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– ¡Excelencia!

Le mandó sentar, y el fraile lo hizo con remilgos. Le preguntó si deseaba beber algo, y el fraile dijo que no.

– ¿A qué se debe, a estas horas, su visita?

El fraile había mantenido la cabeza inclinada, como hundida en el pecho. La levantó inmediatamente, como un gallo que se recresta.

– Todo nuestro plan, Excelencia, se viene abajo.

– ¿Es que acaso el Rey halló una puerta abierta?

– No, Excelencia. El Rey divaga por los pasillos de palacio, esperando un milagro del demonio. Pero el milagro le va a llegar por otro lado. Ese infernal conde de la Peña Andrada le ha prometido arreglarle una cita con la Reina fuera de palacio. Mañana, precisamente mañana.

– ¿Por qué le habéis llamado infernal?

– Porque es, sin duda, un instrumento del diablo.

– Del diablo se defiende el creyente con oraciones.

– Sí, Excelencia; pero el refrán lo dice claro: «A Dios rogando y con el mazo dando.»

– No dudo, padre, que el refrán tenga razón, sobre todo cuando vos lo invocáis. Pero, ¿cuál es el mazo y dónde hay que pegar?

– El conde de la Peña Andrada se huelga en estos momentos con una dama de palacio. Sería fácil cogerlo con una orden de prisión. Es lo que vengo a rogarle.

– ¿Sabéis que el Rey, no hace muchas horas, mandó cubrir al conde?

– Lo sabe todo el mundo, Excelencia. Es el pago de sus alcahueterías. Además, el Rey no tiene por qué enterarse. Yo sé los lugares del alcázar donde el conde puede quedar discretamente preso. Me encargaría yo mismo de llevarle.

– ¿Y después?

– Cuando la Santa Inquisición haya tomado sus determinaciones, se haría cargo de él. Discretamente también. Hay gente en las mazmorras de la plaza de Santo Domingo cuya familia la ha dado ya por muerta, y les dicen misas.

– De eso no estoy enterado.

El Valido se aproximó a un bufete, escribió algo en un papel, esperó a que se secase y se lo entregó, sin doblar, al fraile.

– ¿Le parece bien así?

El fraile leyó en voz alta:

– «Por el mejor servicio de la monarquía, y de orden de Su Majestad, el Rey Nuestro Señor, dispongo que Su Excelencia el conde de la Peña Andrada sea detenido y encarcelado, en el mayor secreto, hasta nueva orden.» -El fraile alzó la mirada-. ¿De orden de Su Majestad el Rey…?

– Es la fórmula.

El fraile dobló el papel y lo guardó.

– Ahora, Excelencia, quedan un par de cosas… Cierto que una de ellas puede esperar hasta mañana; la otra, no. La otra me hubiera obligado a venir aquí a esta deshora, aun a riesgo de incomodar a Vuesa Excelencia.

– ¿Cuál es la que puede esperar?

– Este informe, señor. La relación puntual de lo que sucedió esta tarde en la Suprema de la Santa Inquisición.

Sacó un rollo de papeles y lo tendió al Valido.

Éste lo depositó encima de la mesa, sin mirarlo.

– Que espere, pues, hasta mañana. ¿Y la otra cuestión?

– Mañana a las diez de la mañana, debe estar Vuestra Excelencia, acompañado de su señora, en la iglesia del monasterio de San Plácido. Yo me hallaré allí para confesarles. Lo que suceda después, mejor dicho, lo que hay que hacer, ya se le irá indicando.

– ¿Por qué San Plácido?

– Porque Su Excelencia es patrón del monasterio y porque la madre abadesa, por algunas razones que me sé, se prestará a ayudarnos.

El Valido pensó en la vergüenza que pasaría su mujer teniendo que confesar sus debilidades conyugales con aquel fraile implacable.

– ¿Es indispensable todo eso, padre?

– Le dije esta mañana a Su Excelencia que había que forzar a Dios. Y estoy seguro de que el mismo Dios me inspiró el remedio.

– Si así lo aseguráis, padre…

El fraile se levantó.

– A las diez, en punto, en la iglesia de la calle de San Roque. Y no por pasadizos secretos, que sé que existen, sino a la luz del día, en vuestra carroza. Sin ocultarse, pero sin dar razones a nadie, ni siquiera a su esposa.

Hizo el fraile como si fuera a retirarse, pero el Valido lo detuvo.

– Esperad, padre. Las calles de la villa son peligrosas. Os llevará a palacio mi carroza, con una escolta.

El fraile se inclinó y dio las gracias.

La plaza del alcázar estaba oscura. La carroza y los cuatro arcabuceros entraron como sombras en aquel reino de sombras. Cuando llegaron ante la puerta principal, se abrió un postigo.

El capuchino sacó la cabeza por la ventanilla.

– Mensaje de Su Excelencia el Valido para el jefe de la guardia.

Alguien vino a tenerle el estribo, y descendió del coche, el cochero le preguntó si había que esperarlo.

– No. Pernoctaré en palacio.

El postigo se había iluminado, y apareció en él el oficial, atándose los pantalones. El padre Villaescusa, sin decirle buenas noches, le entregó el papel. El oficial pidió luz para leerlo, y le acercaron una antorcha. Mientras, la carroza y los arcabuceros se alejaban.

– ¿Dónde hay que buscar a este caballero?

– Está en el alcázar, y yo os guiaré hasta él. Acompañadme con media docena de soldados.

– ¿Tantos, reverendo padre?

– No sabéis la clase de demonio de que se trata. Si fueran ocho, iríamos más seguros. Ocho soldados con arcabuces.

– De eso no tengo, padre. Sólo con alabardas.

– Pues vengan las alabardas, pero que las lleven brazos fornidos.

– Todos los del zaguanete lo son.

Y dio una voz, el oficial, pidiendo un retén de ocho alabarderos. En dos filas de a cuatro, el oficial y el fraile en el medio, iniciaron el ascenso de las grandes escaleras.

12. Golpearon, desde fuera, la espesa puerta, con instrumentos contundentes, y una voz que fingía aspereza gritó:

– ¡Abran en nombre del Rey!

El conde de la Peña Andrada se incorporó rápidamente.

– Ésos vienen por mí.

– ¿Por qué lo sabes? -le preguntó, también incorporada, las tetas al descubierto, doña Paca. Y él respondió:

– Porque la justicia del Rey nada tiene contigo.

– Pero tú eres su amigo.

– Sí, pero, del Rey abajo, no tengo valedores. Aunque el Rey ostente la justicia, los que la ejercen hacen como si ignorasen sus deseos.

– ¿Te dejarás prender?

– Espero que haya una escapatoria. Por lo pronto, levántate, que yo haré lo mismo.

Saltaron de la cama, cada uno por su lado, y el conde empezó a vestirse rápidamente, mientras ella le preguntaba que qué hacía.

– Ponte ese ropón blanco y coge el candelabro más grande que haya en tus aposentos. Los recibirás con él en alto, cuando yo haya abierto la puerta.

Fuera se repetían los golpes y las conminaciones.

– Diles que esperen.

– Me estoy vistiendo, señores. Tengan paciencia.

El conde se hallaba ya enteramente vestido.

– Cuando yo haya corrido los cerrojos, mándalos entrar.

Así lo hizo. Los cerrojos, bien engrasados, no chirriaron.

– Adelante.

La puerta se abrió y tapó al conde. Aparecieron el fraile y el oficial en la penumbra del corredor; quedaban fuera los soldados con sus alabardas. El oficial dijo:

– Traigo una orden de detención contra el conde de la Peña Andrada.

– ¿Y por qué vienen a buscarlo aquí? No conozco a tal caballero, ni suelo recibir a nadie a estas horas.

Se adelantó, osado, el fraile.

– Tenemos la certeza de que se esconde aquí.

– Pues búsquenlo -y, como el fraile alargase la mano para apartarla, doña Paca añadió-: Pero sin tocarme un pelo de la ropa. Al que me toque le quemaré los ojos. -Su mirada detuvo al fraile.

– Permítame pasar.

– Tienen la puerta franca.

Entraron también los soldados, y doña Paca, hecha la estatua muda del enojo, volvió la espalda a la puerta, como alumbrándoles el camino. Dos soldados, sin embargo, habían quedado de guardia, mientras los otros, así como el oficial y el fraile, lo hurgaban todo en busca del conde o sus señales. No hallaron nada.