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– Levantaos.

Quedaron frente a frente: el Rey, larguirucho y un poco asustado; ella, firme, pero con la cabeza gacha.

– Tiene Su Majestad que esperar un poco.

– ¿Está la Reina dentro?

– Sí, pero acaba de entrar.

– ¿Y por qué tengo que esperar?

– Siempre conviene, señor, dar tiempo a los demás. Las cosas hay que hacerlas con calma.

– ¿A qué cosas te refieres?

– A todas, Majestad. Yo sé lo que son las mujeres. Prefieren esperar y ser deseadas. Su Majestad debe ser tierno y cauteloso, no darse prisa. Una mujer, por muy reina que sea, no se entrega a la primera, y me atrevería a decir a Vuestra Majestad que, después de que entre en esa celda, no habrá rey ni reina, sino una mujer y un hombre. Que sean esposos es lo de menos. El amor no sabe de leyes ni de bendiciones.

– ¿Por qué me dices eso?

– Porque me han ordenado que se lo diga.

– ¿Y te han dicho algo más?

– Sí, Majestad. Que actúe poco a poco, que se porte con comedimiento y que no se desanime si la Reina hace remilgos. Todo eso forma parte del ritual.

– No será porque la han prevenido en contra.

– ¿Su Majestad no saca consecuencias del hecho de que la Reina le espere aquí?

– Tienes razón. ¿Cómo hago para entrar?

– Espere un poco, acabo de decirle. Y también le aconsejé comedimiento. Esa prisa quiere decir que no me ha hecho caso.

– A un rey le cuesta caro obedecer.

– ¿Y qué hace Vuestra Majestad sino obedecer constantemente? Al Valido, a los amigos, a las leyes del reino. Debe estar acostumbrado.

– Otra vez tienes razón.

Se apartó un poco de Marfisa, se acercó a la puerta de la celda y aplicó el oído.

– No se oye nada.

– Las mujeres, señor, solemos desnudarnos en silencio.

– ¿Crees que se habrá desnudado?

– ¿Para qué, si no, han venido Vuestras Majestades a este lugar tan incómodo? ¿Y no era eso lo que Vuestra Majestad pretendía?

– Lo sabe demasiada gente.

– Lo sabe todo el mundo, hasta yo.

Marfisa no se había movido y mantenía la cabeza baja.

– Me gustaría saber cuándo hablas por ti misma y cuándo dices lo que te ordenaron.

– Van mezclados, señor, los dictados.

– ¿Puedo verte la cara?

– Lo prohíbe la regla.

– Pero yo soy el Rey.

– Sí, Majestad, pero la regla es cosa de Dios.

El Rey apartó la mano que encaminaba al velo.

– Eso dicen… -Volvió a escuchar, el Rey, a través de la puerta-. Ya debe de haber terminado, ¿no crees?

– En ese caso, señor, va mi último consejo: sea cariñoso y lento, y no olvide que quien le acompaña en el lecho es un ser de carne y hueso, pero, sobre todo, de carne.

– ¿Y quién te dijo esas cosas?

– Un pajarito, Majestad.

Marfisa empujó al Rey suavemente hacia la puerta.

– Dé tres golpes con los nudillos. Le abrirán… Que haya suerte.

Se apartó y corrió por el claustro hasta perderse. El Rey la vio marchar, y juraría haber descubierto, entre el vuelo de la falda, unos zapatos de hebilla y unas medias granate, y sólo después de que ella hubo desaparecido, llamó a la puerta de la celda.

– Entra.

9.Dieron las doce en algún reloj cercano. El padre Almeida atravesó la puerta del palacio de la Santa. «Su Excelencia le espera», le dijo el portero al abrirle. Recorrió pasillos y claustros con la teja en la mano. El fámulo que le precedía se detuvo. «Es aquí», y abrió sin llamar. El padre Almeida se halló en una antesala donde dos criados que esperaban se pusieron de pie.

– Por aquí, padre, haga Su Merced el favor.

Atravesó la puerta. El Gran Inquisidor le esperaba ante su ración de clarete frío, mediada ya la copa etrusca.

– Es usted puntual, padre.

– Su Excelencia me dijo que a las doce.

– Y las doce son. Venga conmigo.

Lo llevó a una habitación vecina, donde la mesa se había puesto como para la comida de dos Reyes; tales eran los relumbres del cristal y de la plata: por el zócalo de Talavera corrían monstruos azules sobre fondo amarillo, dragones de lengua florida y colas arbóreas, enlazadas unas a otras en una repetición avocada a lo infinito. El Gran Inquisidor señaló al jesuita un asiento.

– Obedezco, Excelencia -y se sentó.

El Gran Inquisidor lo hizo inmediatamente después.

– ¡Vaya tiempo que se nos ha echado encima!

– Sí, Excelencia. Tenemos ya ahí el invierno.

– Y Su Paternidad, ¿cuándo piensa marcharse?

– Mejor hoy que mañana.

– Va a encontrarse las lluvias, nada más pasado el Pirineo.

– También cuento con la nieve.

– ¿Y el peligro?

– Ése, Excelencia, es el compañero de mi misión.

– Sin embargo, en algún lugar se encontraría usted a cubierto. ¿Qué le parece Roma?

– No me atrae. Prefiero las brumas y los peligros de Londres.

– Aquí no hay brumas, pero, peligros, no faltan.

– Ya lo sé.

El Gran Inquisidor hizo una seña al criado que esperaba, y en seguida trajeron una sopera humeante, repleta de olorosa menestra.

Uno y otro se sirvieron comedidamente.

– ¿No es poca esa comida, para un cuerpo tan joven?

– Mi cuerpo está disciplinado, aunque no lo suficiente.

– ¿Le quedan, por ventura, algunos de esos deseos que atormentan a los eclesiásticos jóvenes, y que tanto dan que hacer a los que tenemos mando?

– Me quedan, Excelencia, conatos de violencia, ganas de desbaratarlo todo a trastazos cuando veo una injusticia.

– Mala cosa ésa, puede creerme. La señal indudable de que se ha alcanzado la debida madurez es la comprensión de que siempre habrá injusticias y violencias.

– Pero no siempre las mismas.

– En eso tiene razón.

El Gran Inquisidor comenzó a comer, el jesuita le siguió, lo hicieron en silencio y rápidamente. Habían pasado sólo unos minutos cuando el criado retiró los platos y puso otros limpios, de la misma finura, de la misma elegancia. El jesuita miró el suyo y lo remiró.

– No son portugueses, padre. Bien sé que en Portugal fabrican unas lindas vajillas, pero esta en que comemos la heredé de mi antecesor, cuyo refinamiento iba por otros rumbos.

Había vuelto el criado con la fuente de la carne. Se acercó al Gran Inquisidor, pero éste le indicó que sirviera primero al jesuita.

El padre Almeida lo hizo con discreción, ni poco ni demasiado.

– Es el lomo de cerdo prometido, padre.

– ¡Y qué bien huele!

Esperó a que el prelado se sirviese y empezase a comerlo. Lo hizo también, con calma, recreándose en los bocados.

– Está bueno, ¿verdad?

– Sí, Excelencia. Está realmente bueno. Compadezco a los judíos, que lo tienen prohibido.

– Pero, si son conversos…

– Incluso a los conversos, Excelencia, les da cierto repeluz.

A él, evidentemente, no se lo daba. El vino era del mismo clarete frío al que el Gran Inquisidor era tan aficionado: lo bebía en su copa etrusca, pero la del padre Almeida no le bajaba en méritos, aunque fuese moderna. Y al vino no le hacía ascos el jesuita.

Pusieron de postre un plato de naranjas recientes y algunas frutas más de temporada. El padre Almeida prefirió melón. Y cuando terminaron, el Gran Inquisidor señaló un asiento en la mesa camilla, en la que había apercibidas copas de licor y dos o tres botellas: aguardiente de Chinchón, un orujo andaluz y una botella de Oporto dulce. Fue de ella de la que bebió el Gran Inquisidor. El jesuita se sirvió del orujo, y, mientras bebían, hablaban de naderías, y el jesuita esperaba que todas aquellas frivolidades acabasen de una vez, y que surgiera la conversación seria. Y ésta fue inevitable cuando el prelado, despachado ya el Oporto, sacó del pecho un papel doblado.

– Eche un vistazo a eso, padre.