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Pero a su madre le traía sin cuidado que los vecinos supieran que su marido se la metía por detrás. Sujetando la puerta del cuarto de baño con una mano le miraba con ojos brillantes y preguntaba por qué se la metía por detrás un cochino de comunión diaria.

Su padre tenía entonces la cara completamente cubierta de jabón de afeitar y movía la cabeza para darle a entender a su mujer que fuera con mucho cuidado y que midiera sus palabras porque eso no se lo iba a tolerar.

Pero se lo toleraba.

Entonces ella repetía lo mismo con más fuerza. Con más gritos.

¡Eres un cochino de comunión diaria que me la metes por detrás! ¡Cochino asqueroso!

Su padre se afeitaba con navaja. Llevaba puestos los pantalones y la camiseta. Afilaba la navaja pasándola varias veces por un pedazo de cuero desgastado sujeto a un mango de madera que apoyaba en el borde del lavabo. Se enjabonaba varias veces la cara. Como si quisiera desaparecer detrás de la espuma de afeitar. Se ponía demasiada espuma alrededor de los ojos. De la nariz. De la boca. Parecía que fuera a comerse la espuma. Y se acercaba mucho al espejo. Cuando oía los pasos de su mujer por el pasillo cerraba apresuradamente la ventana que daba al patio interior. Se rasuraba perfectamente. Se pasaba la navaja una y otra vez. Era una exageración. Apuraba tanto que a partir de un momento le salía sangre por todos los poros. Sacaba una botella de Floid de un armario y se ponía unas gotas en la cara. Eso escocía. Aspiraba apretando los dientes. Al terminar de afeitarse la cara de su padre estaba salpicada de algodoncitos secándose sobre los cortes que se había hecho y esos pedazos de algodón iban cayéndose poco a poco de su cara igual que el pañuelo en los azulejos de la pared.

Pero ella no se daba por vencida. No estaba dispuesta a que él cerrara la ventana y todo quedara dentro de casa. Esto lo tenían que saber los vecinos. Así que abría la ventana y llamaba a los vecinos uno a uno para gritarles que su marido se la metía por detrás antes de irse a la parroquia a misa y a comulgar.

Llamaba por su nombre a la viuda del segundo piso. Llamaba al dentista del tercero. Llamaba al notario del cuarto y al escultor fallero del ático que pintaba acuarelas de barracas valencianas.

¿Qué hacéis escondidos? ¿No os queréis enterar de las cochinadas que me hace este cochino? ¿Sois todos como él?

Después daba unas vueltas por el pasillo como para tomar brío y arrancaba de cuajo el hilo del teléfono que arrojaba por el hueco de la escalera.

El portero se asomaba desde el infierno de su portería.

¿Otra vez? ¿Pero qué pasa ahí? ¿Es que esto no va a acabar nunca?

Su padre terminaba de afeitarse. Se ponía el cuello duro. Se hacía el nudo de la corbata. Luego se ponía el sombrero de fieltro gris. Y se dirigía hacia la puerta. Pero ella le esperaba al otro extremo del pasillo. Le volaba el sombrero de un bufido. Preguntaba enfurecida qué podía tirarle hoy al cráneo a este imbécil.

¿La plancha?

¿Una bandeja?

¿La sopera?

¿Una botella de Tío Pepe?

¿Una botella de Lacrima Christi?

¿Una botella de Cinzano?

Siempre tenía a mano un arsenal de botellas.

Entonces era el momento en que su padre se daba prisas para ponerse a salvo. Dejaba la puerta abierta. Desde el rellano de la escalera la amenazaba con encerrarla en el manicomio.

¡Te meteré en el manicomio! ¡No saldrás en una buena temporada del manicomio! ¡Tendrías que estar toda tu vida en el manicomio! ¡Si sigues por ahí acabarás en el manicomio! ¡Cuidado que esta vez te llevarán a la fuerza al manicomio! ¡No olvides que soy abogado del manicomio!

Ésta era la letanía que el padre de Juan recitaba desde el rellano de la escalera hasta el portal de la casa. Sólo dejaba de repetir la palabra manicomio cuando estaba en la calle.

Pero aquel día ella no le dejó siquiera empezar la letanía del manicomio. No le dio tiempo a salir al rellano de la escalera. Preguntó como otras veces a ver qué puedo tirarle a este cretino a la cabeza y le bastó abrir la boca. De su boca extrajo la dentadura postiza. La llevaba desde muy joven. Sabía manejarla. Apuntó a la cabeza de su esposo. Y lanzó la dentadura como si fuera un misil.

El padre de Juan fue alcanzado de espaldas al final del pasillo y en mitad del cráneo.

Soltó un grito. Después una jaculatoria al Sagrado Corazón y otra a la Virgen de los Desamparados también llamada La Cheperudeta. Giró la cabeza. Con ambas manos en el cogote exclamó que estaba herido.

¡Sangre! ¡Me has hecho sangre!

Sangraba por la coronilla.

¡Salvaje! ¡Por fin me has herido!

¿Sangre? ¿Te hice sangre? ¡Imposible! ¿Cómo vas a tener sangre en la cabeza? ¡Tú no tienes más que corcho en la cabeza!

Y reventaba de risa. Nunca había visto a su madre reírse tanto. Ni siquiera le importaba recuperar su dentadura postiza. Sin dentadura postiza parecía una auténtica lagartija. La nariz le rozaba los labios. Las encías eran vías muertas de ferrocarril. La expresión de su rostro era repulsiva y cómica.

De un puntapié el padre de Juan le acercó una pieza de la dentadura postiza sin dejar de limpiarse con el pañuelo la sangre de la coronilla.

Juan temblaba. Veía la otra pieza de la dentadura de su madre detrás del radiador. La recogió. No se atrevía a entregársela a su madre, le temblaban tanto las manos que la pieza volvió a caerle al suelo. La recogió otra vez. Temblaba con tanta fuerza que llegó a pensar que ese temblor iba a durarle toda la vida. Que nunca iba a desaparecer. Que cuando acabara esta pelea y su madre se encerrara en su habitación a romper cosas y a llorar él seguiría temblando y temblando cada vez más. Eso iba a ocurrir. Tenía mucho miedo de que eso ocurriera. Era la primera vez que lo notaba. En ese momento no era más que en un montón desatado de nervios que temblaban sin control. Las manos. Los brazos. La cabeza. Todas las partes del cuerpo le temblaban de una manera terrible.

¿Qué le pasa a este muchacho que tiembla tanto? Este niño tiembla mucho. Lo llevaremos al médico. Coge un vaso y el agua le cae. Abre un libro y parece que vaya a tocar el acordeón. Coge un papel y el papel se mueve tanto en sus manos que se diría que está vivo. Alarmante. ¿Tendrá el baile de San Vito? A lo mejor tiene el baile de San Vito. Podría ser que tuviera el baile de San Vito. ¿Cómo se cura el baile de San Vito? ¿O es incurable?

Durante horas Juan trataba de calmar a su madre. Su madre decía que se iba a matar. Subía la persiana. Quería abrir la ventana y saltar desnuda.

Juan veía las nalgas blandas y arrugadas de su madre como la piel de un elefante. Un elefante con un estropajo en el pubis. El elefante quería dejar de ser elefante y convertirse en papilla para los mendigos de la calle. Un circo. Elefante sin colmillos dispuesto a reventar el techo del ascensor. Porque también quería lanzarse contra el techo del ascensor.

Lo podía romper todo. La lámpara de Murano. El crucifijo de marfil. Las barracas valencianas. La imagen de la Cheperudeta. Los abanicos pintados por el escultor fallero. La cerámica con el murciélago del escudo regional. Ese horrible rat penat.

Se lo cargaba todo. Unas cosas caían detrás de otras. Era cuestión de tiempo. Un día el Cristo. Otro las lámparas. La patrona jorobada. El patrón san Vicente Ferrer con el dedito hacia arriba. Los jarrones. La cristalería tallada.

¿Y ella?

Ella se salvaba siempre.

Sin embargo Juan imaginaba los funerales. La misa de corpore in sepulto. El entierro. La despedida. Los vecinos compadeciéndole por tan irreparable pérdida. Su padre se sorbería los mocos detrás del coche fúnebre con el nudo de la corbata flojo y el sombrero en la mano. Acompañarían el cadáver hasta el cementerio civil desde el Instituto Anatómico Forense donde le habrían practicado la autopsia. Los suicidas no tenían derecho a tierra santa. Pero un cura amigo de la familia diría cuatro estupideces mientras los sepultureros se rascarían el culo.