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Ignacio Carrión

Cruzar el Danubio

© Ignacio Carrión, 1995

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando la cinta número uno.

Hotel Domgasse. Habitación 108.

Al lado de la casa de Mozart.

Coches de caballos. Empedrado. Herraduras. Turistas.

Berta llega esta tarde a Viena.

Ha llamado. Que no vaya al aeropuerto. Que la espere en el hotel. Como en Nueva York. Igual que en Nueva York.

Entonces Juan la esperaba en el Algonquin. Un hotel literario. Con ambiente. Algo incómodo.

Estaba demasiado nervioso. No podía leer. Siempre atascado en la misma página. Y eso que había elegido un buen libro de relatos. ¿No era Reunion?

El relato más amargo de John Cheever.

Un padre se reunía con su hijo en Nueva York. Un padre irascible. Inaguantable. Con prisas. Con malas pulgas. Lo encontraba todo mal. Todo era detestable. Odioso. Horrible. Nada le salía bien. En el fondo parecía tener algo contra su hijo. En el fondo odiaba a su hijo.

Un padre que odia a su hijo y sin embargo necesita reunirse con él.

La historia la contaba el hijo.

Contada por el padre la misma historia habría sido distinta.

Pero estaba tan impaciente esperando a Berta que leyó varias veces Reunion sin enterarse de lo que sucedía. Miraba hacia la puerta del Algonquin. Cada vez que paraba un taxi creía que era Berta.

Su casa estaba cerca del hotel. Se la quedó Pansy. No hubo forcejeo. Ninguna resistencia. Cualquier cosa antes que un pleito con abogados yanquis. Cobran incluso por descolgar el teléfono. Consulta telefónica de tres minutos 125 dólares. Cada minuto adicional 30 dólares. Buitres. Encima van a comisión. Le quitamos la casa amueblada a su marido pero ya sabe que una habitación es para mí. Dos alfombras. Este cuadro.

Basura. Juan no tenía ganas de pelear. Sólo tenía ganas de largarse. De perder de vista a Pansy.

Media vida huyendo de tus padres.

La otra media huyendo de tu mujer. Huyendo de tus hijos.

Huyendo unos de otros. Todos huyendo.

Cuando te das cuenta es demasiado tarde. Se acabó la vida. Ya no es necesario huir.

A Juan le gustaba el Algonquin. A veces iba allí a tomar café. Si tenía que hacer una entrevista citaba al entrevistado en el hotel Algonquin. Un hotel pequeño. Antiguo. De artistas y escritores. Se sentaba en el salón rodeado de autores con sus agentes y de pintores con sus marchantes. Todos parecían ser alguien.

Leían contratos. Discutían. Corregían. Añadían cláusulas.

Era fácil distinguir al autor del agente. El autor sudaba. El agente no.

Al final el agente doblaba el contrato. Se lo metía en el bolsillo. Y entonces daba la impresión de estar desolado. Como si el agente fuera un incomprendido.

Como si nadie le entendiera. Como si lo empujaran a la ruina. Eso era agotador. Nadie entendía al pobre agente que se guardaba desolado el contrato en el bolsillo y todavía le daba palmadas de ánimo en el hombro al desdichado autor.

Vamos a brindar.

El agente llevaba la voz cantante. Llamaba al camarero tocando el timbre de la mesa. En el Algonquin había timbres de bronce atornillados a las mesas. Cada mesa tenía su timbre. Los timbres del Algonquin no eran eléctricos. Eran timbres como los de las oficinas del siglo pasado.

Siempre había autores y agentes dando timbrazos y hojeando manuscritos. Discutiendo contratos. Firmando papeles. Palmeándose en el hombro. Bebiendo. Meando.

Meaba primero el agente y luego el autor. Primero el marchante y luego el pintor. Podían mear a la vez. Pero nunca meaban a la vez. Nunca meaban juntos el autor y el agente. Ni el pintor y el marchante. Si se levantaba primero el agente para ir a mear el autor esperaba a que volviera el agente para levantarse y mear él. Parecía ser una costumbre muy arraigada. Podían mear perfectamente unos autores a la vez que otros autores. De hecho meaban. Pero nunca meaban juntos los agentes con los autores aunque sí que meaban juntos los agentes con los agentes. En los lavabos del Algonquin siempre meaban todos los autores a la vez como si se pusieran de acuerdo para mear juntos los autores. Y siempre meaban los agentes a la vez como si los agentes también se pusieran de acuerdo para mear a la vez sin mezclarse con los autores.

¿Por qué no meaban juntos los agentes y los autores y seguían discutiendo las cláusulas de sus contratos mientras meaban juntos? Meando juntos podrían aproximar sus intereses como hacían con la orina que resbalaba unida por la pared del urinario.

Por lo visto no era ésta una buena política comercial. Ni tampoco una buena postura literaria.

A Juan le gustaba observar con detenimiento a los clientes del Algonquin. Pero aquella tarde estaba demasiado impaciente esperando a Berta.

Después de muchos años Berta acudía por fin a Nueva York.

Grabando en el hotel Domgasse recuerdo que no fue fácil elegir el libro para llevarse al Algonquin. Sacaba uno de la estantería y en cuanto lo hojeaba lo volvía a meter en el mismo sitio. Entonces sacaba otro. Repetía la operación aún más deprisa y lo volvía a meter. De un tiempo a esta parte abandonaba muchos libros por la mitad. Se cansaba. Terminaba muy pocos. Al principio casi todos le parecían geniales. Luego caían en picado. Los dejaba en una mesa durante algunas semanas. Después los devolvía definitivamente a su nicho.

Esta vez ningún libro le parecía el libro adecuado para llevarse al Algonquin. Sentía asco. Por una razón u otra todos le hacían sentir el mismo asco. Le parecían una estupidez enorme. Un artificio inaguantable. Cualquier título le daba pereza. Verdaderamente le emperezaban y le angustiaban todos aquellos libros.

¿Por qué hasta los mejores libros se vuelven asquerosos y despreciables en determinados momentos?

¿Por qué angustian precisamente más los libros que antes fueron capaces de combatir esa angustia?

De pronto ya no interesan. No sirven para nada. Al revés. Son un estorbo. Molestan. Su presencia oprime.

Juan miró la hora. Debía ir preparando su bolsa de viaje aunque el viaje al Algonquin sólo era un viaje de cuatro calles.

Tenía que dejarle una nota a Pansy.

Muy escueta.

Volveré el jueves. Eso era todo.

Dos horas más tarde un taxi amarillo se detendría delante del Algonquin. Se abriría la puerta. Berta estaría allí.

Le dejó la nota en la cocina. Volveré el jueves. Sin más.

¿Qué otra cosa podía decirle?

Desde hacía un año no se decían casi nada.

¿Iba ahora a decirle me voy con Berta? ¿Viene Berta? ¿Estoy con Berta?

Ella tampoco daba explicaciones.

Naturalmente no daba explicaciones para no mentir. Mentir cansa. Mentir agota.

Al principio no hay más remedio. Mientes sin parar. Siempre estás mintiendo. Te conviertes en un profesional de la mentira. Luego ya no hace ninguna falta. Ni mentir ni decir la verdad. Ya no hay engaño. No existe engaño porque el otro tampoco existe. Dejó de existir. Convives con él como lo harías con un delincuente. Como delincuentes en la misma celda. Nada en común a excepción de los años de condena. Unidos por la condena. Haces lo que tienes que hacer sin hablar. Algún sonido si acaso. Ruidos de animal. Y todo está a la vista.

El desprecio del otro está a la vista. El cinismo del otro está a la vista. El egoísmo del otro está a la vista. La amargura del otro está a la vista. Todo está mucho mejor a la vista.

Como cuando defecas. Te incorporas un poco. Vuelves la cabeza. Miras. Ves todo aquello flotando. Y dices qué bien. Magnífico. Eso es lo que quería. Deshacerme de toda esta mierda que llevo dentro demasiado tiempo. La mierda que arrastras demasiado tiempo.

Luego vacías de un golpe la cisterna. Es un alivio momentáneo. Y vuelves a mirar por si acaso. Hay que asegurarse de que la mierda desapareció.

También había algunos pintores que dejaban sus cartapacios encima de los timbres de las mesas del Algonquin. No le quitaban ojo a sus cartapacios. Sus dibujos estaban dentro de sus cartapacios. Su obra. Sus dibujos.