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Pero ahora Viena es deprimente. La ciudad se ha llenado de restaurantes chinos baratos. De pizzerías baratas. De oficinas de viajes para hacer viajes baratos. De anuncios de zapatillas de deporte baratas. Se ha llenado de infinidad de cosas horribles que hace treinta años nadie hubiera imaginado en Viena.

Sólo sobrevivieron los perros. Los únicos que inspiran confianza son los perros. Ese millón de perros que viven aquí con todos los derechos del ciudadano. Con más derechos que los militares y que los niños.

Los perros entran donde quieren. Hacen lo que quieren. Empujan a sus amos a los que verdaderamente llevan atados con la correa. Humillan a sus amos. Si un perro vienes se caga en la acera el amo se apresura a recoger la mierda y a guardársela en el bolsillo. Si un perro vienes se mea en el bordillo de la acera su amo se agacha y con un pañuelo limpia la meada del perro hasta dejar seco el bordillo.

Esto no sucede en las ciudades españolas que son hoy auténticos cagaderos y meaderos de perros. Vas paseando y vas patinando sobre la mierda de los perros.

En Viena no es así. Hay perros en los hoteles y el servicio del hotel les saluda respetuosamente. Viven en el hotel. El perro del hotel en un hotel cualquiera de Viena es tan importante como el director del hotel. Más importante que el cliente del hotel. El perro del hotel Domgasse parece el propietario del hotel. Recorre las distintas plantas del hotel como si realmente fuera un mandamás. Tal vez el director. Los perros de los hoteles en Viena son tan respetados por los clientes como los famosos patos del hotel Peabock en la ciudad donde asesinaron a Luther King. Pero tienen la ventaja de que nadie les exige hacer gracias ni perrerías circenses. Un director de hotel tiene que hacer perrerías circenses.

Juan conocía muy bien aquellos célebres patos del hotel Peabock en Memphis. Había escrito un artículo de 4.500 palabras sobre los patos amaestrados del lujoso hotel Peabock. Eran los reyes del lugar. No eran patos al estilo de Donald. Eran distinguidos. Desfilaban elegantemente por el vestíbulo dos veces al día. A las 12 y a las 6. Los turistas llegados a la ciudad de Memphis visitaban primero el motel Lorena. Allí se acodaban en la barandilla del balcón donde le pegaron los tiros a Martin Luther King y acto seguido iban corriendo al hotel Peabock porque a las 12 en punto los doce patos Peabock bajaban majestuosamente de la suite en el último piso y daban una solemne vuelta por el vestíbulo abarrotado de público a los acordes de la música. A continuación los patos se dirigían a un estanque sin salirse de la alfombra roja y al llegar al estanque se zambullían obedientes a la varita de un botones. Los turistas aplaudían a rabiar. Fotografiaban a los patos. Hablaban con los patos. Dejaban incluso donativos para los patos y sugerencias en el buzón de sugerencias de los patos del Peabock. En el hotel Peabock se comía cualquier clase de carne menos carne de pato. Esto era una deferencia hacia los patos. Nada relacionado con la carne ni con las vísceras del pato podía encontrarse en el hotel. En cambio se podían comprar infinidad de objetos relacionados con el pato en general y también con los patos del Peabock en particular. Albornoces con un pato en el corazón. Toallas con el pico de un pato bordado. Zapatillas con patas de pato. Cinturones con mini patos en las hebillas. Manteles con alas de pato. Palos de golf con patos volando en el mango del palo de golf. Reposalibros con medio pato de perfil. Muchísimas cosas relacionadas con el mundo del pato. No hay patos en todos los Estados Unidos de América como los patos de Memphis. Memphis es una ciudad triplemente famosa primero por los patos del Peabock y luego porque fue donde asesinaron a Martin Luther King y por último porque aquí vivió Elvis Presley y está enterrado en el jardín de su misma casa muy visitada por los turistas.

Pansy y Juan habían hecho un viaje a Memphis para conocer los patos del Peabock. En Nueva York sus amigos hablaban de los patos del hotel Peabock. Les preguntaban ¿cómo no habéis ido a ver los patos del Peabock? De pronto decidieron ir a ver los patos de Memphis y reservaron una habitación en el hotel Peabock. Ya en el camino a Memphis Juan se preguntaba qué le importaba a él esa docena de patos absolutamente estúpidos desfilando como si fueran la primera familia de Memphis en el vestíbulo engalanado de un hotel cursi de Memphis repleto de un público estúpido. Se preguntaba en el avión a Memphis cómo esos célebres palmípedos no habían sido todavía objeto del tiroteo indiscriminado de algún psicópata asesino aburrido de matar gordos comiendo hamburguesas en McDonald's. ¿Presenciarían tal vez ellos la masacre de los patos?

Llegaron a Memphis y vieron que la ciudad era espeluznante. Era una ciudad macabra. Allí todo era macabro. El hotel de los patos que desfilaban dos veces al día como si fueran ex combatientes de la American Legión era un hotel macabro lleno de clientes macabros. El motel Lorena convertido en museo Martin Luther King era macabro. Conservaban la mitad del donuts mordido por el asesinado King y la mitad de la ración de mantequilla en el cuchillo de la mantequilla junto al donuts de King y la mitad del café con leche en la taza del desayuno de King cuando fue interrumpido por los disparos del asesino de King. Eran especialmente macabras las interminables colas de fans de todas las edades y de todos los estados de la Unión a las puertas de Graceland que es la casa de Elvis donde había señales fluorescentes indicando el recorrido de las habitaciones de Elvis. Los coches de Elvis. Las botas que usaba Elvis. El sofá en el que se sentaba Elvis. La enorme cama en la que dormía Elvis. La cocina de Elvis. Los televisores de Elvis. El retrete original de Elvis. El vestuario completo de Elvis. Los instrumentos musicales de Elvis. Y la sepultura de Elvis. Ni siquiera en Auschwitz había encontrado Juan visitantes tan conmovidos como en Graceland. Al concluir la gira Elvis la mayoría lloraba desconsoladamente ante a la lápida de Elvis donde todos se hacían una foto en memoria de la víctima sobredrogada por su propio éxito. Únicamente en el pesebre de Belén existía una veneración semejante a la de allí.

¿Tendrán que hacer algo en Viena con este millón de perros ciudadanos? ¿Amaestrarlos como los patos del Peabock o adiestrarlos como los caballos de la Escuela de Equitación Española para que bailen el vals? En Viena hay perros en los cafés. En los hospitales. En los tranvías. En los autobuses. En los taxis. En los museos. En la Ópera. Son los amos de Viena. Hay más perros que habitantes. Por las calles la gente tropieza con los perros. Las leyes vienesas protegen a los perros más que a las personas. Los perros de Viena pueden hacer lo que quieran siempre que sigan siendo perros aunque muchos perros ya no parecen serlo. Parecen seres humanos. Nadie se atreve a llamarles la atención a los perros. En cuanto entran en un café se sientan en la silla junto a su dueño y se dedican a hacer las cosas más sucias sólo por el placer de hacerlas. Se dan lametones en sus órganos sexuales sin importarles lo más mínimo el efecto que eso produce en los demás perros del café. Pero existe un pacto de silencio. Un pacto de no agresión. Hoy por ti y mañana por mí. Peor sería que se pusieran a ladrar. A estornudar como estornudan los perros vieneses. O a rascarse como también se rascan los perros vieneses. Por lo demás los vieneses con sus perros se comportan como los ingleses con sus perros. En un momento de desesperación serían capaces de matar antes a un ser humano que a su perro.

Tiempo atrás Juan asistió al juicio de un mecánico de aviones de 52 años acusado de asesinar a su esposa cuyos restos utilizó para alimentar al gato. Ese juicio no lo podía olvidar. La esposa era filipina. Era joven. Muy hermosa. El gato engordó poco a poco con aquellos suculentos estofados. Juan escribió para Damas y Caballeros siete crónicas del juicio. Una por día. Crónicas muy largas y detalladas. Crónicas realmente estremecedoras. Al final John Perry confesó su culpa. Declaró amar más al gato que a su esposa Annabelle. Por eso la estranguló y la descuartizó. El gato merecía la mejor carne. El gato amaba a John Perry y John Perry amaba al gato. El gato jamás le pondría cuernos a John Perry como le había puesto cuernos la maldita Annabelle. El público estaba horrorizado pero en el fondo no estaba horrorizado. El público que llenaba la sala del juicio de John Perry comprendía los sentimientos de John Perry quien agachaba la cabeza en presencia de aquel juez con peluca y cara de tener gato pero no esposa. Feliz él. Así terminaba Juan aquella última crónica.