La carroza del padre Almeida no le iba a la zaga, pero, en vez de detenerse ante la puerta principal del alcázar, siguió hasta una puertecilla lateral, por la que le dejaron entrar después de oír el santo y seña. Se halló en mitad de corredores interminables, iguales hacia delante y hacia atrás. Supo orientarse, y llegó hasta la puerta solemne que le abrió Colette.
– ¿Qué busca Su Paternidad? -le preguntó, medio en francés, medio en español. El jesuita le respondió en buen francés.
– Le dices a tu señora que, a eso de las once y media, se halle vestida con un traje modesto y dispuesta a un recorrido en carroza para encontrarse con el Rey, Nuestro Señor, en un lugar discreto, lejos de las conspiraciones de la corte. Vendré yo mismo a recogerla, acompañado de una monja. Convéncela de que lo haga, y de que no desconfíe. Por debajo de la ropa modesta, puede llevar su mejor ropa interior, la misma que trajo de París y que aquí no le dejan ponerse. Que no pierda la esperanza.
– Y, usted, padre, ¿qué tiene que ver con todo esto?
– Yo estoy aquí para que el Rey y la Reina puedan verse y amarse como marido y mujer, no como Rey y Reina. Lo demás pertenece a la Providencia.
– De los que mentan a la Providencia, desconfío.
– Pues, en este caso, puedes estar tranquila. Por fin, los Reyes hallarán un lugar donde encontrarse a solas.
– Y el Rey, ¿qué sabe de esto?
– Lo sabe todo, y está conforme.
– ¿Pues sabe Su Paternidad que de ese mozalbete no me fío? Es demasiado blando. Si tuviera otro carácter, ninguna de estas maquinaciones sería necesaria. ¿Dónde se ha visto que, para que un marido se vea a solas con su mujer, tengan que intervenir los protocolos y hasta el clero?
– En la parte del mundo en que estás, esas y otras maravillas son lo corriente. No pierdas el sentido de la realidad.
– De acuerdo, padre; pero no me disgustaría que todo esto aconteciera en París.
– ¡Ah, París!
4. El Valido marchó de su despacho por la puertecilla de los confidentes, después de haber dado orden de que no le molestase nadie. Abandonó el alcázar por una salida de las desacostumbradas, aunque por el costado opuesto a la que había usado el padre Almeida. En una carroza ordinaria que tenía apercibida se trasladó a su casa, a cuya puerta le esperaban su carruaje blasonado y el cortejo que solía: arcabuceros a caballo, criados de a pie, servidores emperifollados de su librea. Se había congregado el pueblo llano para contemplar el espectáculo: vieron todos cómo el Valido se apeaba y entraba en su palacio, para salir después dando el brazo a su esposa, toda vestida de negro, sin joyas y sin plumas que realzasen su belleza. Un poco triste, pero también un poco esperanzada. La señora del Valido era medianamente alta, y el traje que llevaba, por severo que fuese, no disimulaba sus hechuras. A los hombres del pueblo, aquella mujer regordeta y de andares ondulados, les gustaba. La imaginaban en la cama, aunque no se lo confesasen ni a sí mismos. «¡Vaya tía!»
Estaba la mañana fría. Al entrar en la carroza, el Valido estornudó.
– ¿Tienes frío? -le preguntó a su mujer; y ella le respondió:
– No pases cuidado. Vengo bien abrigada.
Arrancó la carroza, escoltada y seguida por los criados de a pie. Iban en silencio, sin mirarse. Había pasado un buen rato de tumbos por las calles, cuando ella le tomó la mano y le dijo:
– ¿Seremos capaces?
Y él le respondió:
– Malo será. Ya nos ayudará Dios.
Ella dio un suspiro y volvió a su mutismo. Así llegaron al monasterio. La gente de a pie había expulsado a los curiosos. Descendieron y entraron en la iglesia, de la mano. La iglesia estaba vacía, tan blanca, aunque negros los santos y sus peanas. Sólo al fondo, junto al altar, les esperaba una figura oscura, aunque no negra: un fraile corpulento, calvo y de perfil aquilino, un verdadero perfil de César. El Valido pensó, mientras adelantaba por el centro con su esposa de la mano, que aquel fraile estaba hecho para mandar, y que lo que buscaba era el mando. Al Valido no le hizo mucha gracia. Siguió, sin embargo, adelante, y se arrodilló en las gradas. Su esposa lo hizo inmediatamente después. El fraile no se había movido. Ellos inclinaron las cabezas, y empezaron a orar: él iniciaba el rezo, ella respondía. El fraile los escuchó un momento, y luego desapareció. La iglesia seguía vacía. Adjutorium nostrum in nomine Domini. Qui fecit caelum et terram.
5. A Marfisa le pareció que su celda estaba fría y oscura. Buscó a la madre abadesa, le pidió permiso para remediarlo, y se pasó bastante tiempo agenciándose candelabros, un brasero encendido y un par de mantas de repuesto. Bajó al jardín, hurgó por matas y macizos, y pudo recoger un puñado de flores humildes: las metió en un búcaro con agua y las situó en un ángulo de: su mesa. También barrió el suelo y lo dejó sin mácula de polvo. Faltaban por encender los candelabros, pero eso lo dejó para más tarde. Echó un vistazo a la celda, y halló que, como cámara nupcial, dejaba mucho que desear. Pero no había hallado nada más a mano con qué guarnecerla y quitarle un poco de severidad y desnudez: los paramentos de la iglesia estaban bajo la custodia del capellán, y Marfisa, no sólo no quería relacionarse con él, sino que no deseaba enterarlo de las modificaciones introducidas en la decoración de su celda, menos aún de su finalidad. Habían dado las once. Se quitó los hábitos, se vistió de mancebo, y echó el hábito por encima. No halló donde esconder el sombrero, y lo llevó consigo, con intención de dejarlo en cualquier asiento de la iglesia. Esperó a la media, no a la que daba el reloj del monasterio, siempre atrasado. Al entrar en la iglesia, vio en el presbiterio una figura de hombre arrodillada: no era el Rey, por supuesto. Abandonó el sombrero y se asomó a la puerta. En la calle había gente y caballos, amén de una carroza lujosa. La gente hablaba, o esperaba arrimada a la pared, y una pareja de galopines jugaba a los dados sobre la tierra. Marfisa caminó, pegada a la pared del monasterio. Nadie se fijó en ella o, por lo menos, nadie le dio importancia. Al volver de la esquina, vio la carroza del jesuita. Entró en ella, y la carroza comenzó a caminar pausadamente.
6. El Valido, aparentando firmeza, se aproximó al padre Villaescusa, cuyo rostro parecía acumular toda la seriedad de que era capaz, hasta alcanzar las calidades de la piedra, inmóvil y hosca.
– Arrodíllese.
El Valido lo hizo en el escabel forrado de felpilla roja.
– Ante el Santo Tribunal de la Penitencia, no hay jerarquías ni tratamientos. No hay más que -un penitente humillado y el representante del poder de la Iglesia, que todo lo ata y desata. Lo que vosotros atéis en la tierra, atado quedará en el cielo, etcétera.
– Sí, padre.
– Confiesa todos los pecados que hayas cometido en tu vida.
– ¿Todos, padre?
– De todos los que te acuerdes, al menos.
– Sí, padre.
El Valido intentó recordar su infancia, pero lo que le venía a las mientes eran sus años de estudiante en Alcalá, sus años de rectorado. Fue diciendo desordenadamente sus recuerdos: frivolidades, putañeos, bromas pesadas, injusticias… El padre Villaescusa permanecía con el rostro inmóvil, con la mirada fija en la figura femenina que esperaba, contrita, en las gradas del presbiterio. Después, el Valido hizo un repaso breve de la vida en la corte; pasó por alto las intrigas que le habían llevado al puesto de Valido por creer que no eran pecado; pero el fraile le interrogó sobre ellas: tuvo que confesarlas. La retahíla más detallada, las intervenciones más inquisitivas del confesor acontecieron cuando empezó a relatar su vida matrimonial, y antes aun, desde el momento en que había conocido a la que iba a ser su esposa y la había deseado. Llegó un momento en que dijo: