– ¡Mira qué bien! Los caballeros proyectan abandonarme en mitad del desierto, para que purgue mis pecados. Pues no cuenten conmigo.
– De eso ya hablaremos después. Ahora, de lo que se trata es de que los Reyes puedan verse a solas.
– Mi casa, como usted sabe, está cerrada y sellada por los esbirros de la Santa.
– Hemos pensado que la entrevista se celebre aquí.
– ¿Aquí? ¿En el monasterio?
– Aquí, señorita, quiere decir en esta celda.
Marfisa echó un vistazo alrededor.
– ¡Pues sí que es un buen lugar para que se encuentren los Reyes!
– Para ellos será tan hermoso como el paraíso.
Marfisa pareció meditar, o quizá simplemente recordase.
– Mire, padre. Ni en medio del jardín más hermoso, el Rey sabrá qué hacer con la Reina.
– Tampoco ella es muy experimentada.
– Pero cualquier mujer, hasta las vírgenes jóvenes, esperan algo que el Rey no puede dar.
– De eso, ni usted, ni yo, ni el conde de la Peña Andrada tenemos culpa.
Marfisa bajó la cabeza y respondió en voz baja.
– Unas cuantas noches más, y yo lo habría remediado.
– Pero ese remedio, señorita, ni lo recomienda la moral, ni lo autorizan los protocolos de palacio. ¡No sabe usted lo pesados que se ponen los del protocolo! Buena parte de la culpa de lo que pasa, la tienen ellos.
– Y, la otra parte, yo.
– ¿Cómo lo sabe?
– No es que lo sepa, lo huelo. Por ciertas cosas que pasaron…
– Por esas cosas, el Rey está empeñado en ver a la Reina desnuda.
– ¿Y tiene que ser aquí?
– Después de mucho discutir, fue la conclusión a que llegamos el conde y yo.
– ¡Vaya pareja!
Con un movimiento inesperado, Marfisa se arrancó las tocas: sacudió la cabeza, y se le cayó por los hombros la cabellera dorada.
– Como al fin sabe quién soy…
El jesuita pareció entretenido con una mosca retrasada que zumbaba en un rincón del techo.
– Bueno, pues ya dirá lo que quieren de mí.
– Hemos decidido que usted se encargue de recoger a la Reina en el alcázar y de traerla al monasterio. Para eso, es indispensable que la madre abadesa dé su consentimiento, pero no dudamos de su buena voluntad y de su devoción por los monarcas. No olvide que es de sangre real. Por otra parte, y según ciertos indicios, ella, al mediodía, estará muy atareada con otra encomienda no tan recomendable, pero a la que no se podrá negar. Acaso incluso más escandalosa. Como todo se sabe, y usted lo ha dicho bien, los murmuradores de la corte tendrán que escoger con qué escandalizarse y con qué divertirse por partida doble.
– Y lo de buscar a la Reina, ¿cómo?
– Yo la esperaré a usted en una carroza oscura, a la vuelta del monasterio, ahí, en la plaza. Si la hora del encuentro de los Reyes va a ser a las doce, con que usted aparezca en la plaza a las once y media, basta.
– ¿Y cómo voy a salir del convento? Es de clausura, como usted debe saber.
– Pues, muy sencillo: usted abre la puerta y sale.
– Claro. No se me había ocurrido. Muy sencillo. Yo abro la puerta y salgo.
– Y si encuentra mucha gente a la salida, no se preocupe, nadie se asombrará de ver a una monja fuera del monasterio.
– Claro. Lo normal es ver a una monja por las calles buscando una carroza.
– A usted no se lo parece, pero ya verá como es así.
El padre Almeida se levantó, hizo una corta reverencia a Marfisa, y se dirigió a la puerta. Ella le siguió, y le vio alejarse por el claustro, tan tranquilo, tan seguro. Cuando el padre Almeida, más o menos, había entrado en los pasadizos secretos, Marfisa se acercó a la cámara abacial; pero una monja le dijo que la madre abadesa se hallaba en una conversación secreta con un padre capuchino de muchos perendengues: Marfisa quedó al margen, e hizo tiempo.
2. El padre Villaescusa había desplegado ante la atención atónita de la madre abadesa todos los argumentos de la razón de Estado y de la conveniencia particular en virtud de los cuales convenía forzar a la Providencia para que la esposa del Valido pariese un hijo, o, al menos, una hija, y adujo, además, que indudablemente el Señor, en Su Divina Sabiduría, le habría inspirado el procedimiento para que la esposa del Valido quedase definitivamente preñada; de lo cual se derivarían grandes bienes para la República y para la familia de los Guzmanes, en su línea segundona, no la de Andalucía, la de aquí, que sin aquella merced de Dios se agotaría en sí misma y las mercedes que el Valido esperaba recibir del Rey pasarían a ramas colaterales con las cuales el primer interesado no se hallaba en buenos términos. Pero a la madre abadesa el único argumento que la convenció fue el de que el Valido protegía a su monasterio y encontraba natural que fuese su iglesia la escogida para aquel experimento tan arriesgado que el padre Villaescusa llamaba forzar a la Providencia, pero que ella, en su lenguaje simple, llamaba desvergüenza sacrílega. Quedaron finalmente de acuerdo en el modo y en la hora, y el padre Villaescusa salió del monasterio y encaminó la carroza que le había traído tan de mañana al palacio del Valido, donde una pareja anhelante esperaba su última decisión.
Marfisa le vio salir, tan satisfecho, y sólo cuando se hubo alejado el fraile, Marfisa se atrevió a llamar a la puerta de la cámara abacial. La madre De la Cerda le dijo que adelante.
– ¿Qué te trae tan de mañana?
Marfisa, de momento, se sentía cortada y tardó en declarar a la madre abadesa el encargo que le había hecho el padre Almeida.
– Pues no sé qué tendrá mi monasterio, que todo el mundo lo ha escogido como lugar idóneo para resolver sus enredos.
– Le advierto a Su Maternidad Reverenda que en el alcázar hay una verdadera conspiración para que los Reyes no puedan verse a solas.
– ¿Y qué voy a sacar en limpio de todo este jaleo?
– Sugiero a Su Maternidad que pida al Rey un reloj nuevo para el monasterio. He advertido que el existente marcha a tontas y a locas.
– Pues no es mala tu idea, Marfisa. Pero, según me presentas las cosas, yo no voy a tener ocasión de ver al Rey: otro asunto muy delicado me tendrá ocupada precisamente a esas horas.
– Si Su Maternidad me lo autoriza, la petición se la haré al Rey yo misma.
La madre abadesa, nacida De la Cerda, sangre real indiscutible, meditó unos instantes.
– Es lo menos que puede hacer por este monasterio mi primo, el Rey. No te olvides de decirle quién soy yo, que, a lo mejor, se le ha olvidado.
– O no lo ha sabido nunca, madre Reverendísima.
– Y, después de todo esto, ¿qué vas a hacer?
– Por lo pronto, me iré del monasterio, de modo que Vuestra Reverencia, si la interrogan, puede llamarse andana. Después, ¿quién lo sabe? Las mujeres de mi oficio no tenemos el destino muy claro.
– Tú te mereces lo mejor, Marfisa. Si alguna vez te cansas de tu vida y necesitas un refugio tranquilo, no dejes de recordarme. Podrás vivir y morir en este monasterio sin que nadie sospeche de tu pasado.
– ¿Mi pasado? Lo que me gustaría es conocer mi futuro.
– Bueno. Quedamos ahora en que, mientras todas las monjas del monasterio están en el coro, a eso de mediodía, tú meterás a la Reina en tu celda, y al Rey después, y de lo que suceda entre ellos, allá ellos. Eso es lo que quería decirte.
3. Indudablemente, el padre Villaescusa marchaba poseído por el espíritu de la prisa: un espíritu benéfico, sin duda. Su carroza corría por las calles de la villa como si las ruedas y los cascos de los caballos no pisaran el empedrado irregular, lleno de baches y de charcos malolientes, como si fueran volando. Llegó a palacio, y, sin apearse, dejó recado para el señor Valido de que todo estaba a punto, y de que la cita en el monasterio de San Plácido era a las diez. Luego regresó al monasterio y empezó a dar órdenes. Ni los obispos ni _ los padres visitadores las habían dado nunca con tanta autoridad.