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Porque si los leo no entiendo nada y tengo que volver las hojas para atrás.

Ésa fue la respuesta del Cordobés.

Muy pocos se atreven a decir que no leen porque no se enteran de lo que leen. Y si no se enteran de lo que leen ¿para qué van a leer?

Cuanto más culta es la gente más mentirosa es la gente. Dicen que han leído lo que no han leído ni piensan leer nunca. Si no salen a la calle con un libro en la mano creen que les pueden confundir con un mulo. Les para alguien en la calle y entonces mueven un poco el libro y así les preguntan qué estás leyendo y ellos enseñan el título del libro y dicen que están leyendo esto.

Pero el torero no tiene miedo a confesar que no lee porque no le da la gana leer. Porque vive mejor sin leer que leyendo como otros viven mejor trasnochando o siendo vegetarianos. ¿Por qué no va a permitirse el lujo de no leer en diez años? ¿Quién le obliga a él a sacrificarse leyendo cosas que no entiende? Muchos días Juan sólo se interesaba por leer los nombres de los fallecidos ayer en Madrid y el resto del periódico lo pasaba por alto. Le interesaban más los desconocidos muertos que los conocidos vivos o a punto de morir. Murieron Juan Mardomingo Illanas a los 60 años. Ana Juste Stenglo a los 71 años. Miguel Ferrol Murillo a los 71 años. Francisco Sáenz Serrano a los 92 años. Dolores Gil Fernán a los 73 años. Gervás Candiota Palos a los 57 años. Luisa Chaparro López a los 69 años.

A continuación ya podía leer el anuncio de la japonesa bellísima. Japonesa jovencísima. Japonesa nueva. Japonesa modelo exuberante. Japonesa medidas perfectas. Japonesa reina de la noche. Japonesa Visa Hotel.

Una noche llamó a la japonesa nueva y exuberante con las medidas perfectas y reina de la noche. La vio y salió corriendo. Echó a correr en dirección a la Puerta del Sol Naciente. Sin volverse. Sin parar. Cada vez corría más deprisa para que la japonesa Visa Hotel no le diera alcance. Porque podía darle alcance la japonesa atleta Visa Hotel y encerrarlo en el hotel y leerle la columna de ese día sobre nítidas constelaciones para navegar llevando en la memoria las pasiones perdidas y otros nombres que ya se fueron. Por favor le pediría Juan a la japonesa exuberante no me leas ninguna columna. No me leas columnas bucólicas ni columnas feministas ni columnas filosóficas. Puesto a leerme algo léeme la receta para hacer pichones salpimentados por dentro y por fuera dorados con mantequilla espumosa. O algo sobre la Operación Tormenta del Desierto. O la crítica de un tinto de Ribera del Duero con toque nítido de vainilla y notas tostadas con gran expresión tánica y regusto a regaliz.

Uno dos. Uno dos.

Grabando.

Grabando por fin suena el teléfono. Berta. Con un hilo de voz. Casi no la oigo. Agotada. Retraso indefinidamente indefinido. Lo siente muchísimo. Ya verá mañana cómo se presentan las cosas. No sabe aún.

¿Mañana?

El doctor Po dijo que Juan debería ser tratado en Viena. Ése era el mejor consejo que podía darles. En Viena el doctor Po había conocido al profesor Frankle. El profesor Frankle era discípulo de un discípulo de Freud. El profesor Frankle podría quitarle los temblores en unos cuantos meses. El doctor Po estaba seguro de ello. Para un problema así Viena ofrecía más garantías que ningún otro lugar. Además Juan estaría alejado de su madre. La influencia de su madre no le convenía a Juan. Y en Viena ni siquiera sería preciso que aprendiera alemán. El doctor Po le dijo que el profesor Frankle entendía suficiente español para psicoanalizarlo en nuestro propio idioma.

Recuerdo grabando en la habitación 108 del hotel Domgasse cerca de Sailerstàtte donde Juan vivió hace treinta años que el doctor Po le entregó una carta para el profesor Frankle.

Cuando llegó a Viena todavía no hacía frío. La gente iba en mangas de camisa. Muchos vieneses llevaban pantalones de cuero con peto y sombrero tirolés de color verde. Sus primeras comidas las hizo en un restorán de maderas muy oscuras. Muy poco iluminado. Por eso eligió ese restorán. Por su escasa luz. Si empezaba a comer y le temblaba el pulso nadie se daría cuenta. O casi nadie. Evitaba ocupar una de las mesas del centro donde cuando se sienta un cliente siempre hay otros clientes observando desde distintos ángulos. Y además acudía a comer a ese restorán a las horas en las que estaba medio vacío. Si empujaba la puerta y veía que ya había demasiada gente no entraba. Nunca pedía sopa o en general cualquier cosa que exigiera movimientos reposados de la mano. No permitía que el camarero le llenara el vaso de agua. Si el camarero le llenaba el vaso lo llenaba hasta arriba y él ya no podría beber. Levantaba un vaso demasiado lleno y eso bastaba para que el pulso le temblara más. Aunque su mano dejaba de temblar al derramar el agua. Llevarse un vaso demasiado lleno de agua a la boca o darle fuego con una cerilla a otra persona que se lo pedía con el pitillo en los labios eran dos cosas de las que huía siempre. Cuando no había tenido más remedio que beber de un vaso tan lleno delante de otras personas o dar fuego con una cerilla a otra persona que se disponía a fumar siempre había fracasado aunque tratara de sujetarse con la otra mano la mano con la que cogía el vaso o la mano con la que encendía la cerilla. Repetía esta vez no voy a temblar. Esta vez no me caerá el agua. No me bailará la llama delante de las narices de ese fumador. Se equivocaba. El agua le caía. La llama le bailaba delante del fumador y el fumador retrocedía y le preguntaba qué le pasaba. Nadie parecía quedarse indiferente ante su temblor. Unos porque creían que Juan se había puesto enfermo Una persona tan joven no tiembla así a menos que esté muy enferma. Y otros porque creían que Juan les tomaba el pelo. Que se burlaba de ellos. Que les gastaba una broma. Si Juan estaba enfermo ¿cómo iba a comer a un restorán lleno de personas sanas que no temblaban? ¿Podía explicar eso? Tampoco era normal que fumase. Un enfermo que tiembla de ese modo está en una clínica. Está en tratamiento. No va por ahí comiendo y fumando. Esa persona enferma seguramente enferma de alguna enfermedad nerviosa se esconde hasta que se ha curado. Y si no puede curarse se retira de la circulación. En Viena los cocheros de St. Stephan llevan las riendas sin temblar. Fuman sin temblar. Beben la cerveza sin temblar. Cobran a sus clientes sin temblar. Y los camareros de Viena sirven las comidas sin temblar. Los médicos de Viena ponen inyecciones sin temblar y operan a los enfermos sin temblar. En los cafés todo el mundo está leyendo los periódicos sin temblar y sorben el café en sus pequeñas tazas sin temblar. Aquí nadie tiembla excepto Juan que ha venido por indicación del director del manicomio de Valencia doctor Po con una carta de presentación para el profesor Frankle discípulo de un discípulo del doctor Sigmund Freud a quien se la entregará temblando.

¿Puede decirme qué le pasa exactamente?

Explíqueme lo que le pasa a usted le preguntó el profesor Frankle en la Klinik Hof porque debe de ser muy importante lo que su familia cree que le pasa a usted para que lo envíen precisamente a Viena. Y no sólo a Viena sino a esta Klinik Hof que yo dirijo.

El profesor Frankle hablaba muy mal español. Tenía al lado a un médico peruano que le ayudaba a decir lo que quería decir. El profesor Frankle le escuchó sin interrumpirle sentado detrás de su mesa. Era un hombre bajito con los cabellos exageradamente largos sobre las orejas y sin apenas pelo en el resto de la cabeza. Parecía el director suplente de la Filarmónica de Viena. Ni siquiera le miraba mientras Juan le explicaba cuál era su problema. El problema de sus temblores. Lo mucho que le preocupaba temblar tanto. El miedo que tenía al pensar que esos temblores tal vez producidos por alguna lesión en algún centro nervioso del cerebro fueran incurables y tuviera que vivir con ellos toda la vida.

El doctor Frankle fumaba cigarros toscanos. Unos cigarros largos y curvos de los que salía una paja por la que chupaba el humo. Cuando Juan terminó su explicación demasiado larga y confusa el profesor Frankle cruzó unas palabras en alemán con el médico peruano que hacía de intérprete y luego le ordenó que esperase en la habitación contigua.