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– ¿En español o en francés?

– Yo los alternaría.

La Reina cogió el camisón elegido por Colette: cabía en un puño de puro sutil; y cuando lo extendió en el aire, se veía a Colette a través de su tejido.

– Si llevo esto puesto -dijo la Reina-, me temo que no tendrá necesidad de desnudarme.

– Esa prenda, Majestad, es un símbolo, y a los símbolos también se los destruye.

La Reina empezó a recoger los otros camisones y se los entregó a Colette.

– Guarda eso. ¿Cómo estará el baño?

– No muy caliente, me temo.

– La noche pide algo de fresco para el cuerpo. ¿Están bien cerradas las puertas?

– No pase cuidado Su Majestad: sé de muchas grandes damas de palacio que también se bañan, y, además, se perfuman. Así gustan más a los hombres.

– También ellos podían lavarse un poco y oler mejor.

La azafata abrió una puertecilla, y precedió a la Reina con el candelabro en alto. Había, en medio de la habitación, una tinaja ligeramente antropomorfa, llena de agua. La azafata examinaba a la Reina con atención, sin dejar el candelabro.

– ¿No miras demasiado, Colette?

– Nadie diría que Vuestra Majestad ha tenido un hijo.

La Reina, sin responderle, se metió en el agua: cuidadosamente, primero esto, después aquello, luego hasta la cintura, finalmente hasta el cuello. Colette dejó la luz encima de un arcón.

– Voy a buscar la toalla.

Y salió sin ruido.

10. Con un catalejo como aquél, traído de regalo por algún almirante vencido, se veía claramente, desde la ventana del salón, la esfera del reloj de la torre de San Pedro, a aquella hora que le daba la luna. Esperó el Rey a que faltasen sólo cinco minutos, dejó el catalejo en cualquier parte, y salió a la antesala, donde los guardias se habían dormido; pasó en puntillas, cerró con cuidado, y ya en su cuarto empujó el picaporte que abría la puerta de aquel corredor que le unía con los aposentos de la Reina; y el picaporte obedeció, no la puerta, cerrada seguramente con llave. Hizo, sin embargo, un par de tentativas inútiles, y sólo a la tercera volvió sobre sus pasos, pero saliendo a un corredor lleno de sombras, que recorrió casi hasta el final. Allí la puerta cedió: era la misma que aquella mañana el padre Villaescusa había atravesado con la cruz. Entró en una antesala en penumbra, y, al cerrar tras de sí, oyó como un rumor de rezos. Abrió otra puerta, y se halló en una sala, alumbrada por los cuatro cirios que marcaban las esquinas de un ataúd puesto en el suelo, encima de una alfombra negra. Al fondo, un grupo de frailes con las capillas echadas, rezaba a media voz. Los cirios iluminaban lo bastante el ataúd, de modo que el Rey pudo ver el rostro de su confesor, vestido con sus hábitos, las manos cruzadas sobre el pecho, y, entre ellas, una crucecilla de palo liso. El Rey, después de un titubeo, se arrodilló, contempló al muerto, se cubrió los ojos con las manos, y rezó un padre nuestro turbado de imágenes lascivas, mitad recuerdos, mitad esperanzas. Pensó que estaba pecando, pero reflexionó que imaginar a su mujer desnuda no era pecado. Se levantó, se santiguó y se dirigió a la puerta del fondo; pero, los frailes se habían juntado frente a ella en un grupo compacto, y seguían rezando, inmóviles; dio varias vueltas en busca de un lugar penetrable, y acabó por decir: «Dejadme, soy el Rey.» Pero ellos no se movieron, ni le respondieron, ni dejaron de rezar. Intentó abrirse paso, pero parecían de piedra, no sólo inmóviles, pesados. Quedó, con su cara pasmada, en el lugar vacío entre el ataúd y los frailes rezadores, no sabiendo qué hacer. El poco latín que' sabía le permitía reconocer, en los rezos, los salmos penitenciales, aunque sin el gorigori, y ganas le vinieron de unirse a ellos y rezar también. Pero le pareció que la mirada del difunto traspasaba los párpados y le miraba como lo había hecho aquella tarde, al decirle que no era pecado ver a su mujer desnuda, y que en vez de tener los lechos y los aposentos separados, debían dormir en la misma cama, como la gente sencilla, para que los cuerpos se conociesen y se acostumbrasen el uno al otro: que así lo mandaba la ley de Dios. Hizo una genuflexión delante del ataúd, y salió de aquella sala por donde había entrado, atravesó la antesala en penumbra, y se halló por segunda vez en el inmenso pasillo. Había muchas puertas: las fue tentando una a una, pero todas estaban cerradas. Y tuvo la sensación de que el mundo estaba cerrado para él, de que lo habían rodeado de soledad y de silencio, y de que los aposentos y el cuerpo de la Reina eran inaccesibles. Se echó a llorar.

– Llorando no se va a ninguna parte, señor -dijo, al lado de su oído, una voz tenue: reconoció al conde de la Peña Andrada.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Voy a una cita, como Vos.

– Todas las puertas están cerradas.

– La mía, no, Majestad.

– ¿Y por qué tú gozas de ese privilegio?

– No soy el único, señor. Detrás de cada puerta cerrada hay una cama y una pareja. Algunas son legales. Las más, no. La que me espera, por supuesto, no lo es.

– Ya será esa casquivana de doña Paca de Távora.

El conde le respondió con una ligera inclinación.

– Es muy hermosa dama, Majestad.

– A la Reina no le es simpática.

– Es natural, señor. Una refinada francesa y una exuberante portuguesa no están llamadas a entenderse. Es como si Vuestra Majestad comparara a Camoés con Ronsard.

– De Camoés he leído muchos versos, pero a ese otro no le oí nombrar nunca.

– Seguramente, señor, Su Majestad la Reina lo sabrá de memoria.

El Rey quedó pensativo.

– ¿Sabes que la Reina me estará esperando?

– Lo supongo.

– ¿Sabes que me han cerrado todas las puertas que conducen a su aposento?

– Si no fuera así, Majestad, no os hubiera encontrado llorando en estas soledades.

– ¿Y qué piensas?

Se hallaba al extremo del pasillo junto a una ventana cerrada. El conde abrió las maderas, y entró un difuso resplandor de luna.

– Si abrimos las vidrieras, oiremos latir el corazón de la ciudad dormida.

– Ábrelas.

Quedaron las vidrieras franqueadas, y, a la vista, una parte de la corte dormida y lunada. Todo estaba en silencio.

– No oigo ese latir que dices, conde.

– Hay que levantar el silencio como se levanta un cobertor. Entonces llegará hasta nosotros un bullicio lejano hecho de mil ruidos diferentes, desde el grito del que asesinan en la oscuridad unos rufianes pagados, hasta el gemido de placer de una muchacha que acaba de descubrir el amor, porque su marido se fue de viaje y ella ha decidido, por fin, recibir como amante al hombre que la cortejaba. ¿Sabe Vuestra Majestad que ese hombre le pedirá que se desnude? Pero también hay maridos que arrojan a sus mujeres del lecho porque ellas pretenden desnudarse. Los hombres y las mujeres de esta corte no piensan hoy en otra cosa, porque se dijo que el Rey, Nuestro Señor, quería ver a la Reina desnuda. Se dijo en todos los corrillos, en todas las esquinas, en todos los locutorios. No se dijo, pero se aludió, en los púlpitos, y andan por la ciudad procesiones de penitentes en rogativa de que no les alcance la venganza del Señor por los pecados del Rey.

Una mano delgada y blanca le interrumpió.

– Mi confesor me dijo que no era pecado. Por cierto que… mi confesor ha muerto esta misma tarde. ¿No lo encuentras sospechoso?

– La vida del padre Valdivielso pendía de un hilo, y un disparo de pólvora sin bala se lo rompió. Mucha gente creyó que se trataba de un trueno, yo entre ellas, pero se me ocurrió fisgar, y conozco muy bien el olor de la pólvora.

– ¿Qué piensas de todo esto?

– El Gran Inquisidor ha nombrado esta tarde nada menos que cuatro comisiones para que dictaminen el caso. Porque lo que para Vuestra Majestad es sencillo y legal, a ellos se les antoja, sobre todo, cuestión de Estado. Ellos ven al diablo por todas partes, salvo algunos que no creen en él, pero que se ven obligados a fingir que creen, porque, si no, los queman.