Claro que no quedaría un solo timbre en su sitio si esos timbres no estuvieran atornillados. Eran demasiado tentadores. Cualquier cosa que no se atornille en un hotel desaparece en el acto. Se la llevan los clientes. Sobre todo en un hotel de Nueva York. Hasta la gente vive atornillada en Nueva York Para que no se la lleven. Juan sería el primero. Juan Se llevaría un timbre del Algonquin como se llevaba los cuchillos de la mantequilla. En una ocasión se llevo incluso la mantequera de un hotel en Nueva Delhi.
Pero en el Algonquin no se atrevía. Era difícil. Un hotel demasiado pequeño. Muy vigilado. De artistas y escritores. De agentes literarios. De editores y de marchantes. Esa clase de gente. Ladrones a fin fe cuentas. Todos quieren robar los timbres del Algonquin pero no se atreven. Por eso están muy bien atornillados.
En los hoteles de las grandes cadenas es mucho más fácil. Aunque digan que hay cámaras ocultas hasta en los cuartos de baño la gente roba todo lo que puede en los hoteles de las grandes cadenas que disponen de un presupuesto especial para reponer los objetos robados por sus clientes y empleados.
El Hilton era uno de sus favoritos. Los cuchillos de la mantequilla de cualquier Hilton le fascinaban más que los cuchillos de la mantequilla de otras cadenas hoteleras.
Todos los Hilton del mundo tienen los mismos cubiertos. La misma vajilla. Las mismas sábanas los mismos muebles. Los mismos cuadros. Las mismas toallas. Los mismos jabones. Los mismos gorros de plástico en la ducha. Los mismos bolígrafos. Los mismos empleados con las mismas caras fabricadas en cadena para la cadena de hoteles Hilton.
Son inconfundibles. Idénticos. En los Hilton todo es copia de una copia de lo mismo. Desde la fachada Hilton hasta la alfombrilla del baño Hilton. Te asomas a la ventana de un Hilton y desde allí ves siempre el mismo paisaje Hilton. La marquesina Hilton. El macizo ajardinado Hilton. La cerca Hilton. El acceso y la rampa Hilton. El aparcamiento Hilton. Y más allá del Hilton la M del hamburguesero con la cifra luminosa de los billones de hamburguesas consumidas en todo el mundo hasta ese mismo instante. El 7 rojo y verde del drugstore abierto las 24 horas. El logotipo azul de Chevron.
¿En qué Hilton de qué ciudad te has metido ahora para robar un cuchillo de la mantequilla Hilton?
¿Miami? ¿Phoenix? ¿Houston?
¿Desde cuándo estás aquí?
¿Acabas de entrar en el Hilton o ya estás a punto de salir del Hilton?
¿Dónde están los ascensores Hilton?
¿A la derecha? ¿A la izquierda?
¿Dónde está la máquina de hielo Hilton?
¿A la derecha? ¿A la izquierda?
Tiene encanto la desorientación Hilton.
En lo más alto de un edificio Hilton eres un átomo del universo Hilton sobre el estercolero de cualquier ciudad.
Le excitaba la aventura de los cuchillos de la mantequilla. Todos con la H en la empuñadura. Todos con las mismas estrías verticales. Con el mismo peso. Sólo variaba el desgaste. Ésa era la única diferencia. Unos más usados que otros.
Juan los prefería bastante usados. Para llevárselos nuevos no hacía falta correr ningún riesgo. En cualquier almacén se vendían esos mismos cuchillos por 12,99 dólares la pieza. Ponerles la H no era caro. Un par de dólares más. En cinco minutos le ponían la H. Y de paso allí mismo le podían poner medias suelas en los zapatos y hacerle una copia de la llave de casa. ¿Pero qué interés tenía eso? Ninguno. A Juan le gustaba imaginar el uso prolongado de cada cuchillo de la mantequilla. Su lento desgaste. Su evolución como tal cuchillo de la mantequilla. No le interesaba el desgaste acelerado. Ni el desgaste artificial. Le gustaba imaginar miles de manos sirviéndose mantequilla cada mañana en el desayuno de cada hotel Hilton por todo el planeta. Durante años. En todas las partes del mundo. Miles de veces los cuchillos de la mantequilla esparciendo la mantequilla sobre el pan tostado. Cientos de miles de veces esos mismos cuchillos de la mantequilla golpeándose en la máquina de fregar de los hoteles Hilton en América y Europa. En África y en Asia. De un lado a otro. Recibiendo golpes y más golpes al ser arrojados en los cajones de los cubiertos. Y también siendo sustraídos por clientes como Juan.
¿Cuál podía ser la vida media de un cuchillo de la mantequilla en un Hilton cualquiera?
Llegaba el día en que los tenían que retirar. Perdían brillo. Desaparecía el cromado. Empezaban a ponerse amarillentos. Resultaban repugnantes. Y entonces daban tanto asco como la tapadera descascarillada y enmohecida del váter de un hotel barato. Como los grifos oxidados de un lavabo en un hotel viejo y barato. Sabes que allí han hecho muchas guarrerías. De todo tipo. Porque es del dominio público que gran cantidad de clientes orinan en los lavabos. Escupen en los lavabos. Sangran por las encías en los lavabos. Lavan los calcetines en el lavabo. También se limpian los zapatos con las colchas. Con las cortinas. Por supuesto con las toallas cuando están un poco húmedas que quitan muy bien el polvo y sacan brillo y dejan negras las toallas que el cliente pisotea amontonadas en un rincón del cuarto de baño. Y hacen todo esto aunque la dirección implore que no lo hagan. Que utilicen las manoplas especiales para limpiar los zapatos. ¿Manoplas especiales? Donde haya buenas toallas que se quiten las manoplas. Ni hablar de manoplas. Nadie hace en los hoteles lo que pide la dirección. Todo el mundo hace al revés. Es más. Los clientes abusan sexualmente de las almohadas en cualquier momento del día o de la noche. Aunque especialmente entre las 3 y las 6 de la madrugada. Los clientes pueden echar mano de una almohada y abusar sexualmente de esa almohada hasta dejar hecha un asco la almohada. Después esa misma almohada va a parar a los labios de una vieja solterona que babea con la boca abierta en la almohada sin sospechar todo lo que hicieron otros tan sólo unas horas antes con esa misma almohada a la que únicamente le cambiaron la funda.
Los cubiertos de la mantequilla eran por naturaleza objetos limpios y atractivos. Utensilios tentadores a cualquier hora. Especialmente la del desayuno.
Al fin y al cabo robar cuchillos para la mantequilla era una de las pocas emociones del veterano periodista en sus viajes por el mundo. El veterano reportero iba siempre de un Hilton a otro Hilton. De una cumbre de jefes de Estado a otra cumbre de jefes de Estado. De una gira del papa a otra gira del papa. De un viaje del rey a otro viaje del rey. De una catástrofe natural a otra catástrofe artificial. Siempre lo mismo. Años y años haciendo lo mismo. Escribiendo las mismas idioteces. Los mismos embustes. Las mismas exageraciones. Las mismas mentiras en el mismo periódico.
En cambio los cubiertos de la mantequilla de los hoteles de la cadena Hilton le esperaban en cada Hilton para ofrecerle una excitante aventura. Y la excitación de meterse en el bolsillo otro cuchillo de la mantequilla de los hoteles de la cadena Hilton le mantenía tenso. Ilusionado. Alerta.
¿Te atreves hoy Juan?
¿Lo vas a hacer hoy?
¿Crees que hoy puede pillarte el camarero?
¿Esperas a mañana?
Juan se fijaba detenidamente en el camarero. Estudiaba al camarero. Radiografiaba al camarero. Analizaba después todos los detalles del restorán. Sus puertas. Los ángulos con visibilidad y los ángulos sin visibilidad. Contaba el número de mesas. Las mesas que estaban ocupadas y por quién estaban ocupadas. Se podía dar el caso de que a dos pasos de Juan estuviera desayunando otro individuo con las mismas inclinaciones que Juan. Era preciso detectarlo. No es difícil detectarlo. Existía un código secreto. Aquel individuo emitía una señal. Algo parecido sucede entre maricones- Se detectan al instante. Es como un olor. Una luz. Un magnetismo. Imposible que le pillaran. Tan sólo había que aprovechar el primer descuido del primer imbécil que atendía su mesa. Por supuesto siempre era mejor un camarero que una camarera. Las camareras se fijaban más. Tenían un sentido especial del inventario. Con las camareras podía haber problemas. Las camareras sabían el número exacto de cuchillos de la mantequilla que había en el comedor. En cambio los camareros demostraban ser descuidados. Ignorantes. Desmemoriados. Estúpidos. Tanto si eran blancos como si eran negros. Tanto si eran jóvenes como si no. Cierto tipo de camarero siempre era estúpido. Sólo podía ser estúpido. Estúpido contra su voluntad. Bastaban cuatro trucos para engañarlos. Únicamente había que darles algo de trabajo.