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Habían bailado una sola vez. Berta era casi una niña. Juan temblaba porque siempre había temblado al bailar. Las manos. Los brazos. Pero Berta no le dijo nada. No se lo echó en cara. No dijo nada. Se apretó un poco más a él.

El profesor Frankle le dijo que fuera a una academia de baile en Viena. Había muchas. Y muy buenas. En Viena todo el mundo iba a las academias a aprender a bailar el vals. Y otros bailes. Los vieneses son grandes bailarines. Todo el mundo baila en Viena. Bailan muy bien. Los niños. Los mayores. Los ancianos. Bailan incluso los animales. Los caballos bailan maravillosamente. Los famosos lippizaner de la Escuela Española de Equitación son grandes bailarines. Hacen todos los pasos de casi todos los bailes conocidos. El vals. El tango. El foxtrot. El charleston. El buguibugui. La samba. Prácticamente todo lo saben bailar los caballos lippizaner.

El profesor Frankle dijo si tanto le asusta bailar aprenda usted a bailar como un profesional. Vaya a una de las grandes academias de baile en Viena. Mi enfermera le puede poner en contacto con una buena academia de baile donde usted pueda bailar dos o tres veces por semana.

La enfermera del profesor Frankle le puso en contacto con Heinz Friedrich gran maestro de baile de salón. El maestro Friedrich tenía la academia de baile muy cerca del café Braünerhof. En la calle Stallburg. Había una pequeña placa de bronce en la fachada del edificio en la que decía que el gran maestro Heinz Friedrich daba clases de baile de 4 a 7 todos los días excepto los viernes. Los viernes el maestro Friedrich participaba en competiciones de baile.

El maestro Friedrich era un tipo de edad incalculable. Tenía el pelo oxigenado. Era muy alto y muy flaco. Vestía de negro. Llevaba un bigote al estilo káiser teñido de negro. Sus cejas también parecían bigotes sobre una cara extremadamente pálida y ojerosa. Cuando le abrió la primera vez la puerta de la academia Juan creyó que ese hombre no podía ser el maestro Friedrich sino un militar retirado y tísico. Sin embargo era el maestro Friedrich y hablaba español porque en su juventud había vivido durante algún tiempo en Buenos Aires.

El maestro Friedrich no daba más que clases individuales. Olía a perfume barato. Tenía las uñas largas y los dedos amarillentos de nicotina. A veces se ponía una bufanda negra para bailar. Nunca gastaba otros zapatos que no fueran de charol. Al principio de la clase y para evitar posibles confusiones el maestro Friedrich dejaba en claro que él iba a ser mujer. Luego decidía que la mujer iba a ser Juan.

Amigo mío ahora vos sois la dama.

El profesor Friedrich se lanzaba por la pista como un patinador sobre el hielo. Sudaba mucho porque se tomaba el trabajo en serio. Ponía el vals de las olas en su viejo tocadiscos y agarraba con fuerza a Juan por la cintura. Le hundía la barbilla y los bigotes en el esternón. Y le decía que se dejara llevar sin ofrecer ninguna resistencia.

Derecha.

Izquierda.

Izquierda.

Otra vez izquierda.

Más a la izquierda.

Sin miedo.

Eso es.

El verdadero vals vienes se baila con más vueltas a la izquierda que a la derecha.

Rápido.

Muy bien.

Así.

Repitiendo.

Más relajado.

Y ahora vos sois el caballero.

De cuando en cuando miraba el reloj para no pasarse de tiempo. Cuando era la hora justa paraba en seco y decía son cincuenta chelines. Había que pagarle en el acto.

Alguna tarde bajaron juntos al café Braunerhof. El maestro Friedrich vivía solo. Se relacionaba con poca gente. Juan sospechaba que Friedrich había tenido algún problema psíquico. Tal vez una depresión de las que tan a menudo afectan a los vieneses. Quizá el profesor Frankle le había librado del suicidio. Los vieneses tienen una de las tasas más altas de suicidio del mundo. Se suicidan de diez en diez. No se sabe exactamente por qué se tienen que suicidar tantos vieneses. Pero es así. Un día cualquiera toman la decisión de dejar de vivir su apacible vida vienesa y se tiran al Danubio un domingo a la hora de los postres o se envenenan con arsénico mezclado en la Sacher torte. De pronto deciden suicidarse. Se dan cuenta de que ya no aguantan ni un minuto más. Ya no les interesa nada. Ni el café ni la música ni bailar el vals. Se quitan de en medio y nadie pregunta qué fue lo que le hizo matarse a su vecino. Prefieren no saberlo. Se enteran que su vecino se suicidó y callan. No quieren pensar en eso.

Cuando Juan aprendió a bailar el vals y el tango y algún otro baile con el maestro Friedrich recibió un certificado de asistencia y el consejo de que no dejara de practicar todo lo que le había enseñado porque de lo contrario igual que lo había aprendido lo olvidaría.

Los hombres olvidan mucho antes el baile que las mujeres.

Grabando después de mear una de las muchas veces que debo mear pienso que podía haberme cortado el pelo antes de encerrarme en esta habitación del hotel Domgasse. Lo llevo demasiado largo. Los peluqueros siempre me han dicho en todas partes que el pelo me crece mucho. Al parecer es señal de buena salud.

Usted no se quedará calvo. Usted tiene una mata de pelo muy buena. Para que usted se quede calvo tienen que quedarse antes calvas muchas otras personas. Ya querría yo tener la mitad del pelo que tiene usted. Eso es un regalo. Ni mejunjes ni injertos ni nada.

Los peluqueros dicen muchas majaderías. Es un oficio copado por majaderos. Se pasan la vida hablando. Son peor que los locutores radiofónicos. Cotorras con tijeras. Con peine. Con maquinilla. No pueden estar más de cinco segundos callados. Es superior a sus fuerzas. Y son igual en cualquier parte del mundo. Me he cortado el pelo en infinidad de países y siempre me han parecido igual de insoportables los peluqueros de todos los países. Charlatanes. Cuentistas. Majaderos. Además pueden ser muy peligrosos. Muy malvados. Como aquel peluquero francés de Tours que una vez le metió a Juan la maquinilla hasta la coronilla sin parar de cagarse en Franco. Tenía razón cagándose en Franco. Mucha razón al decir que Franco era un asesino porque Franco era un asesino. Pero ¿qué culpa tenía Juan de que Franco fuera un asesino? Sin embargo Juan no era para el peluquero francés de la ciudad de Tours un español inocente que soportaba a Franco el asesino de españoles. Juan llevaba un pasaporte en el bolsillo. Un pasaporte expedido por la policía franquista que le permitía salir al extranjero. Los enemigos declarados de Franco no podían salir al extranjero. No recibían un pasaporte expedido por la policía de Franco. Estaban entre rejas. Pero Juan no. Juan estaba en Tours cortándose el pelo. Y entonces el peluquero de Tours le dijo que sacara ese pasaporte. Que se lo enseñara. Que en la peluquería todos querían ver ese pasaporte español. Juan no tuvo más remedio que sacar el pasaporte. Le entregó su pasaporte al peluquero francés y el peluquero se lo enseñó a otros clientes de la peluquería. Todos miraron el pasaporte y miraban a Juan con asco. Asco francés. Esa cara que Juan nunca olvidaría de asco francés. Esos morros franceses fruncidos por el asco que les daba ver el pasaporte español de Juan. Y todos estaban de acuerdo con el peluquero. ¿Habían visto bien el pasaporte?

Voyez vous?

Lo habían visto. Pasaporte español. Expedido por la Policía española que es una policía criminal a las órdenes del Gran Asesino. Y usted aún está diciendo que es un español como muchos otros que sufre bajo la bota de Franco. No amigo mío. Nada de eso le decía el peluquero francés de Tours apretando la maquinilla de rapar en todas direcciones. Franco es un asesino. Estamos de acuerdo en que Franco es un asesino. Pero no diga usted que aguanta a Franco porque no tiene por qué aguantar a un asesino. Ni usted ni nadie tiene por qué aguantar a un asesino. Lo que hay que hacer es liquidarlo. Cortarle el cuello. ¿Ve esta navaja? Cortarle el cuello con una navaja como ésta.