Выбрать главу

El Rey volvió a quedar silencioso. Se escuchaba a sí mismo, pero se conoce que aquella operación tenía algo que ver con el cobertor, porque dijo:

– Ahora, efectivamente, escucho un leve rumor…

– Dejémoslo ahora. Si Vuestra Majestad quiere saber lo que pasa de noche en la villa, pídale un informe al señor Valido, que está bien enterado. Él sabe que hay gente que mata por dinero, y sabe que, en figones profundos como mazmorras, hay putas viejas que bailan desnudas encima de las mesas. Sabe quién roba a mano armada, y quién estafa las arcas del Estado. Tampoco ignora en qué conventos de monjas se ama a Dios, y en cuáles se ama a los cortejadores de rejas. Se le escapan, naturalmente, las violaciones, los adulterios, las vírgenes vendidas a ricos viejos lúbricos, y todas las suciedades, y todas las venganzas, y todas las adulteraciones de la verdad. Pero nada de esto importa. Lo que le preocupa es que los pecados de Vuestra Majestad impiden la llegada de la armada a Cádiz y la victoria de nuestras armas en Flandes.

– Pero, ¿qué tendrán que ver con eso mis pecados?

– Eso es precisamente lo que han de dilucidar las cuatro comisiones de teólogos de que acabo de hablaros.

– Y tú, ¿estás de acuerdo?

– ¿Con el Valido? ¡Dios me libre! ¿Con la Inquisición? Vuestra Majestad lo sabe, chitón.

Pareció como si una rata grande se remegiera en las sombras de un rincón. El conde hizo ademán de sacar la espada, pero el Rey le detuvo.

– Hay muchas en palacio.

– De ésas, no tantas como Vuestra Majestad cree.

Se aproximó al rincón, dio una patada en la oscuridad, y la rata, grande como un osezno, salió corriendo.

– Ahora podemos hablar, señor. Yo quisiera ofrecer a Vuestra Majestad mis servicios.

– ¿Para qué? ¿No me sirves ya con una escuadra en no sé qué parte de la costa?

– Me refiero a un servicio más inmediato. Si Vuestra Majestad me da permiso, yo vería la manera de arreglar una entrevista de Vuestra Majestad con la Reina, mi señora, fuera del alcázar y de sus asechanzas. En un lugar donde las puertas cerradas protejan y no impidan.

El Rey quedó otra vez en silencio.

– Ya me va pareciendo imposible.

– Yo lo prometo por mi honor, a condición de que la Reina esté advertida y no se oponga. Seguramente, mañana, a primera hora, Colette, su azafata, vendrá a pedir a Vuestra Majestad que justifique su ausencia de esta noche.

– Ya habrán advertido que están encerradas.

– Aun así, Majestad… La Reina debe estar precavida desde temprano. ¿Qué sé yo a qué hora podré preparar la cita? Sólo tengo una idea…

– ¿La vas a madurar en brazos de doña Paca?

– ¿Quién lo sabe, Majestad? Las soluciones suelen venir por los caminos más inesperados.

– No me gustaría que la portuguesa sepa que me encontraste llorando.

– No lo sabrá, lo prometo. Pero, como todo el mundo en la corte, no ignora a estas horas que el Rey no pudo llegar a los aposentos de la Reina. Eso ya se sabía de antemano cuando danzábamos en el salón.

– ¿Todos cómplices, pues?

– En cierto modo, sí.

Se abrió una puerta del pasillo, y apareció la figura blanca de una mujer, con un candelabro en alto, que miraba a un lado y a otro.

– Doña Paca se inquieta, Majestad. Tengo que irme.

– Que tengas suerte.

El conde hizo una reverencia más.

– Mañana espéreme, Su Majestad. No salga del alcázar por ninguna razón.

Se hundió en las sombras, hacia la puerta donde la mujer de blanco empezaba a retirarse. El Rey oyó algo así como: «Espérame, estoy aquí.» La puerta se cerró. El Rey se asomó a la ventana, a escuchar la noche, y la sombra de la rata como un osezno se escurrió a lo largo del pasillo, pegada a la pared sin meter ruido.

11. La mesa en que cenaban el Valido y doña Bárbara era de maderas finas traídas de las Indias y trabajadas por buenos carpinteros. Se alargaba, en aquel comedor largo, y hacían falta cuatro candelabros para alumbrarla medianamente; los días de invitados se colocaban ocho. Y un inmenso mantel de hilo traído clandestinamente de Irlanda por católicos huidos la cubría y colgaba por los lados. De las veinte sillas, sólo dos, puestas en las cabeceras, se ocupaban: decorados sus respaldos respectivos con las armas de segundón del Valido, y con las armas de infanzona de su esposa. Otras señales de nobleza se desperdigaban por las paredes en reposteros y otras tapicerías. Los cuatro criados de servicio, dos detrás de ella, dos detrás de él, llevaban las libreas del dueño de la casa, bien conocidas en la corte, aunque desde hacía poco tiempo. La distancia, las luces interpuestas, les impedían dialogar, pero no cambiar miradas, de ardor las de ella, de forzada frialdad las de él. Cuando plegaron las servilletas, ella se levantó, recorrió el camino que la separaba de su marido, le dio un beso en la mejilla y susurró:

– No tardes.

Y él le respondió:

– No me esperes. Tengo mucho trabajo. Mejor será que reces.

Entristecida, ella se retiró, dispuesta a rezar hasta dormirse, dispuesta a rezar buena parte de la noche. El Valido se levantó cuando ella hubo desaparecido, y salió por la puerta opuesta, le precedían dos criados con luces. Abrió la entrada de su despacho y les ordenó pasar. Cuando hubieron iluminado la estancia, los despidió con esta advertencia:

– Espero noticias. Quienquiera que venga, que se me despierte si me he acostado.

Encima de una mesa enorme había desplegado dos mapas. El uno, de la costa de Cádiz: abarcaba más o menos desde el sur de Lisboa hasta el estrecho; el otro, de Flandes. En ambos había trazados círculos y señales rojos y negros, indicando donde estaban las escuadras, donde estaban los ejércitos. Ante el mapa marino, el Valido, con un compás, calculó las millas de océano que separaban de Cádiz la flota que había partido de Canarias y la inglesa avistada días antes a la altura de Cascaes. Eran distancias iguales. Razonablemente, se tenían que encontrar. Pero, ante el mapa de Flandes, el Valido se sentía más torpe, porque no entendía de tácticas y de estrategias terrestres, y el compás que tenía en las manos no le aclaraba nada. Puntos rojos, puntos negros, más puntos rojos que negros. Ya se había olvidado, o al menos lo dudaba ante su confusión, quiénes eran los unos y quiénes los otros. Tendría que haber traído a algunos de aquellos militares retirados, cojos o mancos, que hacían antesala desde meses atrás para que se les reconocieran los servicios, de mariscal algunos, de meros capitanes los más. Pero él no había pensado jamás que le sirvieran para nada.

Intentó recobrar las imágenes de la escuadra, desbaratada; del oro hundido en la mar, de las plazas tomadas al asalto, de los soldados famélicos y huidos; intentó retenerlas en la mente, con la ayuda de aquellos mapas extendidos en su mesa, pero rápidamente fueron eliminadas por las de su esposa esperándole en el lecho, quizá gimoteando, quizá desnuda para atraerle más, y aunque se santiguó para expulsarlas, las imágenes persistían, se movían, las oía. Buscó remedio en un libro piadoso, pero no veía las letras, sino las imágenes que se superponían, insistentes, seductoras. Le pasó por las mientes, como remedio, disciplinarse, y se levantó para buscar una cuerda con que poder azotar las espaldas, aunque fuese vestido, pero fue en este momento cuando llamaron a la puerta. Las imágenes desaparecieron de repente. Dijo «Adelante», y entró un criado.

– Hay un fraile, señor. Y como el señor dijo que se recibiera a cualquier visita…

– ¿Un fraile a estas horas?

– Sí, Excelencia. El padre Villaescusa, un capuchino.

– Tráelo aquí inmediatamente.

Se sintió, de repente, tranquilo, seguro de que, con el padre Villaescusa delante, su mente quedaría limpia de deseos impuros. Oyó las sandalias del fraile pisando suavemente las losas de la antesala, y su figura apareció en la puerta: humilde, las manos en la bocamanga, la cabeza desnuda.