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Pastillas.

No vale la pena.

No tengas hijos.

Ella creía que era fácil empujarla a un lado. Dejarla caer al suelo. Desnucarla. Y no era fácil. Con ella nada era fácil.

¿Se desnucaría o se rompería únicamente la cadera?

No era una cosa fácil matar a su madre en un hospital católico. La muerte de su madre estaba resultando tan complicada como había sido su vida. O tal vez más.

Primero murió ella. Luego murió él.

¡Qué diferencia!

Su padre dialogaba día y noche con todo el reino celestial. Nunca le había oído hablar tanto en toda su vida. Hablaba y hablaba sin parar. Hablaba con los vivos. Con los muertos. Con los inmortales.

Y daba muy buenos consejos. Recitaba plegarias. La llamaba a ella. Dolores.

Dolores.

Querida Dolores.

Ya no puedo tardar mucho en reunirme contigo. Ya voy. Espérame ahí.

Ve abriéndome la puerta.

Veo la puerta.

La luz.

Juan recordaba el rostro ceniza de su padre y viéndole ahora muerto le costaba creer que hubiera sido capaz de zarandearle un día de aquel modo.

Fueron unos segundos. Una eternidad.

Su cuerpo iba a un lado y otro como un muñeco de trapo.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando ya tendría que haber llamado Berta. ¿No dijo que estaba a punto de salir?

Un retraso indefinido no es un retraso eterno.

En el Algonquin estaba nervioso porque era la primera vez. Pero aquí no tiene ningún sentido ponerme nervioso. Sin embargo acabaré poniéndome tan nervioso o más que entonces.

En el Algonquin Berta se bañó. Vino a su cama. Juan la besó por todo el cuerpo. Sobre todo la besó en los pechos. Le gustaban sus pechos. Y también la besó en el vientre con la pasión contenida de muchos años.

El olor de su piel le hacía creer que aquel cuerpo no era el cuerpo actual de Berta sino que todavía era el cuerpo huidizo de aquella niña de 13 años.

Berta le sumergía en la confusión de todos los recuerdos.

Tan pronto estaba con ella en una playa sin atreverse a tocarla como estaba en el oleaje de la cama de un hotel de Nueva York donde Berta ya no era en absoluto una niña ingenua.

Lo mismo ocurrió con la muerte de sus padres. Verlos primero a una y luego al otro metidos en sus respectivas cajas le produjo a Juan la curiosa impresión de haber encontrado por puro azar viejos objetos extraviados mucho tiempo antes.

¿Por qué zarandeó a su padre de aquel modo? ¿Cuál fue el motivo?

Habían gritado hasta desgañitarse. Se habían insultado sin ahorrar un solo improperio. Se habían amenazado. La perfecta pareja matrimonial había tenido otra perfecta trifulca matrimonial. Ni siquiera era de las peores. Una más. Y Juan estaba como siempre entre los dos. Era el arbitro de sus peleas.

Pero sin saber por qué de repente la cabeza de su padre se convirtió en la cabeza de un muñeco de trapo. Un muñeco de trapo al que tal vez podría zarandear. ¿Por qué no probarlo? Eso era algo nuevo. Eso le daba amenidad y frescura a este combate aburrido. Rancio. Interminable.

Podía lanzar al muñeco contra el armario. Contra la pared. Contra el suelo. Contra la puerta. Incluso contra su esposa. El enemigo.

¿Había probado alguien a hacer algo así con un padre cuando el padre se convierte repentinamente en un muñeco de trapo?

Sus pupilas estaban dilatadas.

Su cara era de espanto.

Su gesto era de incredulidad.

Abría la boca como un ahogado.

¿Aire?

¿Le faltaba aire a su padre?

¿Su padre estaba ahogándose?

Imposible.

Aquella mueca seguía pareciéndole demasiado extraña. Artificial. Forzada. En el fondo lo que veía en los ojos de aquel muñeco de trapo era un horror placentero. No era el horror auténtico. El horror y el espanto sinceros. Lo que Juan veía en el rostro de trapo de su padre mientras lo zarandeaba sólo era la apariencia del horror ya que debajo de ese horror se asomaba el goce de un padre de trapo al ser zarandeado por un maldito hijo.

Su padre balbuceaba.

¿Sabes lo que estás haciendo?

¿Cómo te atreves a hacerle esto a tu padre?

¿Sabes que estás golpeando a tu padre?

Por fin había comprendido cómo era su hijo.

Peligroso. Violento.

Todavía quería decir algo. Hacía aspavientos. Era un maestro de los aspavientos. Un genio de los aspavientos. Hacía grandes aspavientos de espantapájaros.

Pero no dijo nada.

¿Por qué se quedaba quieto y callado como un paralítico? ¿No podía deshacerse de Juan inmediatamente?

Claro que podía. Cualquier padre puede deshacerse de su hijo cuando el hijo le agarra del cuello y lo zarandea. Sucede muy a menudo. Sucede cada dos por tres. Cada día más. Cada día es más frecuente ver a un padre agarrado del cuello por su hijo. Un padre zarandeado por su hijo. ¿Y qué? El hijo lo agarra del cuello al padre pero el padre le da un manotazo al hijo y lo aparta. En realidad el hijo está esperando eso. Que su padre lo aparte. Espera que lo aparte de un manotazo. Un padre provoca a su hijo para que lo zarandee. Una vez que el hijo lo zarandea porque el padre lo ha provocado el padre ya no se deja zarandear más que un momento. Segundos. En seguida lo aparta. Y el hijo está esperando que lo aparte. Si no lo aparta no sabe qué hacer. Desde luego puede hacer cosas que no quiere hacer. Puede zarandearlo más.

Estrangularlo.

Derribarlo.

Patearlo.

Pero también puede echarse a llorar en los brazos de su padre como si necesitara llorar abrazado a su padre.

Y puede echar a correr ofuscado a la calle y meterse debajo de las ruedas del primer autobús que pase.

Pero él se dejaba zarandear. Su padre era un verdadero muñeco de trapo. Totalmente indefenso. Inexpresivo. Inútil. Y Juan podía hacer cualquier cosa con esta clase de muñeco.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando ahora llaman a la puerta. El mozo de equipajes. ¿Cómo tardó tanto en subir el equipaje?

Le enseño la propina. Es lo primero que hago. Enseñarle la propina. Entonces el mozo coloca la maleta en su sitio. Ya ha visto la propina en mi mano y se tranquiliza. Grave error ocultar la propina hasta el final. ¿Con qué objeto? Así no hay malentendidos. Garantizas que va a hacer bien su trabajo. Es uno de los trabajos más fáciles del mundo éste de llamar a la puerta de la habitación y con cara como si fuera él quien viene agotado de un largo viaje soltar la maleta y poner la mano para salir por donde ha entrado. Pero esta gente puede ser malvada. Puede ser peligrosa. Hay que enseñarles la propina sin ningún temor a ofenderles. Es falso creer que enseñarles la propina les ofende. Ellos no quieren sorpresas. Quieren saber desde el principio y cuanto antes con quién se la están jugando. Lo que les pone fuera de sí a los mozos de equipajes es precisamente que escondas la propina y que cuando ya han hecho las cuatro mamarrachadas que tienen por costumbre hacer les entregues la mitad de la propina que esperaban. Sabrán vengarse en su momento. Eso no lo perdonan. Toman buena nota del número de habitación y del nombre del cliente que les dio la mitad de la propina que esperaban.

¿Para qué se tomaron la molestia de explicar las cosas que explican una vez han dejado la maleta en su sitio? Se empeñan en explicar cosas absurdas para sacar más propina. En realidad esperan dos propinas. Una por dejar la maleta y abrir el armario. Otra por enseñar y explicar cosas estúpidas en la habitación cuando ya estás al cabo de la calle de todo lo que hay en la habitación. Pero ellos tienen que hacer cuanto pueden para sacarte de quicio ya que cuando te han sacado de quicio y no soportas ni un segundo más su presencia en la habitación les das una triple propina para perderlos de vista. ¿Qué hacen?

Encienden y apagan las luces.

Abren y cierran las puertas.

Se asoman al cuarto de baño y dicen aquí está el cuarto de baño como si tú no vieras que eso no puede ser más que un cuarto de baño. ¿Creen que algún cliente va a confundir el cuarto de baño con un sofá?