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A John Louis Evans tuvieron que darle tres descargas durante 14 minutos para lograr matarlo. Después de la primera descarga el electrodo que tenía en la pierna izquierda se prendió fuego y cayó al suelo. Tuvieron que volver a empezar. En la segunda descarga le salía humo por un tímpano. Pero tampoco murió. Así que le aplicaron una tercera descarga de 1.900 voltios y entonces el médico lo auscultó en el pecho. No estaba totalmente seguro de que hubiera muerto. La electricidad es engañosa. Y muy traicionera.

De los 51 estados de la Unión 36 imponen la pena de muerte.

Siendo gobernador de Arkansas el presidente demócrata Bill Clinton fijó 70 fechas para diversas ejecuciones de condenados a muerte en sólo diez años. Clinton denegó la petición de clemencia de un condenado a muerte que sufría una grave lesión cerebral. Tan grave era la lesión que le impedía conocer su propia identidad. Una verdadera suerte. Una ventaja en su caso. Porque cuando le ofrecieron que eligiera el postre de su última cena poco antes de ser conducido al patíbulo pidió tarta con nueces y dijo que prefería comérsela al volver de la silla eléctrica. Lo dijo completamente en serio. No había la menor sombra de humor negro. El condenado estaba convencido de que en la ejecución no mataban a nadie.

Pero Douglas sabía que sí. Que nadie vuelve de la ejecución para saborear sin prisas el típico dulce del sur. Sabía lo que sucedía paso a paso porque tiempo atrás a él ya lo habían preparado. Ésta iba a ser la segunda vez. Y no había olvidado ni uno solo de los preparativos.

Afeitar una pantorrilla.

Rapar la cabeza al cero.

Comer una cena suculenta.

Jugar a las cartas con los guardias.

Estar cerca de su abogado.

Recibir la ayuda del médico.

La bendición del cura.

Hablar por teléfono con sus seres queridos.

Incluso permanecer completamente solo.

Luego le meterían a toda prisa algodones en el ano para que cuando fuera electrocutado los intestinos no salieran disparados por los aires. Conviene evitar eso a toda costa. Si eso ocurre los testigos no sólo olfatean los vapores de carne humana chamuscada sino también el hedor a mierda humana frita. Mierda de negro frita.

Los testigos llegaron todos juntos con mucha puntualidad en un microbús de la penitenciaría. Era aconsejable que evitaran trasladarse en sus propios automóviles por una razón elemental. Después de la ejecución algunos saldrían tan impresionados que serían incapaces de conducir. Incapaces de dar dos pasos.

Los testigos tomaron asiento en sus sillas de tijera al otro lado del cristal. Ocuparon las cuatro únicas filas de aquel teatro de bolsillo. El director les saludó uno a uno. Gastó alguna broma. Iba muy bien vestido para la ocasión. Corbata de seda y pañuelo a juego en el bolsillo de la chaqueta.

Todos tomaron asiento. Todos miraron el reloj de oficina de esfera grande y blanca colocado sobre la silla eléctrica. Sus ojos se movían en tres direcciones. Hacia arriba para mirar la hora. Hacia abajo para admirar la silla. Hacia la izquierda para ver entrar al reo.

¿Qué tal van las cosas por ahí? se interesaba por teléfono el director de Damas y Caballeros. ¿Todavía existe alguna posibilidad de que lo indulten querido Juan?

Al cabo de tantos años el director tuteaba a Juan. Lo trataba con mucha confianza. Con afecto. Confiaba plenamente en él. Si Juan aseguraba que se lo iban a cargar es que se lo iban a cargar. Podía estar tranquilo.

El director le informaba que ya estaban publicando sus estremecedoras crónicas en primera página. Un éxito.

Ayer hubo una manifestación frente a la embajada de los Estados Unidos. Los manifestantes pedían a gritos que indultaran a Douglas. Esto va muy bien. Pero hay algo que necesito que me aclares. En tu última crónica sugerías la posibilidad de que todavía fuera aplazada la ejecución. ¿Es cierto eso? ¿Se dice eso por ahí?

El director guardó unos segundos de silencio. Juan permanecía callado. Adivinaba su pensamiento. El director volvió a hablar. Su voz era como un ronroneo al sugerir que periodísticamente convenía que mataran a Douglas. Damas y Caballeros había hecho causa contra la pena de muerte. Denunciaba la barbarie de ese castigo en el caso dramático del negro Tony Douglas. En sus editoriales decía que este hombre podía regenerarse. Podía pagar de otro modo su deuda con la sociedad. Douglas deseaba ser útil. Matándolo ya no sería útil para nadie. Damas y Caballeros deseaba que Tony Douglas no fuera ejecutado. Pero desengañémonos. Si ahora no eliminaban en la fecha anunciada a Tony Douglas ¿qué titulares iban a publicar mañana en primera página? ¿Tony Douglas indultado? ¿Tony Douglas se libra una vez más de la silla eléctrica? ¿Tony Douglas sigue vivo y coleando? No. Eso nunca. Eso era un fracaso periodístico. Los titulares de la próxima edición ya estaban confeccionados.

Tony Douglas ejecutado.

Sin más.

Y a continuación los detalles. Cómo fue ejecutado. Qué hizo al acercarse al patíbulo. Qué ambiente rodeaba la prisión.

Si apuestas a una carta y luego sale otra has perdido. Es monstruoso pero es así. Los lectores de Damas y Caballeros esperaban que el final de la historia de Tony Douglas no fuera en absoluto un final feliz. Esperaban que fuera un final trágico. ¿Para qué les habían estado repitiendo machaconamente durante más de una semana que el negro Tony Douglas iba a ser ejecutado? ¿Por qué se había relatado con pelos y señales la vida y milagros de Tony Douglas en el Corredor de la Muerte? ¿Por qué se había reconstruido su horripilante crimen? Por una sola razón. Para ver al condenado a muerte Tony Douglas afrontando la muerte en la silla eléctrica. Nada más que para eso.

Los periódicos competidores de Damas y Caballeros confiaban en un imperdonable error de cálculo del precipitado corresponsal de Damas y Caballeros. En el último momento el gobernador aplazaría la ejecución. Y tan sólo un aplazamiento ya era suficiente para reventar la historia. Y de ese modo la gran primicia informativa del condenado a muerte en el Corredor de la Muerte se quedaba en agua de borrajas. La patética exclusiva de Damas y Caballeros tenía un epílogo levemente cómico. El condenado a muerte vive. El condenado a muerte no se reúne con la muerte. El condenado a muerte regresa silbando a su celda. El pelo del condenado a muerte vuelve a crecer. Los algodones introducidos en el recto del condenado a muerte son extraídos del recto del condenado a muerte y arrojados a la papelera. El condenado a muerte da saltos de alegría. El condenado a muerte se ríe estrepitosamente. Y el gran susto ha pasado.

Grabando en la habitación 108 del hotel Domgasse en Viena esperando a Berta recuerdo que Juan no quería que mataran a Tony Douglas. Le había tomado afecto a Douglas. Se compadecía de Douglas. Se imaginaba él mismo siendo Douglas. El miedo pavoroso que tenía Tony Douglas a que lo mataran. Y también el miedo pavoroso de Juan a que no mataran a Tony Douglas.

Si no acaban con él cuando está previsto el director ni siquiera se pondrá al teléfono. No dirá nada. Pasará un día y otro y otro. No tendrá noticias del director. Su silencio será terrible. Será la única prueba del fracaso. El director esperará un tiempo prudencial. No mucho. Un par de meses. Quizá algo menos. Depende. Y entonces llamará a Juan. Juan habrá olvidado la voz del director. El timbre de aquella voz.

¿Sabes una cosa Juan? He pensado que ya llevas demasiado tiempo en esa corresponsalía. Conoces demasiado bien ese país. Se advierte en tus crónicas cierto cansancio. Como una pérdida de curiosidad. Aquella portentosa capacidad de sorpresa que tú siempre has tenido la echamos de menos. ¿Qué te parece si recoges tus bártulos y vuelves por aquí? Aquí nos haces mucha falta ahora. ¿Qué te parece? ¿Me oyes Juan?