esa portuguesa.

– Sólo en el caso de que pudiera verlo desde aquí, sin ceremonias.

– Prometo a Vuestra Majestad la mayor discreción.

El conde de la Peña Andrada hizo una reverencia y salió del escondrijo. Nadie advirtió su llegada, hasta que traspasó el corro de cortesanos y se plantó delante de la de Távora. Le hizo una reverencia y lanzó el sombrero al aire; pero el sombrero, como un bumerang, voló por el salón y volvió a la cabeza de donde había salido. Los cortesanos, unánimes, dijeron «¡Oh!», y la dama portuguesa se detuvo en su danza.

– ¿Me permitís danzar con Vos?

– ¡Si sois capaz…!

Los músicos habían suspendido la tocata, pero la reanudaban a una señal del conde. Se ensanchó el corro. La señorita de Távora llevaba la iniciativa, pero el conde la seguía sin un error; hasta que fue él quien tomó la delantera y la señorita de Távora le seguía, ágil, esbelta, desvergonzada, por cuanto a veces alzaba las faldas y dejaba al descubierto la hermosura de sus piernas, envueltas en medias moradas. El Rey, desde su escondite, no perdía ripio, y gozaba de la agilidad y destreza de los danzantes, y con las figuras y puntos hasta entonces nunca vistos en la corte, a que se entregaban. Hasta que alguien le chistó: Colette, la azafata de la Reina, estaba junto a él. No le hizo reverencia ni clase alguna de ceremonia. Se limitó a aproximarse hasta poderle pegar la boca a la oreja (el Rey se había inclinado), y decirle:

– Esta noche, señor, a las once en punto. No se demore Su Majestad.

Y se escurrió la azafata, hasta perderse tras la oscuridad de un portón. Los bailarines continuaban su loco juego de ida y vuelta, de toma y daca, de oferta y de repulsa, de seducción y rendimiento; hasta que la mademoiselle no pudo más y se dejó caer, aunque cuidándose de guardar la compostura, pues nada se le vio que no pudiera vérsele. El corro de cortesanos aplaudió, el conde de la Peña Andrada la ayudó a levantarse, y en la operación de ayudarla, ella le deslizó al oído que le esperaba aquella noche para una danza más recoleta.

– A eso de las once, más o menos.

Cuando estuvo de pie, la señorita de Távora hizo una reverencia al público, la volvieron a aplaudir. Pero en aquel momento el Rey había salido de su escondite, y se aproximaba al corro de los cortesanos. Se inclinaron todos, pero el Rey fue derecho a doña Francisca, y le dijo, mientras ella se inclinaba:

– Danzáis maravillosamente, señorita.

Y ella le respondió:

– Pues mi pareja tampoco lo hizo mal. -Y dirigiéndose al conde le preguntó-: ¿Dónde lo habéis aprendido?

– En todas las islas perdidas de esos mares donde los hombres y las mujeres danzan, pero muy especialmente en el norte de Portugal.

Una lágrima de saudade nubló los ojos de doña Francisca.

– Debí suponérmelo. Sólo allí se bailan esos puntos y esos trenzados.

– Un poco más arriba, señorita, también.

– ¿Es que sois de por allá?

– ¿No me lo notáis en el acento?

– Sólo había notado que cantáis al hablar.

El Rey preguntó: «¿Qué hora es?» Y le respondieron que poco más de las diez. «¡Que siga la danza!), ordenó, pero el conde de la Peña Andrada se apartó de los danzantes y quedó al lado del monarca.

– ¿Estás cansado?

Por respeto a la presencia del Rey, se inició una lenta, ceremoniosa y aburridísima pavana, en la que doña Francisca no tomó parte: se escabulló hacia los internales del palacio. El conde de la Peña Andrada fue empujando suavemente al Rey, hasta alejarlo. Mantenía el sombrero en la mano, y comenzó a describir las danzas de mujeres desnudas que había presenciado en las islas del mar del Sur, y lo que de ellas había aprendido.

– ¿Y esas mujeres andan desnudas todo el día?

– Sí, Majestad. La suavidad del clima se lo permite.

El conde pensó que, en aquel momento, el Rey lamentaba no serlo de una de aquellas islas. Por ahorrarle tristezas, cambió de conversación.

9. -Y el Rey, ¿qué te dijo?

– De palabra nada, pero se le iluminó el rostro como si le hubiera encendido dentro una luz. También enderezó el cuerpo, que parecía un poco decaído. Fue como si el recado le hiciera otro hombre.

– ¿No danzaba con los otros?

– Los contemplaba desde un rincón, y no parecía muy divertido.

– Entonces, ¿tú crees que vendrá?

– Estoy completamente segura.

Encima de la cama de la Reina, cabida para cuatro, donde la rubia, frágil inquilina tenía suficiente con un rincón, había extendido hasta media docena de camisones, distintos de corte, en la materia del tejido, en la intención moral. El más llamativo de ellos, pesado de textura y con mucho realce de bordados, rígido hasta tenerse de pie sin necesidad de soporte, mostraba, a cierta altura, un agujero ribeteado, y encima, una cruz encarnada, y esta leyenda en letras oscuras: «Vade retro, Satanás.» La Reina lo señaló.

– ¿Será éste el que me ponga? Todos los confesores lo aconsejan, y sé de alguna de mis damas que los usan parecidos.

– Con esas rigideces, señora, será un embarazo quitárselo. Además, esa leyenda echa atrás al más pintado.

– Tú, ¿cuál me aconsejarías?

La azafata señaló uno de seda suave y casi transparente, escaso de anchuras y corto, que le vendría a la Reina hacia la mitad del muslo.

– Ése, sin duda.

La Reina se cubrió los ojos con las manos.

– Pero, ¡si apenas cubre nada!

– Señora, si no he entendido mal, se trata de acabar enseñándolo todo.

– Sí, pero sólo al final. Primero tengo pensado organizar al Rey una o dos peleas. Una, al menos, desde luego: ayer se escapó de palacio y durmió con una furcia.

– Vuestra madre, mi señora la Reina de Francia, tenía pruebas fehacientes de que el Rey, vuestro padre y mi señor, la engañaba con todas las mujeres que encontraba a su paso, y, sin embargo, jamás se lo recriminó. Vuestra madre, la Reina mi señora, puede ser un buen ejemplo en este caso.

– Es que tampoco puedo quitarme el camisón así como así, sólo porque él me lo pida. Habrá que pelear un poco.

– En ese caso, mi señora, estoy de acuerdo, a condición de que todos los noes que pronuncie Vuestra Majestad valgan por otros tantos síes.