– Ya no recuerdo más.
Pero el confesor siguió preguntándole. ¡La de cosas que sabía, o que era capaz de imaginar, aquel inquisidor infatigable!
– ¿Pero eso es pecado, padre?
– Todo lo que hace un hombre que no está en Gracia de Dios, hasta su propia respiración, lo es.
A la tercera vez que el penitente dijo «No», el confesor tomó la palabra, y le dijo que sus pecados eran tantos que toda una vida de penitencia no bastaría para que le fuesen perdonados; que no sólo había que temer los tormentos del infierno, sino el infierno en esta vida, los sufrimientos morales, e incluso físicos, acarreados por la mala conciencia sin arrepentimiento; pero que él, en nombre de la Iglesia, se los perdonaba todos, a condición de que… hiciera esto, eso y aquello. Aquello era la renuncia de por vida a los placeres sensuales, llevar adelante, hasta su fin, un matrimonio casto y ejemplar. En nombre de lo cual, Ego te absolvo ab peccatis tuis. In Nómine Patris…
El Valido permaneció arrodillado y silencioso un rato prudencial; luego, se levantó, saludó y regresó al presbiterio, donde su mujer esperaba arrodillada. Al sentirle llegar, se levantó y marchó al confesionario, cubierto el rostro con el velo. El Valido pretendió meditar sobre los pecados que le habían sido perdonados con tan duras condiciones, pero empezó a imaginar a su mujer haciendo memoria de su vida, de soltera y de casada, y contándolo todo, y cuando ya se creía descargada de culpas, la voz apagada del fraile le entraba en la conciencia, se la revolvía, le sacaba a luz las menudencias olvidadas, o todo aquello de que ella nunca se había creído culpable, pero que ahora resultaba serlo; y la descripción del infierno en este mundo y en el otro, la pérdida de la paz, la relación desconfiada con su marido mientras uno de los dos no muriese… Le venían ganas de arrebatarla del confesionario, pero comprendió que eso también era pecado, y se arrepintió, y dio gracias a Dios por todo lo que le estaba sucediendo, y cuando sintió que su mujer regresaba, al mirarla de soslayo, advirtió que venía llorando, aunque en silencio y recatadamente. Lo que vio fue una lágrima que le caía en las lorzas del corpiño.
7.Esta vez, la carroza del padre Almeida se detuvo ante la puerta principal del alcázar. Un soldado de la guardia vino a tenerle el estribo, y quedó tieso mientras el jesuita descendía. Marfisa bajó después, ayudada del padre, y juntos entraron en el zaguán, lleno de nobles emperifollados y de soldados de la guardia. Pasaron entre saludos y miradas curiosas, y empezaron a subir las escaleras: Marfisa no recogió las haldas de los hábitos por no dejar al descubierto los zapatos de hebilla y las medias granate. Estuvo a punto de tropezar, pero logró evitarlo, una de las veces agarrándose al brazo de su compañero. Después entraron en los largos corredores.
Colette se hallaba detrás de la puerta. Abrió y les indicó que pasaran, en silencio. El jesuita le dio las gracias en francés; Marfisa, en castellano. Esperaron en una antesala. Cuando salió la Reina, el jesuita le hizo una reverencia, y Marfisa arrodilló una pierna. La Reina le dijo: «Alzaos.» Mientras la Reina se cubría con un velo, Marfisa tuvo tiempo de examinarla: la halló bonita de cara y gentil de talle, aunque se juzgó más guapa y garrida. No la despreció, ni tampoco sintió envidia, menos aun celos. Echaron a andar: el jesuita delante; Marfisa detrás de la Reina, y así recorrieron pasillos, bajaron escaleras, atravesaron zaguanes. Acaso alguien se haya preguntado quiénes eran, pero nadie les estorbó el camino. Dentro ya de la carroza, quedaron en silencio. No fueron al monasterio, sino a la plaza vecina. A los soldados y a los criados que esperaban la salida del Valido y de su esposa no les preocupó quiénes eran: ¿qué más daba que un clérigo y una monja entrasen en un monasterio en compañía de una dama? El jesuita las acompañó hasta la puerta; besó la mano de la Reina y a Marfisa le dio un lugar y una hora. La Reina quedó a solas con Marfisa, ya dentro de la clausura. No había nadie a la vista. Marfisa, sin decir palabra, se situó delante; la Reina la siguió por el claustro bajo, por el alto, por los pasillos. Al llegar ante la celda de Marfisa, ésta dijo: «Es aquí.» Sacó la llave de la faltriquera y abrió. La celda estaba sombría y fresca. Siempre en silencio, Marfisa encendió las velas de los candelabros, hasta dejar la celda medianamente alumbrada.
La Reina se había desvelado, y la miraba con expectación.
– Señora, yo marcharé en seguida. Ciérrese con llave, y no abra hasta que alguien llame tres veces con los nudillos. Y si Vuestra Majestad me lo permitiera, yo le daría algún consejo.
– ¿Es indispensable?
– No, Majestad, pero quizá fuese conveniente.
– Un consejo, ¿sobre qué?
– Sobre su manera de portarse cuando venga el Rey.
La Reina quedó en silencio y la miró. Marfisa permanecía medio cubierta con el velo.
– ¿Queréis desvelaros, hermana?
Marfisa se descubrió y aguantó la mirada escrutadora de la Reina.
– ¿Sabéis que sois muy bella?
– Eso no importa, Majestad. Lo que importa es que lo que suceda aquí sea para bien del Rey y de la Reina.
La Reina se le acercó y la miró de cerca.
– ¿Y tú sabes lo que va a suceder?
– Porque lo sé es por lo que me atrevo a aconsejaros.
La Reina le puso las manos en los hombros. Marfisa bajó la cabeza. La Reina se la empujó hacia arriba con la mano en la barbilla.
– Mírame. ¿Quién eres?
– Sólo una monja, Majestad.
– ¿Y estuviste casada?
– Tengo experiencia.
– Dime lo que tengas que decirme.
– El Rey es joven, Majestad. Los jóvenes tienen prisa y lo atropellan todo. Sosiéguelo, atrévase a negarse con ternura. Que cada no encierre un sí inmediato. Y olvídese del tiempo que transcurra. Por cierto, ahí hay mantas por si siente frío. Y, en ese cajoncito, media docena de paños blancos y limpios. Le bastará con tres, pero a lo mejor, el santo del día hace un milagro.
La Reina no parecía haberle entendido muy bien.
– ¿Tú sabes que el Rey quiere verme desnuda?
– Lo sabe todo el mundo en la corte y en la villa. Lo sabían ayer. Hoy lo sabrá ya el reino entero.
– ¡Qué vergüenza!
– No, Majestad. Menos algún que otro fraile, todo el mundo lo encuentra natural.
– ¿Y tú?
– Yo la he ayudado a esconderse aquí. Esta celda es mi celda, pero no volveré a ocuparla. Lo más probable es que aquí construyan una capilla al santo o a la santa que convenga.
La Reina no respondió. Miraba alrededor, y su mirada se fijó en el camastro. Marfisa dijo:
– No es digno de unos Reyes, pero no hay otra cosa mejor.
La Reina le tendió la mano, y mientras Marfisa se la besaba, le dio las gracias.
– Que todo salga bien, Majestad. Y cuando encuentre al Rey más contento, entérele de que este monasterio necesita un reloj nuevo. Si espera ya, lo entretendré un poco.
– Sí, pero cúbrete el rostro.
– Las monjas, Majestad, no podemos hablar con un hombre sin llevar la cara cubierta, aunque sea el Rey.
– Sobre todo si es el Rey.
Salió Marfisa. No sabía que a los reyes no se les puede dar la espalda, así que se la dio a la Reina, pero ésta no se fijó o no quiso fijarse. El claustro estaba vacío. Marfisa oyó el ruido de la cerradura. Se arrimó al quicio, y esperó. El Rey tardó todavía unos minutos; se oyeron pasos desorientados, y apareció al fin, allá lejos, como un fantasma delgado y negro, vacilante aún: quizá se hubiera perdido por los pasillos del monasterio. Al divisar a Marfisa, enderezó la figura y caminó con seguridad. Marfisa se había arrodillado, tenía la cabeza inclinada. Vio delante de sus ojos la mano delgada del Rey, y la besó.