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– Como que se dice por ahí, y ya hace tiempo, que abundan los cabrones consentidos, y que qué va a suceder si la cosa cunde.

– Eso te digo, Diego. ¿Qué va a ser de nosotros? De ti y de mí, por ejemplo.

– Por lo que a mí respecta, Excelencia, me queda poco de vida, y, con tal de que haya vino…

Apuró el que quedaba en el vaso. El Gran Inquisidor cerró los ojos y recordó los viejos tiempos de Roma. El ave pasó rozando los vidrios de la ventana y se escondió en el alto ciprés que centraba el cuadrado del patio.

2. Primero fue un Te Deum, a cuatro voces mixtas, con reiterada intervención del órgano, que unas veces quedaba por debajo, como quien sirve de soporte a las piruetas melódicas, y otras, las perseguía en su complicada ascensión: laudamus, laudamus, laudamus, hasta chocar y reflejarse en las altas bóvedas; otras, por fin, las excluía del torrente sonoro, y era él solo en subir y colmar el ámbito con los resoplidos de su abundante tubería; una música de mucho mérito, traída de Roma, concebida para la inmensidad del Vaticano, que en aquella capilla de mediana holgura venía un poco grande: como que a veces vibraban las paredes y se estremecían las columnas. Luego, el sofoco del incienso y del calor, como que alguien se privó y hubo que sacarlo afuera y socorrerle con aguardiente y aire fresco: era un mercedario escueto, especialista en la cuestión De auxilüs, que no tenía nada que ver con el orden del día, pero a quien no se podía dejar fuera de una consulta general como aquélla. Cuando terminó el Te Deum, se formó en el claustro la procesión; dos filas de hábitos variados y el Gran Inquisidor al cabo: muy tieso, aunque un poco distraído, indiferente a los pajes que soportaban su cola. Cantaban el Veni Creator, según el canto llano, que les resultaba más accesible que aquellas polifonías romanas, aunque lo cantasen con voces desganadas y bastante ásperas. No salía muy bien, pero daba igual. No todos los de la procesión entraron, sino sólo los que tenían asientos en la Suprema, bien como miembros titulares bien como teólogos invitados; o sea, consultores, y entre éstos figuraba un jesuita portugués, el padre Almeida, bastante joven aún, pero de rostro tostado por los soles brasileiros. El padre Almeida estaba de paso en Madrid: lo habían destinado a capellán secreto de una gente en Inglaterra, porque al otro capellán lo habían ajusticiado, lo que era tanto como admitir que al padre Almeida le quedaba poca vida; pero no parecía apesadumbrado ni entristecido, tampoco entusiasmado con su futuro martirio: se portaba con naturalidad, mucha más que la de sus compañeros, a pesar de la reputación de teólogo sabio que su rector proclamaba en la carta de presentación al Gran Inquisidor, con la que justificaba su presencia. El padre Almeida chocaba un poco entre los demás clérigos, porque llevaba encima de la sotana un cuello a la francesa, y porque, al desabotonársela por el calor, se le habían visto medias negras y calzón. Pero, como a extranjero, no se le tomaba a mal.

Después de acomodados en la sala de reuniones, en razón de jerarquías siguiendo un criterio piramidal, todavía se rezaron más latines, éstos sin música, y la cosa quedó como en el escenario de un teatro: el Gran Inquisidor en lo más alto, aunque la cola de su hábito bajase hasta los rangos inferiores y extendiese encima de las losas el triple triángulo de su remate; después venían los jueces propietarios, el padre Pérez, el padre Gómez, el padre Fernández y Enríquez de Hinestrosa, así hasta seis, con hábitos blancos, hábitos negros y hábitos combinados; de ellos gordos, de ellos flacos, regordetes de cara o estirados, reservados o expresivos: todo lo que en el mundo se sabía de Dios y de todo lo que he concierne estaba almacenado en los caletres de aquellos seis, que votaban las decisiones, y, en caso de empate, desempataba el Gran Inquisidor; quien, además, tenía el privilegio de vetar los acuerdos colegiados y sustituirlos por su opinión propia, caso que se daba pocas veces, sobre todo por el qué dirán. Más abajo se sentaban los distintos peritos: aquella vez uno por cada orden, incluidos los mostenses, los premostratenses, y algunas órdenes nuevas, como la Societate Iesu, a la que pertenecía el padre Almeida. Entraban y salían con sigilo, soplones, esbirros y demás gentuza, a la que se prohibió la entrada un poco antes del juramento. A partir de éste, la gran sala del consejo quedó clausurada para el exterior: amplia y sombría, alumbrada de candelabros, la presidía un Cristo entre dos luces: poco Cristo y muchas velas para local tan amplio, donde lo que destacaba era el presidente. ¡Tan refinado, tan aburrido, allá arriba, en su sitial, casi nimbado, casi divino bajo el bonete de cuatro cuernos agudos! Solía echar un sueñecito después de tomar el juramento a los presentes y hacer el resumen de los temas, o los hechos que se iban a discutir; esta vez añadió la noticia de que la sospechosa Marfisa, que el Santo Tribunal había convocado y mandado prender, no había sido hallada. «Seguramente, alguien la previno, y huyó.» Y muchos lo lamentaron, sobre todo el padre Villaescusa, capellán de palacio, que sudaba en el rango de los peritos consultores. Pero aquella tarde no pudo dormitar el presidente, porque los frailes de a pie chillaban, quizá porque el tono elevado de las voces cargase de razón a las ideas. Por lo pronto, el padre Villaescusa manifestó su disconformidad con la exposición que se hizo de los hechos, de tal modo redactada que daba la impresión de que se habían reunido a causa de unos pecados veniales del monarca. No es que hubieran mentido, ¡él no decía eso!, sino que se habían contado sin intercalar censuras, comentarios o condenaciones. «¡Nada de pecadillos! ¡Un verdadero adulterio y una verdadera profanación del santo sacramento del matrimonio!) Y aquí fue cuando el padre Almeida, el jesuita transeúnte y destinado al martirio, se levantó y pidió la palabra.

– Es para manifestar mis dudas de que se haya cometido adulterio.

– ¿Va a negar Su Paternidad que el Rey pasó la última noche en brazos de una prostituta? -le preguntó el padre Villaescusa, extrañado al mismo tiempo que irritado, y con el mismo tono de voz que si el padre Almeida viniese de otro planeta y se hubiera expresado en lengua desconocida-. ¿O es que niega Su Merced la verdad de lo que acaba de sernos leído? Claramente se dice que el Rey pasó la noche en brazos de esa tal Marfisa.

– ¡Dios me libre semejante atrevimiento!

– ¿Entonces? ¿Cuál es la opinión del padre Almeida?

– Sencillamente, dudo de que Sus Majestades estén casados, al menos delante del Señor.

Todo el mundo volvió la mirada hacia el jesuita portugués, y algo así como una ráfaga de incomprensión colectiva sacudió aquellas mentes esclarecidas. Hasta que el Gran Inquisidor, desde su altura indiferente, se dignó a examinarle con curiosidad, y fue él precisamente quien preguntó.

– ¿Qué está diciendo, padre Almeida?

El jesuita seguía de pie, y aquella concurrencia de miradas reprobadoras no parecía afectarle. A la pregunta del Gran Inquisidor siguieron varias voces.

– Explíquese, explíquese.

Y el padre Villaescusa añadió:

– Lo que acaba de decir incurre en una doble sanción, de la Iglesia y del Estado, porque está usted atribuyendo a los Reyes nada menos que un concubinato.

– Sí, aunque ellos lo ignoren; pero la Iglesia no puede ignorarlo.

– Insisto, padre Almeida, en que sea más explícito -rogó, con voz apaciguadora, el del asiento eminente.

Cuando el padre Almeida pidió que le permitiesen quitar la sotana, porque hacía mucho calor, más que con hostilidad, la mayor parte de los miembros de la Suprema le miraban atentamente, ya no iracundos, sino estupefactos, y aunque casi todos pensasen que a aquel desconocido convendría examinarle a conciencia de ortodoxia, la mayor parte de ellos había admitido, sin graves dificultades mentales, que no sería necesario el tormento, y que un hábil interrogatorio bastaría. Y entre ellos figuraban bastantes con reputación de hábiles interrogadores. El padre Almeida dobló cuidadosamente la sotana, y la dejó encima de su asiento, con el sombrero.