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Tendría que volver. Volver a enfrentarse diariamente con las tenebrosas iniciales de Damas y Caballeros esculpidas en piedra en la fachada de Damas y Caballeros. Volver al semáforo rojo de su director. A la vieja mesa de la Redacción. A la tediosa rutina de la Redacción.

Del gobernador de Virginia dependía no sólo el futuro del condenado a muerte Tony Douglas sino también el futuro de ese otro condenado llamado Juan. Lo que era bueno para uno podía ser catastrófico para el otro.

Aquella noche hizo frío y Juan se mezcló con los periodistas americanos que esperaban apelotonados en la entrada de la prisión. Desde allí veían a los manifestantes partidarios de la pena de muerte con sus pancartas. Empuñaban las linternas que iluminaban aquellas mismas pancartas en la oscuridad. Exigían que socarraran al negro. Que hicieran con el negro una suculenta barbacoa. Que frieran al negro como a un pollo de Kentucky.

Algunos automovilistas aminoraban la velocidad al llegar a las inmediaciones de la prisión. Bajaban el cristal de las ventanillas. Sacaban la cabeza. Gritaban que fuera ya carbonizado ese cabrón negro. Ese asqueroso asesino negro.

Al lado opuesto se agrupaban los manifestantes contra la pena de muerte rezando con velas encendidas y cantando himnos de salvación eterna. Parecían asustados. Eran menos numerosos.

Excelentes profesionales. Saben hacerlo dijo el reportero del canal 8 de la televisión. Apuesto algo a que ni siquiera notaremos que baja unos minutos la potencia de la luz.

Y Juan tomaba notas con frío y ardor de estómago. Era un ardor característico. Pinchazos. Calambres. Como si un extraño insecto le pellizcara las tripas. Anticipaba la suerte final de Douglas hacia la silla eléctrica y también su propia suerte hacia la gloria de la última crónica.

Le imaginaba apoyándose en los guardias. Arrastrando los pies por el corredor. Resistiéndose a llegar a manos del verdugo. Gritando no ante el temible Dye que esperaba impaciente.

Imaginaba a Tony Douglas aterrorizado. No podía imaginarlo de otra forma. A punto de desvanecerse de un momento a otro. ¿No se desvanece un hombre en esas circunstancias? Se desvanece. Se caga encima contra los algodones que le han metido para taponarle el ano. Se orina encima. Vomita encima. Tony Douglas pensará vomitando en su hija aunque sólo sea un instante. Más será imposible. Verá fugazmente su rostro. Y dejará de verlo. El pánico borra cualquier rostro. Pensará un segundo en la vida que ahora mismo le van a quitar metiéndole en el cuerpo las descargas eléctricas. ¿Bastará una? ¿Necesitarán vanas? Juan imaginaba al reo recreando a pesar suyo la horrenda escena del crimen. La mirada suplicante de su víctima. Pero ¿y si no hubo víctima? ¿Y si era inocente?

La policía patrullaba prepotente con perros policía para mantener separados a los manifestantes. Ladraban todos. Los perros y los hombres. Unos a un lado. Otros al otro. Como las cartas al director. Igual. Una carta a favor de la pena de muerte y otra carta en contra de la pena de muerte.

Le daba asco su asqueroso director. Asco su asqueroso oficio. Asco su asqueroso periódico. Se daba asco a sí mismo tomando asquerosas notas a las 11 de la noche del 15 de abril a las puertas de la penitenciaría.

Señores un momento de atención. Voy a dar lectura al comunicado oficial.

A las 11.07 horas de hoy el condenado a muerte Tony Douglas fue declarado muerto. Se le suministraron dos descargas eléctricas de 1.900 voltios cada una. Cabe señalar que no hubo incidentes de ningún tipo. El condenado estaba relativamente tranquilo. Se le brindó la oportunidad de que dijera una última frase. Pero rehusó el ofrecimiento.

Empezaban a salir los testigos. Uno de ellos vomitó sobre el zapato de un fotógrafo de agencia que esperaba en primera fila el paso del furgón con el cadáver de Tony Douglas dentro.

Tampoco le fue servida una cena especial tal como es costumbre porque se negó a cenar.

¿Alguna pregunta? Contestaremos cuatro preguntas.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando cada diez minutos pasan coches de caballos con turistas. Cada diez minutos miro el reloj.

Lo más probable es que Berta llegue a Viena a última hora. Retraso indefinido no significa que no vaya a venir. Quiero recogerla en el mismo aeropuerto.

Estas camas son mejores que las del Algonquin. Este hotel es mejor que el Algonquin. Le falta el ambiente del Algonquin pero el baño tiene dos lavabos. El váter está separado de la ducha y de los lavabos. Está en un cuarto pequeño al otro lado del armario. En el Algonquin todo estaba en el mismo cuarto de baño. Un fallo. Un inconveniente. Al principio no suelen hacerse esas cosas con naturalidad.

¿Será mejor cerrar la puerta?

¿Entornarla?

¿Dejarla completamente abierta como si estuviéramos casados diez años?

Porque no hay que hacerse ilusiones. Al poco rato de estar juntos en la misma habitación llega el momento de tener que usar el retrete. Y antes o después también llega el momento crítico de los pedos.

¿Qué haces?

¿Le dices por favor Berta déjame sólo un instante?

¿Le dices que salga del cuarto de baño porque tienes aires en el vientre?

Algo tan estúpido y tan desagradable se convierte en un verdadero problema. Un problema que pone en peligro la relación. Por un puñetero aire todo está en el aire. Todo está en juego.

Un pedo. Varios pedos. ¿Hay algo más antierótico entre la pareja? A Juan nunca se le había ocurrido imaginar a Berta tirándose un pedo. Hasta entonces nunca. La había imaginado de mil modos. Desnudándose. Bañándose. Cagando. Acostándose. Leyendo. Meando. Comiendo. Nadando. Incluso follando. Pero nunca tirándose un pedo. Eso nunca.

Tampoco lograba imaginársela follando con él. Es curioso. Con otros sí. Con él jamás. Con su marido callista sí. Con su marido podólogo sí. Fácilmente. Y con otros cretinos también. Pero cuando trataba de imaginar que follaba con él siempre fracasaba. Berta se escapaba en el último momento. ¿Por qué? Quizá Juan no lo había intentado suficientemente en serio. Empezaba a desnudarla y cuando parecía que todo iba bien Berta reaparecía vestida. O se esfumaba. O se ocultaba detrás de su marido podólogo Sandalio Boluda. El cretino marido callista Sandalio Boluda. El cretino marido pedicuro Sandalio Boluda. O bien la encontraba con su antiguo amante Lorenzo Pego. ¿No es cierto que había llegado a imaginarla incluso con una colegiala de su misma edad acostada en una camarilla del internado? Pero cuando Juan se quedaba a solas con Berta ella huía. Le abandonaba. Sencillamente dejaba de existir.

Le gustaba recordar la historia. Cuando la conoció Berta había cumplido trece años. Entonces la amaba demasiado como para desearla. Era feliz mirándola. Eso era suficiente. Saber que existía le colmaba de felicidad. Podía verla un momento. Podía cruzar unas frases con ella. Podían darse un abrazo rápido. Y nunca se referían abiertamente a ese amor. Los dos sabían que existía. Pero por la razón que fuera evitaban hablar de ese amor. Parecía mucho más intenso su amor manteniéndolo en secreto. Juan tenía la impresión de que cualquier cosa podía destruirlo. Cualquier persona podía destrozarlo. Robarlo. Cualquier desconocido podía llevarse a Berta. Dejarle a él solo sin Berta.

Y así fue. Un día apareció el hijo del callista de la madre de Berta. La cosa más vulgar del mundo. El hijo del podólogo de la madre de Berta acompañaba a su padre podólogo a quitarle los callos y a cortarle las uñas de los pies a la madre de Berta. Este chico también sería podólogo dentro de unos años. Y entonces Sandalio Boluda hijo heredaría la clientela de Sandalio Boluda padre. Y Sandalio Boluda padre le pediría a los padres de Berta la mano de su hija mientras la madre de Berta le pediría a Sandalio Boluda padre que siguiera quitándole los callos de los pies hasta que Sandalio Boluda hijo tuviera el título oficial de pedicuro.