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Pronunció la palabra semen con una entonación musical.

La miró a los ojos.

¿Alguna duda? ¿Quiere que se lo repita? Si quiere estar más seguro se lo repito.

Sonrió. Le ofreció un vaso de agua. Aquella sonrisa de la enfermera le daba ánimos. Lo más probable es que el jefe del servicio del laboratorio de este hospital le hubiera aconsejado sonreír así a todos los pacientes. Y hacerlo justo en el momento adecuado. De todas formas le gustó la sonrisa.

Juan se bebió el vaso de agua. Luego pidió otro.

Ella volvió a sonreír.

El segundo vaso de agua se lo bebió más despacio y mirándola fijamente. Le gustaba esta enfermera.

Hablaba en un tono aséptico. Limpio. Inocente. Cómodo. Cuando en realidad en estos laboratorios nada podía ser cómodo. Nada era limpio. Nadie era inocente. Al contrario. Todo era una guarrada. Pero la enfermera manipulaba esa guarrería con encanto y delicadeza. Sin hacerle sentir que allí el único guarro era él ya que tenia que encerrarse en el cuartito blanco para repartir orina en los dos frascos y acto seguido meneársela y meter semen en el último envase.

Pensó que con el semen nunca tenía problemas. En circunstancias normales nunca había fallado. Ahora tampoco tenía por qué fallar. Era cuestión de concentrarse un poco. De estar tranquilo. De no obsesionarse con el tiempo mientras Pansy esperaba leyendo el periódico y mientras la enfermera delgada y rubia escribía en el ordenador al otro lado del tabique. Juan oía a la enfermera tecleando en el ordenador.

Pensó que ella también le oiría cuando empezara a mear. Cuando fuera cogiendo los frascos para ir llenándolos de orina y volviera a dejarlos en la repisa.

Y cuando esté haciéndome la paja. Entonces también me va a oír.

No importa. Debe de estar acostumbrada. Quizá se lo pasa estupendamente. Tú a lo tuyo.

Se miró en el espejo.

La dócil polla de Juan parecía dispuesta a obedecer a Juan.

¿O no estaba dispuesta a obedecer a Juan la dócil polla de Juan? Empezó a acariciarla lentamente. Sabiamente.

No tardó en endurecerla.

Le hizo un gesto de agradecimiento en el espejo. Eso está bien polla mía. Ahora rápido. Y dentro de nada abriré la puerta y le entregaré a la enfermerita rubia que sigue tecleando en el ordenador los tres frascos. Uno. Dos. Tres.

Ella pensará. Buen paciente. Así se hace.

Y Pansy se levantará y entonces nos marcharemos.

Pero al mismo tiempo Juan pensaba ¿y si no logro correrme? ¿Y si precisamente ahora que todo va por buen camino se ablanda esta polla y no me obedece? ¿Qué hago si no obedece? ¿Salir como un fracasado con el trabajo sólo a medias?

¿Con qué cara voy a ponerme delante de la enfermera al entregarle el tercer frasco vacío? Me preguntará ¿dónde está el semen?

No está.

¿Y cuál será el comentario de Pansy cuando se levante doblando el periódico y salga de la salita y venga hacia aquí poniendo cara de asco?

En efecto aquello empezaba a suceder. Estaba sucediendo.

Juan estrujaba su polla y su polla perdía dureza. Su polla perdía volumen. Su pobre polla estaba amedrentada. La miraba en el espejo y sentía que aquel odioso pedazo de carne se mofaba de él. Le traicionaba.

Oía a la enfermera tecleando en su ordenador.

Tardaba demasiado.

¿Sospechará algo? ¿Serán otros pacientes mucho más rápidos? Habrá de todo. Unos más rápidos y

él. Le traicionaba.

Oía a la enfermera tecleando en su ordenador.

Tardaba demasiado.

¿Sospechará algo? ¿Serán otros pacientes mucho más rápidos? Habrá de todo. Unos más rápidos y otros más lentos. Yo no soy un eyaculador precoz. Esa suerte tengo en el fondo. Y tengo cincuenta años. Vaya un juego. ¿Qué hacen otros? ¿Se meten aquí con su mujer? ¿Con su novia? ¿Con su amante? ¿Con la enfermera? ¿Está autorizado pedir ayuda a la enfermera? ¿Qué tienen pensado para estos casos en estos modernos laboratorios? ¿Acude ella espontáneamente? ¿Llama a la puerta y pregunta qué tal va? ¿Avisa a la acompañante? ¿Avisa a un enfermero? ¿Avisa al jefe del laboratorio? ¿Traen un vídeo pomo?

Estará a punto de avisar a Pansy. Eso no. Sería mejor que entrara ella. Que ella me ayude.

Podían ofrecerlo. Un servicio hospitalario más. Estamos en los Estados Unidos. El país de los servicios por antonomasia. Si necesitas que una enfermerita rubia te ayude debe existir una enfermerita rubia dispuesta a ayudarte. Puede ser esta preciosa enfermerita rubia o cualquier otra enfermerita rubia parecida a ésta. Incluso mejor que ésta. Aunque lo dudo. La que me gusta es ésta. Es la enfermerita rubia más apetecible que conozco. Vamos enfermerita rubia entra aquí aunque sea por la ventana. Entra aquí aunque sea por la ranura de la puerta. Pero entra. Quiero verte. Me haces falta. Oh, thank you. Así es mucho mejor. Así no voy a tener ningún problema. Ella está aquí. Me permite tocarla. Puedo acariciarla. No quiere que Juan le quite las braguitas. Es igual. No le quito las braguitas. No importa. Thank you very much enfermerita rubia del laboratorio neoyorquino. Pero la bata blanca sí. Se la puede desabotonar. Son diminutas esas braguitas y son pequeños los pechos de la enfermerita rubia. Los pechos sí que se los puedo tocar. No hay que tener prisa. Te agradezco mucho que no me des prisas. Otra vez thank you. Ya va. Todo llega. Mi polla le está rozando los muslos. Rozando sus braguitas de enfermera rubia con la bata desabotonada.

Juan sudaba. Se ahogaba. Temía que de un momento a otro le entrara un ataque de risa. Casi siempre que se ponía nervioso le entraba la risa. Risa nerviosa. Risa de loco. Y sólo faltaba eso. Que empezara a reírse como un loco encerrado en el cuartito blanco del laboratorio frente al espejo con el jodido frasco en la mano. Diabólico. Y que la gente del laboratorio oyera a un tipo muerto de risa dentro del cuarto en el que nadie se moría de risa. Pero no va a pasar nada. Juan no se va a reír. Un poco de calma. La enfermera se ha puesto de perfil delante del espejo. Como él. Y hace exactamente lo mismo que hace él delante del espejo. Juan todavía se frota la polla. Ella se frota el clítoris. Qué bien lo hace. No imaginaba que lo hiciera tan bien cuando la vio tecleando en el ordenador. Se humedece el clítoris con saliva. Entorna los ojos. Abre los ojos para mirarse de perfil en el espejo. Le tiemblan las piernas. Bonitas piernas las piernas de la enfermerita americana. Vamos enfermerita rubia un pequeño grito y ya está.

Frasco número tres.

Tres.

Agarrado como si fuera otro pene.

Un poco más y ya está.

Y por fin el moquito blanco apareció.

Todo era otra vez blanco. Las paredes. El lavabo. El retrete. El estante. El techo. El papel higiénico. Los kleenex. El jabón. La toalla. La manivela. La puerta.

Blanco todo menos el rostro de Juan. Los ojos de Juan.

Se lavó deprisa. Se subió los pantalones. Se abotonó la camisa. Se miró por ultima vez en el espejo.

Abrió la puerta.

Aquí tiene los frascos.

Pero ella seguía tecleando. Fingía estar ocupada. Ausente. Absorta en la pantalla del ordenador. Sin duda cumplía a rajatabla las instrucciones del laboratorio. Cuando el paciente aparezca con los frascos no debe reaccionar inmediatamente. Deje transcurrir unos segundos.

Por fin levantó la cabeza sobre el ordenador y le miró con cierta extrañeza. Como despistada. Como si hubiera olvidado de qué se trataba. Por qué estaba allí este hombre con tres frascos en la mano. Hay que hacerlo exactamente así. Eso les tranquiliza. Por supuesto ninguna familiaridad. En buena medida los resultados dependen del comportamiento de las enfermeras.

Aquí tiene los frascos.

La enfermera le miró sonriente.

¿Todo bien?

Creo que sí.

¿Lo hizo exactamente como le indiqué? ¿Recuerda cómo lo hizo? ¿Siguió todos los pasos en orden?

En ese momento a Juan le asaltó la duda.

¿Lo había hecho bien? ¿Valdría o no valdría la muestra del frasco número uno si había rellenado un poco de orina después de orinar en el retrete?