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Cuando Sandalio Boluda hijo y la hija de la cliente de Sandalio Boluda padre se hicieron novios Juan dejó de llamar a Berta en sueños. Durante mucho tiempo estuvo despertándose sobrecogido por la amargura. Enfermo de melancolía. Repetía su nombre en la oscuridad. ¡Berta! ¡Berta! Pero después su estado de ánimo dio un vuelco y le sorprendió la necesidad que sentía de odiarla para olvidarse de ella. Necesitaba convencerse de que ella nunca había sido lo que él había imaginado. Ella era producto de sus fantasías. La había inventado. Era una creación artificial. Una idea. Un sueño. En cambio la otra era la Berta real. Y no tenía nada en común con la Berta inventada por él. Era una más. Fue creciendo. Fue haciéndose mujer. Apenas la reconocía. ¿No era ya tan vulgar como el resto? Ahora podía desearla como a las demás. Ya no gozaba de ningún privilegio imaginario. Podía desnudarla. Podía maltratarla. Humillarla. Despreciarla. Podía poseerla. Se imaginaba haciendo las cosas más horribles con ella. Cosas de las que tan sólo unos meses antes se hubiera avergonzado.

Y sin embargo fue incapaz de olvidarla totalmente. Hiciera lo que hiciera por alejar su recuerdo la pequeña Berta asomaba a su memoria en los momentos más inesperados. Salía indemne de esas pruebas. Y Juan reconocía la imposibilidad de dejar de amarla. Nunca podría dejar de amarla. Seguirían amándose en secreto. Sin palabras. Como antes. Como había sido al principio. Seguirían amándose a pesar de ellos. Sin palabras. Siempre. Contra su propia voluntad. Como una maldición. Porque el primer amor era el único amor eterno.

En Nueva York no tuvieron problemas con los pedos.

¿Me lo tiro? ¿No me lo tiro?

¿Dejo correr el agua de la ducha para que no se oiga?

¿Me abro un poco el culo con la mano?

En cambio Pansy no hacía nada por silenciarlos. Debía tener sus motivos. No creía en la fuerza devastadora del amor y tampoco creía en la fuerza devastadora de los pedos.

Se levantaba de la cama. Iba al cuarto de baño. Por el camino ya se tiraba uno. El cuarto de baño estaba comunicado con el dormitorio. Un grave error del arquitecto. Aunque Pansy cerrara la puerta daba igual. Había una sutil ranura entre la puerta y el suelo. No hacía falta nada más. Se sentaba en el retrete y largaba los tres primeros pedos del día. Maitines. Resonaban en la taza y rebotaban en el techo del cuarto de baño y buscaban la rendija de la puerta para desplomarse unos tras otros sobre Juan. Tres largos pedos. Siempre tres. Desde el día de la boda hasta el día del divorcio. Tres pedos idénticos durante veinticinco años con Pansy. Exactamente 27.393 pedos.

Grabando las campanadas de St. Stephan desde el hotel Domgasse.

Odio esas campanadas. Odio esta ciudad.

Quizá por eso mismo he vuelto.

A ver si en Viena te llevas mejor con Freud que con nosotros. A ver si él tiene más suerte que nosotros.

Ésa fue la despedida de su padre cuando hace más de treinta años lo mandó a Viena.

Buena despedida. Pudo haber sido mucho peor.

Nunca hubiera imaginado Juan que llegaría a ponerle las manos encima a su propio padre.

Lo agarró del pescuezo como a un gato. Cuando se dio cuenta ya estaba zarandeándole. Un hombre tan sonrosado se puso de pronto más blanco que la pared.

¿Qué edad tendría entonces su padre? ¿Cincuenta años?

La edad que Juan tenía ahora.

¿Qué le hizo comportarse así?

¿Se había vuelto loco?

¿Lo habían vuelto loco?

Habían conseguido volverle loco. Trabajo en común. Paterno y materno. Trabajo en equipo. Un buen trabajo. Y después de hacer ese trabajo tan bien hecho ¿que más les quedaba por hacer a sus padres? Poco. Prácticamente nada. Retirarse. Envejecer. Prepararse para la muerte. Una sola cosa. Morir. Juntos o por separado.

Los dos habían muerto. Por separado. Cada uno a su manera. Sólo en esto actuaron como la inmensa mayoría. Primero muere uno. Se deja pasar unos cuantos años. Y después muere el otro.

En su caso habían muerto con estilos de muerte totalmente distintos. Tan distintos como los estilos de vida con los que habían vivido.

Modalidad de muerte extremadamente agitada y perturbadora en el caso de su madre.

Modalidad de muerte excepcionalmente apacible y edificante en el caso de su padre.

Su madre agonizó entre pollos y gallinas correteando por la habitación. Se subían a la cama. Saltaban por encima de la cama. Le ensuciaban la cama. Le picoteaban las manos. Le picoteaban el cuello. Le picoteaban la cara. Le picoteaban el vientre. Los brazos. Las piernas. Todo el cuerpo enfermo de su madre fue picoteado por las gallinas y los pollos que habían invadido su habitación. Su madre no veía más que pollos y gallinas por todas partes. De todos los tamaños. A todas horas.

Y esto no lo podía resistir su madre. No podía soportar más tiempo el suplicio de aquel gallinero que se había apoderado de su vida. Pero naturalmente podía acabar con su vida. Entonces gritaba. ¡Matadme!

¡Matadme!

¡Matadme de una vez! suplicaba a la canalla médica del hospital católico. Que no la mataran poco a poco sino de una vez.

¡Ya sé para qué me han traído aquí!

¡Lo sé muy bien!

¡Me han traído para matarme!

¡Mátenme de un golpe!

¡No me maten poco a poco!

Los médicos le decían que se tranquilizara. Que tuviera paciencia.

Ya iremos retorciéndole el pescuezo primero a los pollos y luego a las gallinas. Calma doña Dolores. Necesitamos algo de tiempo. A todos estos pollos y a todas estas gallinas no podemos retorcerles el pescuezo en una sola tarde. Hay demasiados. Es verdad. ¿Los ha contado? ¿Sabe cuántos hay? ¿Por qué no los cuenta? Cuéntelos doña Dolores.

Uno. Dos. Tres. Cuente. Cuente los pollos y las gallinas doña Dolores.

Lástima no haber grabado aquellos gritos de su madre cuando pedía que la mataran. Aquel cacareo.

A usted no podemos matarla. Entiéndalo. Usted no es una gallina. A usted no vamos a matarla. No nos lo diga más veces. Haga el favor. Bastante difícil es su caso como para que encima nos pida que la matemos. Usted es una persona con alma. No olvide su nombre. Dolores. Nuestra Señora de los Dolores. ¿Recuerda que tiene alma doña Dolores? ¿Un alma eterna que ha de salvarse eternamente? Así que no diga esas cosas. No nos haga perder la paciencia. Tenga un poco más de paciencia.

No tenía paciencia. Nunca tuvo paciencia. ¿Qué es la paciencia? ¿Sabía esta canalla médica del hospital católico lo que era la paciencia de su madre?

Ella negaba tener alma. Se cagaba en el alma inmortal. En su alma y en todas las almas incluidas las benditas almas del Purgatorio. Se cagaba en la eternidad. En las tres personas de la Santísima Trinidad. Se carcajeaba de la divinidad dividida en las tres personas y multiplicada por cuatro.

Quería que la mataran.

Que lo hiciera Juan.

Juanito tú puedes hacerlo. No se enterará nadie. No lo sabrá nunca nadie. Con pastillas. Con un bisturí. Trae un bisturí y clávame el bisturí en el cuello. Yo te ayudaré Juanito. No seas malnacido. ¿Vas a dejarme aquí con las gallinas? Tírame de la cama. Dame un empujón. Empújame para que me caiga de la cama.

Lo decía con los ojos fuera de sus órbitas. Los mismos ojos con los que le miró hace años cuando le dijo Juanito métete en la cama conmigo y verás como no vale la pena ese momentito de placer. Pruébalo. Te convencerás de que no vale la pena. Es sólo un momentito. Cuando lo pruebes verás cómo me das la razón. No te casarás nunca. No tendrás hijos. ¿Para qué quiere uno tener hijos?

Los mismos ojos que entonces.

¿Por qué no se metió en su cama? ¿Por qué no obedeció a su madre? ¿Qué habría ocurrido si llega a meterse aquella noche en su cama?

Empújame por un lado y tírame de la cama.

Un bisturí.

Mal nacido.

Pruébalo.

No se enterará nadie.

Clávame el bisturí en el cuello.