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– Tendrá que acompañarnos la señora, para declarar -osó decir el fraile.

– ¿También tenéis una orden contra mí?

– No, pero una cosa se deduce de otra.

– Soy dama de honor de la Reina y miembro de la Casa de Távora. Nadie me puede detener, aunque sí expulsarme del país si así Su Majestad lo ordena. Pero los trámites para llegar a la expulsión son muy largos, de modo que váyase con Dios y déjenme dormir tranquila. Mañana protestaré como es debido, y ya veremos qué pasa.

Había hablado con tal energía y autoridad, que el oficial miró al fraile, y ambos recularon hasta la puerta, seguidos de los soldados, y cerraron. Doña Paca dejó la luz en la esquina de una mesa y comenzó a buscar al conde y a llamarlo en voz queda.

– ¿Dónde estás? Ya se han ido, puedes salir.

Así llegó frente a la puerta que acababan de cerrar y frente al lienzo de pared donde el conde quedara cuando el fraile y sus secuaces habían abierto. Le pareció ver en la pared la silueta de un hombre alto, con espada y sombrero de larga pluma, como el conde: la silueta que hubiera dejado alguien al filtrarse por la pared, no muy clara, por supuesto. Acercó la luz y se desvaneció, pero al apartarla, la vio de nuevo, la gallarda silueta, con los contornos más definidos, si la miraba de frente, que se desvanecía al mirar de costado; y cuando la veía, el conde parecía sonreírle desde el fondo de los tiempos. Pegó un grito: «¡Es el demonio!», un grito lleno de pavor. «¡Me acosté con el demonio!» Y corrió desmelenada por sus estancias, doña Paca de Távora, gritando: «¡Es el demonio, es el demonio!», hasta acabar tirada en la cama, rezando y gimiendo, sin darse cuenta de que, al arrojarse sobre la sábana revuelta, le habían quedado los muslos al recacho.

13. -Ya no es cortés tanta demora -dijo la Reina; y Colette lo repitió:

– No, no es cortés.

– ¿Quieres buscar al Rey, Colette? Dile que su esposa le espera ofendida, pero que todavía le espera.

– Me parecen demasiados miramientos, pero lo haré.

Colette salió del dormitorio y fue a la puerta por donde el Rey tenía que haber llegado, pero la halló cerrada. Repasó las demás por donde se podía salir de aquellos aposentos inviolables, pero todas estaban igualmente cerradas. Las sacudió con fuerza, una tras otra, pero se mostraban reacias y seguras: detrás de una de ellas le pareció percibir una salmodia rezada. «¡Dios mío!», dijo en su francés natal. Y corrió al dormitorio.

– ¡Estamos presas, señora! ¡Las puertas no se abren ni para dentro ni para fuera! ¡Ni yo puedo salir, ni el Rey entrar!

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

– En esta corte, Majestad, manda el demonio, aunque ellos crean que manda Dios. Pero a alguien muy poderoso le interesa estorbar que el Rey venga esta noche a visitaros.

– Pero, ¿por qué, Señor, por qué?

La Reina estaba llorando, sentada en el amplio lecho, vestida del camisón sutil que había elegido para aquella entrevista.

– Lo malo, Majestad -dijo Colette- es que yo también tenía una cita a las once, y no puedo acudir.

14. El conde de la Peña Andrada saltó de la carroza y golpeó con los nudillos el postigo de su puerta. Le abrió inmediatamente un criado portador de una lámpara.

– ¿Ha preguntado alguien por mí? ¿Han venido soldados?

– No, Excelencia. Sólo una mujer que espera en el zaguán.

Lucrecia se había dormido en el sillón que le habían ofrecido para esperar. El conde la tocó y ella se despertó sobresaltada.

– ¿Qué haces aquí?

– Señor, los esbirros de la Inquisición cerraron y sellaron la casa de mi ama. Pasé la tarde buscando dónde dormir, y no encontré lugar seguro. Por eso me acogí a su hospitalidad.

El conde la cogió en brazos.

– Dormirás en buena cama, sola o acompañada, como quieras.

Y le dijo al criado:

– ¿Quieres alumbrarnos?

El criado echó escalera arriba, anchas escaleras de piedra clara y complicados ornamentos. Entró en los aposentos del conde, y dejó la luz en el lugar oportuno. El conde depositó a Lucrecia en el suelo y le señaló el lecho.

– Ahí tienes. Puedes esperar con los ojos abiertos o cerrados.

– Abiertos, señor, muy abiertos, si no le importa.

– Allá tú. Yo voy a buscar a un jesuita, con el que tengo que hablar. Volveré en cuanto pueda.

Lucrecia empezó a desnudarse: iba dejando las prendas encima de una silla, hasta que cayó la última. Entonces, se santiguó rápidamente y se acostó. Lejos, aunque dentro de la casa, se batió una ventana. Después empezó a silbar el viento: bajaba de la sierra como una manada de caballos que los hubieran soltado de repente: bajaban aullando por las esquinas y enfriando el aire caliente de la noche. Lucrecia, entredormida, se arrebujó como pudo.

CAPÍTULO IV

1. MARFISA HABÍA ESCUCHADO adormilada, aunque complacida, los cantos de la hora tercia. Se arrodillaba, se levantaba, se sentaba mecánicamente, obediente a los martillazos que la madre abadesa daba en la madera de su sitial para indicar la postura que pedía la oración: miraba lo que hacían las otras monjas, y las seguía. Cuando terminó el rezo, formó en una de las filas, y al cabo de un rato de recorrer los claustros, se halló en ellos sola. Entonces buscó su celda. Al abrirla, vio a un caballero vestido de negro que inmediatamente se levantó. Marfisa no pasó del umbral.

– ¿Qué hace usted aquí?

– Pase, y no se asuste. Soy el padre Almeida, de la Compañía de Jesús, y tenemos que hablar.

– ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Con qué permiso?

– Por necesidad y siguiendo los pasadizos secretos. ¿No ha oído hablar de ellos? En la corte, todo el mundo lo sabe, y creo que en la villa también.

– ¡Los famosos pasadizos! Luego, ¿son ciertos?

– Ya me ve aquí.

Marfisa echó la llave a la puerta y adelantó a la mitad de la celda.

– Por lo pronto, siéntese, si es un jesuita como dice. Luego, hable en voz queda. Estas paredes son gruesas, pero todo el mundo se entera de lo que se habla detrás de ellas.

– De lo que yo vengo a decirle, conviene que no se entere nadie.

– ¿Ni yo misma?

– A usted le convendrá olvidarlo todo cuando haya sucedido.

– Todo, ¿qué?

– Ahora lo sabrá.

Marfisa se sentó en el borde del camastro.

– Pues despache pronto.

Marfisa se había echado las tocas muy encima del rostro, pero no tanto que no le quedase un resquicio por el que ver a su gusto al padre Almeida, tan guapo y de tan buena planta. No se atrevía a pensar que hubiera venido al monasterio a hacerle una proposición profesional, pero lo deseaba, aunque el tonsurado, si se miraba bien, no tuviera cara de golfo, sino de ángel. «Pero no sabrá quién soy», se dijo a sí misma cuando decidió acallar los deseos y pensar en otra cosa. El jesuita se mantenía correcto y distante. No la miraba. Y, al hablarle, lo hizo como buscando interlocutora en el aire.

– Usted conoce al Rey, ¿verdad?

– ¿Cómo lo sabe?

– Eso no importa ahora. Vengo a decirle que en el alcázar hay una conspiración para que el Rey no duerma con la Reina, y que algunas personas, yo entre ellas, intentan remediarlo.

– ¿Y quién le mandó venir aquí?

– Su amigo el conde de la Peña Andrada.

– ¡Ese pillo! -exclamó Marfisa, y dejó que los velos descubriesen su rostro-. Alcahueteó al Rey para que durmiera conmigo, y ahora quiere devolverlo al lecho conyugal. Pues podía haberlo pensado antes, y, sobre todo, no meterme en el ajo. Después, todo se sabe, y una paga los platos rotos.

– Lo de usted ya no tiene remedio. La Santa Inquisición la anda buscando, y pronto acabarán descubriendo su escondrijo. Y como el conde y yo también seremos perseguidos, hemos pensado en llevarla con nosotros, aunque sólo sea hasta cierto lugar, donde usted irá por un lado y nosotros por el otro. Pero la dejaremos bien encomendada.